Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

martes, 8 de noviembre de 2011

Olvidado II

    Era una tarde fresca y ambos sabíamos que pronto comenzaría a llover. Caminábamos por las calles que estaban cerca del lugar donde me encuentro, aunque ya hacia las afueras del círculo central de la ciudad. Mientras caminábamos reíamos ruidosamente, acabábamos de cenar y las dos botellas de vino, que se quedaron vacías sobre la barra de la cocina, lograron calentar nuestras mejillas y alivianar nuestros cuerpos.
Salimos a tomar un poco de aire fresco y sentí un efecto efervescente nacía en mi estómago y subía hasta mi cabeza. No estaba borracho, simplemente me sentía ligero como el viento, y lleno de vitalidad. De vida y felicidad.
Justamente, en el momento en que pasamos por un pequeño templo un poco descuidado y ya oscuro por la hora, nació en mi interior el deseo de tomarlo de su mano, entrelazar mis dedos con los suyos y así lo hice. Tal vez movido por el vino, pero definitivamente lo hice. La sensación fue electrizante. Sostuve su mano con la mía y la sujeté con fuerza. Entonces la lluvia comenzó a caer.
Acarició nuestros sueños e ilusiones y los hizo florecer como hace con las flores silvestres en el campo. Le dio vida a nuestras experiencias, y en lugar de extinguirlo, avivó el fuego que crecía entre nosotros. Nos encontrábamos envueltos en una capa de fuego mientras a nuestro alrededor caía la lluvia torrencial. Estábamos locos, locos el uno por el otro, pero estábamos juntos y era lo único que me importaba. No había nada aquella noche, más que él y yo, la iglesia, y aquella lluvia que parecía no mojar nuestra ropa —o tal vez a nosotros no nos importó que estuviéramos empapados—.
Después de risas, abrazos y besos regresamos al pequeño cuarto que en ocasiones compartíamos. Me encantaba estar en ese lugar, y aún me fascina. De pronto no había luz, pero las velas siempre son estupendas compañeras. Sus flamas son las hadas más amigables que conozco y sus lágrimas de cera derretida forman esculturas caprichosas movidas únicamente por su magia impulsiva.
Cuando regresamos, ambos abrazados y riéndonos como un par de niños, el ambiente cálido del lugar nos envolvió e hizo que me perdiera completamente en sus ojos. Tiene los ojos más hermosos que he visto, peligrosos y amigables; me dejé seducir por sus manos que recorrían mi espalda y mis brazos como si acariciaran la superficie de algún lago, con delicadeza y de una forma sutil.
Me acercó a su rostro, me tomó de la cintura y acercó mi cuerpo al suyo. Quise cerrar mis ojos pero no deseaba privarme de la belleza de su rostro. A fin de cuentas dejé mi vista en negro y disfruté cada caricia, de cada beso y de cada gemido que me brindaba. Eran mis regalos, era su tributo para mí. Debía entonces compensarle con algo, pero ¿qué?
Después, tomó mi mano, se apartó un poco de mí y con apenas un susurro me pidió que lo acompañara. Entramos a su habitación. Un lugar bastante acogedor que en ocasiones —para nada escazas— fungió como escenario para nuestros bailes seductores y para aquellos actos que le competen solo a la naturaleza propia del ser humano. No, a la propia del hombre.
Un cuarto que aquella noche terminaría oliendo a pintura derramada sobre un lienzo, a sudor y semen dispersos por las sábanas rojas de la cama.
Con un poco de fuerza en su petición, pero sin perder sus modales, me pidió que me quitara la ropa y me recostara en la cama. Con una sonrisa ansiosa, accedí a su petición.
Recuerdo que inmediatamente comenzó a preparar sus herramientas. El aroma a pintura no tardó en inundar el cuarto.
Mi piel estaba fresca y toda la ropa mojada yacía en la esquina, junto a la puerta. De pronto un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y se depositó en mi entrepierna. Reaccioné al instante e instintivamente intenté cubrirlo con las sábanas. No supe si fue por lo intenso de la escena, o por alguna razón del destino, pero comencé a temblar, aunque no tenía frío.
