Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

miércoles, 1 de enero de 2014

La última noche del año.

A la vista de varios, él era tan solo un hombre más; un cuerpo más, con sus complejidades y sus costumbres peculiares. Tal vez era un exitoso hombre de negocios (debido a la forma en que iba vestido), existe esa costumbre de catalogar y encasillar a otros, basada en sus ropas, corbatas, zapatos y collares.
Pero, ¿quién no lo hace?
El hombre caminaba por las aceras del centro de la ciudad, con su destino al final de la cuadra. Avanzaba con sus manos cubiertas por unos guantes negros de piel, resguardados dentro de los bolsillos de su abrigo que hacía juego con el traje que vestía.
Las calles estaban repletas, a pesar de que todo indicaba que esa noche caería una nevada sobre la ciudad; sin embargo, hombres y mujeres caminaban al igual que él, en cualquier dirección imaginable. Todos perseguían algo, estaban apurados en llegar a casa para la celebración de la última noche del año; se emocionaban al teléfono con personas que quizás hacía tiempo no veían. Pero no él.
A pesar de soportar los empujones y que montones de personas se toparan en su camino, su único anhelo era llegar a la habitación 702, del hotel que visitaba cada año. Su principal objetivo en ese momento era entrar ahí, quitarse la ropa helada y servirse un trago de su whisky favorito, con hielo, no importaba; encender el clima del lugar y prepararse para la llegada de su acompañante.
Para los demás, era solamente un hombre más, con un traje costoso y una mueca de satisfacción y autosuficiencia en su rostro; era un hombre atractivo, de mediana edad, aproximadamente treinta y ocho años, exitoso, poderoso; todas esas características que a más de una persona atraen inexplicablemente.
Las puertas del elevador se abrieron delante de él y le permitieron el paso, afortunadamente no había nadie en el lobby del hotel, pues siempre agradecía un viaje solitario y rápido en elevador. Presionó el botón que indicaba el séptimo piso y aguardó impaciente la momentánea sensación del inicio del movimiento; no supo si fue esto o la anticipación de lo que experimentaría aquella noche, pero sintió un dulce y sutil vuelco en el estómago.
Colocó su abrigo en los percheros que estaban anclados detrás de las puertas del guardarropa, se quitó sus guantes y los dejó dentro del bolsillo interior. Después se acercó al bar y disfrutó con extrema alegría el aroma del licor contenido en un envase de puro cristal. Tomó tres piezas de hielo y se sirvió el líquido de color madera.
Tenía apenas cinco minutos para él, así que se acercó al enorme ventanal del edificio, corrió la cortina y se dedicó a observar toda la ciudad que se extendía a sus pies; aflojó el nudo de la corbata y dio un trago a su bebida.
Disfrutaba de una vista maravillosa, y se regocijaba en un año lleno de triunfos y duras batallas que, a fin de cuentas —incluso por medios no tan honestos, o legales—, logró ganar. No le gustaba perder, y siempre estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para lograr todo lo que se propusiera, aunque jamás hacía el trabajo sucio.
Sonrió a la noche, con su bebida en mano, por un estupendo año.

