Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

sábado, 29 de noviembre de 2014

Sangre y tinta

—¡Necesito escribir! ¡Necesito escribir! ¡Denme papel y pluma, ignorantes y estúpidos! ¡Vándalos! Necesito escribir…
Los gritos de Federico parecían no atravesar las gruesas paredes de piedra entre las que se encontraba, a partir de ese momento, prisionero del ejército imperialista, protector de la corona y del régimen.
Lo habían buscado por varias ciudades del país y en casi todas las tabernas y hostales de la capital, durante casi seis meses, sin ningún resultado fructífero.
Federico ya se encontraba bajo el control del ejército de su Majestad y lo único que deseaba era comenzar a escribir. Con esas fuertes palabras, prácticamente cubiertas en llanto, demandó le proporcionaran lo único que lo mantenía vivo —al menos, lo único propio, que podía ser de él mismo, sin contar abrazos, besos, caricias—. No pidió pan o agua, ni cerveza o vino; lo único que deseaba en aquél terrible momento era papel y pluma, y tal vez unos cuantos cigarrillos —se concentraba mejor con un poco de tabaco—, y unas veladoras para cuando cayera la noche.
Ya antes había estado en esa misma habitación, siete u ocho meses atrás, pero entonces en una situación por completo diferente; entonces, él portaba orgulloso el uniforme, hizo el interrogatorio; golpeó y amenazó al pobre diablo que mantenía ahí dentro, en búsqueda de cualquier información que sirviera para construir cualquier verdad que en ese momento se intentara comprobar.
Federico deseaba escribir, ni siquiera le pasó por su mente escapar o utilizar sus influencias para librarse del pelotón de fusilamiento que lo ejecutaría al despuntar el alba. Ni sus méritos, lo sabía perfectamente, ni sus medallas —que no eran muchas, pues para aquellos días el pequeño regimiento con base en…, no había visto tanta acción en el servicio, desde el destello de la revolución que amenazaba en destrozar el reino—, nada le sería útiles para librarse de la situación en la que se encontraba.
Tan solo deseaba escribir una carta. Una carta que pudiera advertir —aunque quizás fuera ya demasiado tarde— y llevar el último beso, la última lágrima, el último suspiro de un hombre enamorado. Para ello, estaba decidido, sí utilizaría sus influencias y los pocos contactos que le quedaban en aquél cuartel amurallado.
—Dame una pluma y papel, te lo pido —dijo Federico ya más tranquilo, a través de la pequeña rendija, al guardia que resguardaba la entrada.
El hombre no contestó y Federico repitió su súplica, y repitió de nuevo.
—¿Y permitir que conspires de nuevo contra su Majestad, debajo de nuestras narices? Jamás.
La voz del otro hombre en el pasillo le resultaba completamente familiar.
—Rubén, por favor-
—Soy general, para ti.
Federico rectificó y pronunció el cargo por mucho que le costara decirlo, habiendo sido una vez suyo, hacía siete u ocho meses.
—General, le pido, como derecho de un detenido militar, me proporcione tan solo una hoja de papel y pluma.
Entonces el recién llegado despidió al guardia y la puerta se abrió, Rubén ingresó al cuarto.
—No logro entenderlo, Federico. Simplemente no logro entender, por qué lo hiciste, después del servicio que prestamos juntos.
Ese era un reclamo que ya había escuchado, en muchas tantas ocasiones y de todos los tonos posibles; sus padres se lo dijeron, sus hermanos lo dijeron y le dieron sus espaldas, movidos por cuestiones de ímpetu, más que por sus creencias políticas; sus hermanas, aunque jamás se aventuraron a contradecirlo, sabía que lo tenían en mente. Lo sabía.
—Seguramente no podrás entenderlo, General, aunque quiera explicarlo.
—Basta de formalidades, nadie nos observa.
—Rubén, debo escribirle-
—Vaya Federico, ¿en qué momento destruiste todas tus convicciones? ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?
Había empezado hacían siete u ocho meses, en ese mismo cuarto de interrogación. Seguro la bombilla sigue fundida, pensó Federico. Necesito velas.
En aquél momento conoció a quien lo haría enamorarse de las letras y de la piel desnuda de un hombre, Julián.
El silencio de Federico comenzó a irritar a Rubén, quien se encontraba sumamente insultado, utilizado, traicionado.
No importaba la causa o los movimientos, o tal vez sí, pero no tanto como la traición personal que había sufrido de manos de su hermano en armas. Tenían la ilusión de solicitar su traslado a la guardia real, a la capital. Pero ya nada de eso sucedería.
Dado que comenzaba a desesperar frente a Federico, con el afán de no permitirle a éste que viera sus incipientes lágrimas, Rubén extendió unos cuantos pliegos de papel y un bolígrafo. Su mirada era serena, profunda, fría.
—Sabes que debo leer lo que sea que escribas —dijo el joven general, ya de frente a la puerta, de espalda a su amigo.
—Ruego al cielo que ignores por un momento esa obligación tuya, puedes estar seguro que nada diré respecto de las operaciones militares de su Majestad.
Una vez hubo cerrado la puerta Rubén, Federico se sentó en la pequeña e incómoda silla, frente a un viejo escritorio, tomó la pluma por última vez y escribió.