Pasó el tiempo y me encontraba más relajado, incluso pude sonreír cada vez que me lo pedía. Jamás me moví de aquella posición en la que me encontraba. Desde que comenzó a hacer el cuadro en el que plasmaría para siempre mi figura desnuda, no me moví de aquél colchón cubierto por sábanas rojas.
Mientras observo el cuadro que se encuentra frente a mí, pienso en la magia que lo envuelve. Pienso en ese toque de lujuria que tiene cada pincelada.
El joven de la pintura está excitado, todo su cuerpo lo demuestra: su rostro, sus manos, sus ojos cerrados, su entrepierna. Todo lo comprueba, y eso no puede ser algo más que la viva prueba de que el mismo pintor se encontraba en un estado de excitación indescriptible.
Siempre que lo contemplo, llegan de nuevo todas las emociones que envolvían mi cuerpo —representadas en ese cuadro por las sábanas de la cama—.
Mientras él pasaba los pinceles por el lienzo, mientras los embarraba de pintura y la depositaba en el cósmico lugar al que pertenecía; mientras lo observaba atentamente no pensaba otra cosa que no fuera el tenerlo entre mis brazos. Poseerlo y hacerlo gritar de emoción y locura, en ese lugar, envueltos en pintura y luz. Con la lluvia afuera en la calle y la seguridad de su cama debajo de nosotros.
Entonces deliberadamente desobedecí lo que me pidió: me levanté de la cama y caminé hacia él, tomé su paleta y el pincel de sus manos y lo encaminé de vuelta al lecho donde había estado yo recostado. Lo tumbé sobre el colchón y me coloqué sobre él.
Sus piernas comprendieron lo que deseaba hacer y se dispuso a recibirme de la manera más dócil que podía haberme imaginado. Después de preparar mi propio lienzo, coloqué sus piernas sobre mis hombros y lo penetré con la mirada. Clavé mis ojos en los suyos mientras reprimía un grito o un gemido que nació y murió en su garganta.
La sensación es indescriptible. Me volvía loco, deseaba arrancarle sus ropas, pero estaba desnudo; quería devorarlo a mordidas, pero no podía hacerlo; anhelaba fundir su cuerpo con el suyo, pero éramos dos cuerpos distintos.
Después, cerró sus ojos y acopló sus deseos a los míos. Lo tomé de la cintura y lo elevé al altar de los dioses, lo llevé de la mano al cálido templo de Eros en donde los dos nos haríamos uno solo. Lo tomé fuertemente de la cintura y me aferré a ella. Mientras realizaba los movimientos que habrían de arrancar gritos y gemidos de locura de mi amante, deposité mi nariz en su abdomen, debajo de su ombligo, e inhalé con fuerza.
Al principio caminamos despacio, con movimientos delicados y precisos cuyo propósito era hacer el camino más tranquilo. Sin embargo, una vez que nos encontramos seguros en aquél palacio de amor, cuando ya estábamos cómodos y relajados con sus piernas abrazando mi cadera, nuestros movimientos aumentaron de intensidad.
Sus gemidos envolvieron la habitación en cuestión de segundos y pronto le siguieron los míos. Su piel era una delicia. Acariciar su cuerpo era como acariciar las nubes del cielo. Era una sensación delirante, tenerlo tan cerca; una bendición el compartir mi cuerpo con el suyo y juntar nuestros corazones al momento en que uníamos nuestro espíritu a través de besos interminables y divinos.
Su rostro me lo dijo todo, y me instó a continuar con aquellos movimientos que no cesarían hasta que nuestros cuerpos se rindieran ante el amor y la maravilla de tenernos el uno al otro.
La habitación entonces contenía los aromas de la pintura, el sudor y el semen de dos cuerpos que yacían exhaustos envueltos en las sábanas de la cama. Los dos dormimos profundamente.
A la mañana siguiente, el cuadro estaba terminado cuando desperté.
El hermoso ángel que estaba a mi lado dormía plácidamente. Exhausto. Maravillado.
Aquella mañana me preparé una taza de chocolate, la lluvia en la calle aún continuaba y era una mañana gris, perfecta para permanecer en cama y observar el cuadro que me mostraba mi figura envuelta en un estado de éxtasis interminable.
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