Algunos dijeron que vieron a un muchacho de chamarra oscura con una franja blanca en la espalda, golpear al otro tipo y correr de ahí; sin embargo, el oficial de policía no pudo encontrar ni al primero de los sujetos ni a la supuesta víctima —generalmente quienes se dedican a la distribución de pequeños pedidos de droga en la ciudad, y son golpeados por algún cliente, no permanecen en el lugar para ser interrogados por la policía; especialmente cuando en cualquier momento pueden ponerle una mano encima y registrar hasta su ropa interior—.
“Si se enteran de algo, avisen a la comandancia por favor. Feliz año nuevo”, había dicho el oficial con un tono monótono, parte de su discurso ensayado y repetido en tantas ocasiones; y sin más, simplemente se retiró del lugar.
El muchacho de chamarra negra, avanzó entre la arboleda mientras fumaba un cigarrillo y guardaba cuidadosamente pequeñas porciones de polvo blanco en diversos bolsillos, de su chamarra, de su pantalón, incluso en una venda que traía ajustada al tobillo.
El último mes del año siempre era agitado en la ciudad, y con mayor razón lo era la última noche.
Entonces pensó, los seres humanos tienen cierta fijación por el simbolismo, aunque lleguen a negarlo. Celebran el primer año, el primer beso, la primera vez; la última vez que hablaron con alguien, una despedida. Representa, quizás, un objetivo alcanzado, como si viviéramos año con año, como decir voy a vivir 1999; ahora viviré 2000, y así terminamos 2013; como si no tuvieran la meta de vivir hasta que tengan 90 años.
Pensaba que, tal vez, nuestras experiencias de vida se tratan únicamente de aquellas que comenzamos y que concluimos; pero él no era así, de hecho hacía ya mucho que dejó de festejar el año nuevo, hasta que lo conoció a él. Ese hombre poderoso, acaudalado, conquistador del mundo, que veía justamente esa noche.
Antes de eso no, acostumbraba celebrar el inicio de las cosas o su final, sino que simplemente se dedicaba a continuar adelante, como un día más, como todos los días —quizás, la única fecha significativa en su haber de recuerdos era aquella noche cuando tenía diecisiete en que probó por primera vez una porción de ese maravilloso polvo blanco—.
Blanco, como la nieve. Esa que caía sobre sus hombros en ese momento, mientras observaba el enorme edificio que se alzaba frente a él, del otro lado de la avenida. Ya ubicaba la habitación perfectamente, ahí donde estaban las luces apagadas, pero de donde sabía, lo observaban decididamente.
Se aventuró a sortear el maniático tráfico del treinta y uno de diciembre, y alcanzó el otro lado de la rúa; subió la pequeña escalinata que se extendía hacia ambos lados e ingresó a través de las puertas de cristal.
Los números del elevador se iluminaban conforme ascendía directo a, quizás, su cita más importante del año. Tal vez, después de todo, también era como el resto de las personas, celebraba el fin de la misma forma, cada año, siempre en esa misma habitación. Séptimo piso.
Cuando entró, en la habitación ya se percibía un delicado aroma a tabaco; una bienvenida que siempre se refería a relajarte, hacer lo que te plazca.
—Bienvenido. ¿Algo de tomar? —preguntó el hombre de traje al momento de cerrar la puerta detrás de ambos.
—Lo de siempre.
Sirvió un vaso con agua y al lado otro con poco hielo y vodka; en lo que el muchacho se quitaba la chamarra y la arrojaba sobre el sillón que estaba en una pequeña sala, a la entrada de la habitación.
Caminó directamente hacia su compañero y sonrió cuando tomó el vaso de agua, lo consumió de una vez y luego con el primer trago de la noche. Disfrutó el paso candente del alcohol por su garganta y dejó el vaso sobre la barra.
Entonces el hombre se colocó detrás de él, la plática llegaría después, por ahora era momento de comenzar. Había esperado ansiosamente ese encuentro y no pensaba detenerse para formalidades de preguntarse cómo había estado o a dónde había ido. Para eso ya habría tiempo.
Le comenzó a besar el cuello, de forma pausada pero con cierta determinación; le quitó el suéter que traía puesto y la playera blanca que llevaba debajo. Después de unos cuantos movimientos, tenía al muchacho completamente desnudo frente a él.
Mostraba un cuerpo exquisito, firme, cincelado con una perfección griega, hermoso.
Entonces él también se puso a trabajar.
Después de servirse otro trago, y acabarlo con igual diligencia, se acercó al hombre que aguardaba pacientemente, pero al borde de la locura por perder el control; le quitó el saco de su traje junto con la corbata y comenzó a desabotonarle la camisa.
El hombre también poseía un cuerpo maravilloso, grueso y trabajado; grande y fuerte. Como una insignia que complementaba su presencia varonil, su pecho estaba cubierto de vello, en su mayoría negro, aunque se notaban ya algunos de tono plateado; cubría cada centímetro de su piel y sus pectorales relucían por ese pelaje que crecía despreocupadamente, hasta en partes de su abdomen, alrededor de su ombligo, y con una franja que bajaba hasta su entrepierna.
