Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

sábado, 22 de enero de 2011

La cuarta carta


Debo admitir que, llegada la hora de convertirte, el último rasgo de conciencia que puedo tener saltó a mi mente para detenerme.

Lo hizo tan sólo por un segundo. Pero fue el segundo más largo de mi existencia. No quería destruir tu belleza. Arruinar tu hermosura de hombre y de humano me torturaba hasta la locura. Serás aún más hermoso cuando te vea abrir tus ojos a la oscura realidad, pero en ese eterno y lastimero segundo me debatí entre permitirte continuar con tu belleza mortal o llevármela junto con todos tus sueños y anhelos.

Decidir alguna otra cuestión, simplemente no podía ser. Cuando el momento llegó, no quise hacerlo, pero no tenía otro remedio. Si no lo hacía, si no sucumbía ante mi deseo de probar tu sangre, y darte de la mía, no vivirías y ―entonces sí― tu belleza se perdería para siempre, consumida por la tierra y el polvo.

Te tendré por siempre, te amaré por siempre ―recuerdo que pensé en aquél momento en que me encaminaba hacia tu habitación.

Toda esta serie de acontecimientos me han abrumado de una manera muy peculiar.

Aquella noche, entre las sombras del templo, te esperé con ansia y aguardé con deseo. De nuevo, estaba a punto de repetirse las sensaciones de ansiedad y el éxtasis que sentiría en cuanto te tuviera en mis brazos, nuevamente.

Espero con desesperación la llegada de esa hora. ¿Por qué, me pregunto, tanto interés en que sea una hora en específico? No lo sé. Sólo que encuentro gran fascinación por la noche ―como todos nosotros―, pero en especial por esa hora. Tal vez sea porque fue cuando me convertí en un sirviente de las sombras.

Nunca, en toda mi existencia, un día me había parecido eterno, como fue el de hoy. Mi descanso fue intranquilo, para nada sereno.

Hasta que por fin mis ojos azules se abrieron con la llegada de la noche, pude salir y caminar sin miedo pero con un deseo asfixiante de morderte. De hacerte mío.

Caminé por la misma calle que aquella noche. Caminé en silencio. Tratando de escuchar mis pensamientos como un humano lo hace, pero me resultaba imposible.

Seguí mi oscura senda hasta que me vi parado afuera de tu hogar. Unas personas estaban afuera, hablando de ti y de la rara enfermedad que te agobiaba. Una extraña sensación de alivio creció en mi interior. De pronto alivié mi ansiedad con un reconfortante pensamiento. Está enfermo ―pensé―, y sólo yo tengo la cura. Una poción roja, intensa y misteriosa. Una pócima cargada de sabor y de lujuria. Una pócima que no debía beberse con descuido, sino con el más profundo respeto y temor.

Tus padres sintieron una brisa helada ―la noche despedía ya al invierno― cuando pasé a su lado, y no le prestaron mayor importancia. Fue tan sólo un susurro del viento.

Caminé por los oscuros pasillos de la casa y subí las escaleras hacia tu habitación. Giré a la derecha ―nunca olvidaré ese camino, era como llegar a la gloria― y tomé la perilla de la puerta, la abrí y entré a tu santuario.

Te encontrabas tal y como yo te había dejado: recostado en tu cama, cubierto con tus sabanas. Tu rostro mostraba una exquisita muestra de preocupación, tus sentimientos estaban perturbados.

Una delgada capa de sudor cubría tu cuello, y entonces los vi. Esas dos marcas donde clavé mis colmillos.

Te contemplé fijamente ―tan sólo por un instante― y de nuevo encendiste la llama de mi locura. Avancé hacia el otro lado de la habitación, a un lado de tu cama.

Desconozco si fue mi sangre, que corría por tus venas, o tu deseo de entender qué sucedía, pero en cuanto me detuve para poder contemplar tu rostro giraste tu cabeza para ver quién era yo. Tus ojos, al principio aún inmersos en un profundo sueño que recién terminaba, permanecieron indiferentes, confundidos. Pero conforme tus recuerdos inundaron tu mente, demostraron una gran sorpresa, y un temor que me desgarró mi helado corazón.

Querías preguntar qué estaba pasando, lo sé, nuestra cercanía me permitió conocer tus pensamientos.

Decías: ¿quién eres tú? ¡Lárgate de aquí! ¡Maldito, tú me hiciste esto!

Me resultaba sumamente difícil soportar tus insultos, y poco a poco el odio creció dentro de mí. Tú sabías que te podía escuchar, no te interesaba saber cómo, simplemente sabías que te escuchaba con mucha atención. Era de esperarse que aprovecharas esa situación para seguir con tus insultos.

Como dije, el odio creció dentro de mi ser. En parte porque eras tú quien me profería aquellas mundanas palabras. No podía creer que la persona que deseaba con toda mi conciencia, pudiera decirme aquello. Fue la primera ocasión que alguien me hace enojar de esa manera, lo reconozco, y a la vez fue precisamente eso lo que ocasionó que te amara aún más.

Lo que sucedió después, fue una banal respuesta a mis impulsos. Quería matarte, en ese momento y en ese lugar. Con tus padres en la misma casa, pero recordé mi propósito inicial y me mantuve fiel a él. No estaba ahí para quitarte la vida, tu hermosura se habría perdido por siempre ―ya lo dije―. Estaba ahí para darte vida eterna. Para ofrecerte caminar conmigo por el tiempo interminable de la noche. Serías un inmortal.

Me acerqué más a ti, me recargué en el colchón sobre el que descansabas. Me recliné y fue cuando abrí mi boca.

Dejé a la vista mis colmillos y todo el cuarto se impregnó con el delicioso aroma del terror. Tu cuerpo se vio súbitamente controlado por ese sentimiento, que en ocasiones te mantiene alejado de situaciones peligrosas. Gobernó tus sentidos, aplastó tus reflejos.

Intentaste gritar, pedir ayuda a gritos. Pero apenas salían unos pequeños gemidos de tu boca. Tus ojos estaban fuertemente cerrados y movías la cabeza repetidamente de un lado para otro.

Coloqué mi mano helada sobre tu rostro y fue cuando el éxtasis era inevitable. Incliné mi cabeza con tal rapidez que no tuviste tiempo de defenderte, clavé mis colmillos y tu sangre explotó dentro de mi boca como un torrente de lujuria y ansiedad. Eras un manso cachorro ante mi insistente abrazo, tus manos intentaron rasgar mi ropaje, pero el baile de tu corazón me llevó a un baile oscuro. Se aceleró y con él mi anhelo de hacerte mío. Continué así, deseando reclamarte, hasta que me di cuenta que… ya eras mío.

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