No le importó el frío del invierno que calaba hasta los huesos, no importó la falta de una ventana con vista a los campos, a las colinas, como la tenía en esa casa de la que lo sacaron a la fuerza, entre tazas de café rotas, floreros estrellados y un perro asustado escondido debajo del piano. Con los gritos de Julián en su mente, cuando regresara a casa. ¿Qué importaba el espacio para un amante de las letras?
Federico rasgó de nuevo el papel con la pluma, profanó el espacio vacío, virginal; o más bien le dio vida a cinco folios que yacían inertes en aquél cuartel militar.
Escribió con soltura, como si estuviera frente a frente con Julián. Escribió del lugar en el que estaba —sin describir el cuartel pues entonces pudieran considerarlo información peligrosa y la carta sería destruida.
Seguro lo recuerdas, le dijo; escribió que no era como la espaciosa e iluminada habitación que compartían, no tenía flores, no había espejos, ni el ventanal que proporcionaba una hermosa vista que ambos contemplaban al amanecer.
Le dijo que de todos los lugares en los que habían vivido, huyendo siempre, cubriéndose sus pasos (a pesar incluso de las múltiples notas falsas anunciando su muerte y que al parecer jamás fueron publicadas), de todos esos lugares, la casa de campo era la que más añoraba y la que había amado completamente.
Le dijo que le extrañaba, que lo deseaba, que lo amaba.
Quizás te condene a muerte con tan solo escribir estas líneas, pero debes saberlo y jamás olvidarlo.
Federico escribió con sinceridad y fluidez, llenaba una cuartilla y luego otra; en algunas líneas, sus lágrimas corrieron un poco la tinta. El dolor era demasiado, casi insoportable.
En la carta, Federico recordó la vez en que conoció a Julián, aquella madrugada en que entró al cuarto oscuro, húmedo por las lluvias, y observó al muchacho de cabello castaño, con la cara golpeada y sangre seca en su cuello y mejillas.
Su estado actual amenazaba con suavizar las efusivas acciones del oficial, pero éste, a fin de cuentas, se enfocó en evitar ese despliegue de emociones frente a un detenido, inmerso en un movimiento rebelde que debía ser destruido.
Escribió de las siguientes ocasiones en que hablaron, a solas y acompañados. Después de que Federico consiguió atenuar los cargos y aseguró su libertad. Revivió, en palabras vivas inmersas en la tinta de la desesperación, la primera vez que hicieron el amor, en la cama de algún hostal, cuando ya ambos eran prófugos, buscados por las fuerzas militares de la corona.
Te necesito Julián. No dejo de pensarlo y de decírtelo.
Federico siguió con su carta, la última de su vida, incluso ya entrada la noche, a la luz de unas velas que llegaron poco después junto con un par de cigarrillos. Escribió de ellos.
Discúlpame por fumar… sé que me pediste que no lo hiciera, pero ayudan a relajarme en estos momentos.
Una vela se consumió y la última estaba a punto de terminarse, pronto no sería capaz de continuar con la escritura. Entonces comenzó la desesperada y dolorosa despedida, con más lágrimas y tinta corrida, como brotes de sangre negra.
El pelotón me espera antes del amanecer, escribió y la mano le tembló desmedidamente. Descansó por unos minutos, mientras observaba la vela para tranquilizarse, y luego continuó.
Federico terminó aquella carta. El dolor de su mano para nada podía compararse con el de su alma, que hacía desde su corazón.