El muchacho estaba ya desnudo, arrodillado frente a su compañero, por lo que desabrochó el pantalón y lo dejó caer para extasiarse con el masculino aroma que lo esperaba a escasos centímetros de él.
Después de perderse con el aroma y de encenderse con la temperatura del cuerpo de su compañero, supo que era tiempo de jugar un poco. Llevarlo al punto de la locura y el éxtasis, y regresarlo de inmediato a este mundo; algo para lo que el muchacho era sumamente bueno.
Con los labios húmedos, dirigió su mirada a la del hombre que lo observaba con una idolatría tal, como la de un creyente a su dios; cerró los ojos y disfrutó de las húmedas caricias que su querido muchacho le brindaba.
Escalofríos, espasmos de placer, gemidos. Todo debido a un trabajo tan simple, una persona arrodillada frente a otra, con nada más en su mente que dar el mayor placer posible.
Al cabo de unos minutos, el joven se incorporó y dirigió a su compañero hasta el sillón. Le ordenó que se sentara y éste obedeció; continuó con aquellos mágicos movimientos de lengua por unos momentos más, hasta que se sentó sobre las piernas del hombre. Lo besó detenidamente, con amplia satisfacción y un deseo que ya era imposible ocultar; besó su cuello, acarició su cabello y la deliciosa barba, cuidadosamente cortada; jugó con su cuerpo y se perdió completamente en el tacto del vello.
Sostenía las manos del hombre sobre su cabeza, lo tenía bajo su control.
Ambos sabían que todo era un juego, toda la vida aquél hombre sería quien tuviera el mando en sus manos, pero esa noche, la última noche del año, estaba a merced de un joven diez años menor que él. Era una experiencia excitante, que no lo dejaba estar tranquilo, pero que disfrutaba con cada poro de su piel.
Los labios del muchacho eran firmes y voraces, pero eran capaces de brindar los más finos placeres con tan solo pequeños movimientos; sus manos representaban la fuerza de la juventud y lo hacían patente de forma majestuosa; al entrelazar sus dedos, el hombre sentía la firme presencia de su compañero, percibía su determinación.
Los brazos mostraban orgullosamente las líneas de sus músculos trabajados y una deliciosa mata de vello negro que crecía en sus axilas, de donde se desprendía un aroma embriagador que incitaba a los más viles actos de lujuria y pasión. Todo un ataque de hormonas al alcance de las manos.
Así, entre caricias y repentinos desenfrenos de placer, ambos llegaron a la cama.
El hombre contempló detenidamente, como lo hacía cada año, el cuerpo del joven que estaba frente a él.
Naturalmente que había cambiado. Sus pectorales y su abdomen estaban más trabajados que como estaban el año anterior, aunque no dejaban de lado esa finura de la edad. Traía un tatuaje nuevo en el costado, una frase en latín con letras medievales; sus piernas eran un verdadero tributo a la fuerza y a la resistencia.
Pero ¿qué decir de su miembro?
Todo su cuerpo era una ofrenda a la belleza y la juventud, pero su miembro representaba la virilidad propia de su sexo. Estaba rebosante de vida, vibraba de ansias y ardía por la sangre que lo despertaba de tal manera. El hombre observó al muchacho que estaba tendido sobre la cama, quien prácticamente era del mismo largo, completamente desnudo, y se encaminó para tomar cada parte de su cuerpo, cada pliegue, jugar con sus pezones rosados, besar esos labios que saciarían su sed, perderse en las piernas que harían juego con su propia figura de fortaleza.
Anhelaba acariciar su espalda, beber su sudor, sentir su aliento.
Y así, con un movimiento seductor del muchacho, el hombre se tumbó sobre él para acoplarse en todos los sentidos imaginables. Separó las piernas del joven y éste lo recibió con ojos cerrados, mejillas encendidas, labios entreabiertos y gemidos de gozo y deseo.
Formaron un acople magnífico, ambos cuerpos encajaban a la perfección, uno en el otro; pues esa era la magia de la vida, el lado seductor del cuerpo humano, abrir las ventanas de la pasión y el deseo; eso representaba el orden de las cosas, la Fuerza Superior que mantenía el universo en movimiento, y la sonrisa en el rostro de las personas.

En la última noche del año, de cada año, aquél joven y ese hombre se encontraban juntos en la habitación 702; ahí, experimentaban la magia del deseo humano y ensalzaban la virtud de la conexión entre iguales. Una conexión sin límites, sin fronteras, ni limitaciones; juntos exploraban mundos jamás vistos, sensaciones nuevas; juntos daban rienda suelta a sus anhelos, a la locura de la mente humana, a la estupidez del cuerpo; callaban la indigna conciencia.
Alcanzaban los altos placeres, reservados únicamente a los dioses, de la adoración, la contemplación, la súplica; bebían de ellos mismos, en un ciclo de pureza interminable; llevaban a cabo un ejercicio de comunicación de la más pura naturaleza, que los acompañaría los trescientos sesenta y cinco días restantes, hasta que volvieran a encontrarse en noche vieja; la última del año.