Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

lunes, 7 de noviembre de 2011

Olvidado I

En esta ciudad hay un pequeño lugar, alejado de todo el fastidioso ruido y de la decadente presencia del ser humano. Pero, aunque apartado y escondido de todo el bullicio político, de los gastados discursos y de las promesas inservibles que gritan las pobres voces —agobiadas y estúpidas— desde sus curules y oficinas lujosas decoradas con cada centavo que los que sufren frío y hambre pagan; este lugar se encuentra justamente en el centro de la red de calles y edificios.

El primer cuadro de la ciudad es un lugar ya decadente. Ya nadie le presta atención: los cuerpos policiacos dejaron de tener presencia en estas calles desde hace ya varios años, el tráfico automovilístico —debido a las estrechas y desgastadas callejuelas— dejó de circular desde hace tiempo. Y sencillamente los delincuentes se rehúsan a trabajar en esta zona ya que simplemente no hay qué robar o a quién asesinar.

El centro histórico dejó de tener importancia para los habitantes de la ciudad y cerró sus museos, edificios ancestrales, elegantemente decorados, para dar paso a una ola de olvido y soledad que es mucho más deprimente que la delincuencia que golpea otras partes del círculo urbano que se extiende por varios kilómetros.

Sin embargo, existe un lugar que aún me cautiva por la magia que contiene en su interior y que me invade cada vez que atravieso sus cansadas puertas de madera. Es un lugar silencioso, pequeño y oscuro —principalmente por falta de cuidado de sus dueños, aunque el efecto resulta bastante adecuado—.

Un pequeño local en el que encuentras tranquilidad y silenciosas risas además de deliciosas miradas cargadas de duda y secretos oscuros. El lugar se llama Luna: un nombre sencillo, simple y modesto que denota cabalmente la paz que se respira en su interior.

Dentro, cada mesa está iluminada por una vela que arde y arde hasta consumirse, día tras día. Las pequeñas flamas jamás encuentran descanso en ese lugar. Naturalmente, y como consecuencia lógica, el frío no tiene cabida en los cuartos de piso y techo de madera y ventanas resguardadas por barras negras azotadas y marchitas por el tiempo y la lluvia.

En ese lugar es, justamente, donde lo encontré. El motivo por el que continúo asistiendo y en donde la mesa siempre está reservada para mí —no que se requiera tener reservaciones, no es precisamente el lugar más visitado de la ciudad—, la que está frente al hermoso cuadro, escondido en sombras, iluminado tenuemente por veladoras más gruesas y grandes a su lado derecho, ese cuadro que cuelga inerte de la pared y que enmarca una maravillosa obra de arte.

Mi deseo de estar ahí, contemplándolo, prácticamente todas las noches, con una humeante taza de té o chocolate, parece no tener fin. Como si no pudiera resistirme al hechizo que ocasiona su encanto. Debo de estar aquí todas las noches.

Desafortunadamente no siempre me es posible, pero cuando regreso de nuevo duro el doble que por lo regular lo hago. Me pierdo en la belleza, me enamora la sencillez de las formas y colores. Sencillo, hermoso, magnífico.

Justamente lo veo en estos momentos, mientras sostengo la taza de chocolate con canela.

Y sonrío, sonrío plenamente porque el verlo frente a mí, como muestra del trabajo y dedicación que implicó realizarlo, habla por sí solo. El cuadro tiene vida, tiene voz y alma, pero está olvidado en algún polvoso rincón de esta ciudad. Pero es mejor así. Es mejor que esté en ese altar, colgando de esta pared, enmarcado por un precioso y sencillo cuadro de madera y resaltado por las velas que arden constantemente a su lado. Le dan la perfecta cantidad de luz. Le brindan una compañía inagotable y perpetua. Dos centinelas que arden toda la noche.

Pienso que sería una tragedia, una pérdida para la humanidad, que en alguna ocasión esas inocentes flamas lo reclamaran con enormes lenguas de fuego y se perdiera para siempre.

Sin embargo, mientras tanto, me encuentro de nuevo frente a él, como lo hice la noche anterior y no así la anterior a ésta última.

Lo contemplo con delicadeza, intentando no gastar sus trazos y tonos con mi mirada. Lo acaricio con mi mirada y me deleita observarlo con detenimiento.

Lo observo y sonrío. Sonrío porque mientras paso mi vista por toda la superficie, cuando me concentro en una esquina, en el centro o cuando lo observo en su conjunto como un todo; recuerdo las maravillosas sensaciones de sensualidad y erotismo que recorrieron mi cuerpo aquella noche, cuando estaba recostado en la cama envuelto en sábanas rojas. Recuerdo cuando él me observaba con detenimiento —concentrado en su trabajo— y plasmaba lo que veía en el lienzo blanco.

Sonrío porque recuerdo cómo sucedió todo aquello. Recuerdo porque sonrío.

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Fotografías de Anthony Gayton,
obtenidas de páginas libres de internet.

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