El traidor caminaba acompañado por el pelotón de fusilamiento, con sus manos atadas y los ojos vendados; seguramente, Rubén dirigía el contingente, sabía que era su deber. Tan solo albergaba en su corazón la esperanza de encontrarse en algún cielo prometido con Julián. Esperaba ver de nuevo sus ojos, besar sus labios, en algún lugar eterno donde no existiera el sufrimiento, las lágrimas, la tristeza o la sangre.
El traidor debía ser ejecutado al romper el alba.
La madrugada era fría y húmeda; iba descalzo, con tan solo un pantalón y una camisa roída y manchada, degradado a lo más vil. No había uniformes ni medallas, honores, saludos.
Perdió todo respeto y se condenó a muerte, cuando escapó con aquél liberal, con ese muchacho maricón que lo corrompió hasta el punto de apoyar la propia rebelión que entonces combatía, hasta el punto de cambiar su nombre y escribir en contra de su Majestad, de forma degradante e insultante; de la manera en que solo los liberales y los pobres suelen hacerlo.
Había sido condenado por traición y por conductas inmorales en contra de la corona. Pero amó cada segundo de esas noches, bañadas en inmoralidad e indecencia, pues en los brazos de Julián se había sentido verdaderamente amado, hermoso.
El traidor únicamente esperó, deseó, con todas sus fuerzas, que Rubén cumpliera su palabra y se asegurara de entregar aquella carta, escrita en un cuarto de interrogatorio que fungió como celda, frío, húmedo, oscuro; en el regimiento con base en…; a su destino final, asegurándose que llegara intacta, como lo había prometido, antes de llevárselo.

Tan solo esperaba, Federico; tan solo esperaba.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Dioses, falsos y verdaderos.

Ni la más bella poesía, ni la más apasionante de las novelas; ni siquiera la más fiel representación del amor prometido entre Eros y Psiqué, nada que nos pueda presentar el romanticismo describirá de forma tan precisa las sensaciones de bienestar, tranquilidad, confianza y felicidad que se apoderan de mi cuerpo, cada vez que sus manos recorren mi piel, cuando sus labios marcan con fuego besos eternos y sinceros. Nada podrá igualar la pasión que se enciende cuando nuestros deseos despiertan y se erigen en representaciones de amor y lujuria.

Que todos los dioses, falsos y verdaderos, me disculpen; me limpien de toda ofensa realizada en su contra, que me permitan serenidad y tranquilidad, pues en sus brazos encuentro una verdadera paz divina. Una paz que ni siquiera en un santuario, monasterio o templo encontraré, pues su cuerpo es mi templo, sus labios mi religión y sus embestidas los actos de sanación y penitencia.

Todo es una puesta en escena, lo que encuentro fuera de las sábanas; nada es real, mas todo recobra su lucidez en el momento en que, con poca luz, desnudo mi alma y mi cuerpo para entregarme completamente, cuando me recibe con una sonrisa expectante y con su cuerpo, ardiente de emoción y amor; todo es etéreo de nuevo y al mismo tiempo todo pierde su contorno; el fondo se pierde con el primer plano, los colores se mezclan y nuevos aromas surgen, sabores exóticos inventados por nuestra danza.

A los ángeles me encomiendo al momento de cerrar mis ojos y derretirme bajo sus firmes abrazos. Su calor me invade, o tal vez sea el mío que nace desde el interior, para embriagarme dulcemente, de cabeza a pies. Rasgo su piel, muerdo su boca; mis gemidos se elevan hasta sus oídos y entonces sonríe. Se complace en verme sumergido en un océano de éxtasis, se congratula por la labor bien hecha. Y yo permanezco inmóvil, con mis pensamientos álgidos y el cuerpo lánguido, con lelite is miel reposando sobre mi cuerpo.

Entonces todo es tranquilidad. La vertiginosa marea desaparece y solo queda una deliciosa sensación, y sus manos acariciando mi espalda, contando lunares que solo él puede ver, desplegados solo para sus ojos. Juega con mi cabello, besa mis oídos, imagina mis sueños.

Ambos nos perdemos en el sueño, a disposición de nuestras mentes y nuestras propias turbaciones; nos perdemos en el sueño para despertar juntos, desnudos, en la cama que ha sido testigo de nuestro amor por tantos años; despertamos, no con el canto de pajaritos matutinos, despertamos envueltos en sombras, con la luz de la luna penetrando por la ventana. Despertamos juntos, nuestras miradas de nuevo se enlazan, nuestros labios se encuentran y las manos se coordinan.

Que me perdonen los dioses, falsos o verdaderos, pues de nuevo honraremos la única religión que ambos conocemos, la cercanía y presencia del uno con el otro.