Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

sábado, 29 de enero de 2011

La séptima carta

Te esperé toda mi vida. Todos estos años que he caminado entre la oscuridad, esperé tu llegada.

Todas las noches, siempre que la luna coronaba el cielo oscuro, pensé en ti. Aún cuando todavía no te conocía, sabía que habrías de llegar. Esperé atentamente, haciendo mi mayor esfuerzo para escucharte llegar. Fue por eso que me dolió tanto cuando te apartaste de mi lado.

Mi corazón volvió a estar vivo, sólo para morir con tu de nuevo con tu partida. No soporté perderte.

No soporto tu silencio ni tu ausencia. Todo resulta sumamente doloroso, cual mortal herida en mi pecho que no deja de sangrar.

No puedo evitar preguntarme: ¿qué hice mal? Considero que no fue cosa mía ―al menos eso deseo creer―, pero me queda ese dejo de duda en mi mente.

¿Qué fue lo que no te gustó de mí?

¿Qué te resultó tan atractivo? ¿¡Libertad!?

¡Conmigo eras libre amado mío!

¡Conmigo lo tenías todo!

¡Maldita sea, hubiera visto de frente al sol mismo con tal de que permanecieras a mi lado! Hubiera sonreído ante esos mortales rayos dorados, si con eso hubieras seguido conmigo.

Aquella noche, de verano para los mortales, caminamos juntos. Con nuestras manos entrelazadas mientras las infinitas posibilidades de la eternidad pasaban frente a nosotros. Mientras la infidelidad, la lujuria, el deseo o la gula desfilaban frente a nosotros. Aquella noche fue la última que estuve a tu lado, y me encantó tenerte conmigo.

Pero decidiste alejarte. Volar por tus propios cielos y dejarme atrás, viejo y cansado, mientras tu buscabas nuevas aventuras. Aventuras de soledad que tu propia curiosidad te pedía encontrar.

Realmente no te culpo amor mío. En algún momento de mi historia, hice lo mismo. Dejé a aquél que me creó y me dediqué a seguir mis deseos. Me enfoqué en encontrar alguna verdad oculta que me ayudara a descifrar el complejo misterio de nuestra existencia.

En aquellas noches, me avoqué a entender el eterno amor que sentía por el gallardo caballero que me convirtió en un jinete oscuro.

Mi mente está intranquila. Mi corazón no encuentra descanso, porque me concentro en pensar que fue por eso que me dejaste. Deseo pensar que fue porque querías entender nuestro eterno y poderoso amor.

Pero la eternidad no es para vivirla solo. Ya no sirvo para surcar las noches sin una compañía. Probablemente por eso te hice mío, soy un desconsiderado y egoísta, lo reconozco. Pero fue eso lo que me hizo convertirte: mi temor a estar solo.

Y probablemente por eso mi conciencia me atormenta como jamás lo hizo. Por eso, mi sentido humano llega en las noches, mientras sostengo algún joven y delicioso cuerpo entre mis manos, para atormentarme y decirme que merezco estar solo.

Merezco una existencia triste y vacía, porque robé tu inocencia.

Me apoderé por la fuerza de tus deseos y sueños, de aquellos anhelos de conquistar mundos y vidas. Me apoderé de ti, de la manera más cobarde que hay.

Sé que ya es demasiado tarde. Entiendo que jamás regresarás, ¿por qué habrás de hacerlo? Yo no lo hice con mi creador. No le otorgué esa promesa de perdón… y no espero que ahora tú lo hagas.

Esta será la última carta amor mío, la última que te escribo antes de que Apolo me abrace fuertemente, después de tantas noches acumuladas.

Enfrenté mi castigo. Durante un tiempo lo hice con la mente en alto, pero no más. Nunca más.

Sufrí por tu partida, como penitencia por mi osadía de violentar un cuerpo virgen que guardaba un gran tesoro. Pero ahora… ahora toda mi verdadera realidad se termina ante mis ojos.

Toda mi intranquila existencia terminará con los primeros minutos del alba.

Este monstruo, enamorado eternamente de ti, dejará este mundo, con el anhelo de que te des cuenta de todo el amor que por ti siento.

Mis dedos me duelen, mis ojos me arden. El día está cerca y sin ti, mi amor, no puedo continuar.

No quiero continuar.


lunes, 24 de enero de 2011

Bienvenida

Me tomó de la cintura, francamente no esperaba que me recibiera con semejante entusiasmo. Clavó su mirada en mis ojos y me mostró una sonrisa genuina. Única. En verdad estaba feliz de verme.

Cuando cerró sus ojos y acercó sus labios, hice lo mismo con el corazón en una mano y mi ardiente deseo de estar a su lado en la otra. Estiré mis brazos hacia su cuello y dejé que mi cuerpo se estirara lo más que podía. Me encanta sentir sus manos por todo mi costado, me hace sentir… deseado.

Comencé a suspirar en su oído, diciéndole en ese extraño idioma que no se detuviera, que siguiera adelante, sin miedo a lo que fuera a suceder. En verdad quería ver hasta dónde llegaríamos esa noche. Su lengua entró en mi boca y acarició la mía con húmeda firmeza, mientras sus manos bajaban por mis caderas hasta llegar a mis muslos. Acarició mi entrepierna con un deseo asombroso, con una sed prácticamente insaciable.

Tocó mis piernas y después se concentró en masajear mis glúteos.

Mi ropa deportiva cedió rápidamente ―bendito sea quien inventó estas prendas fáciles de quitar― y de inmediato tenía sus manos saboreando la tela de mi ropa interior.

Cerré mis ojos y apoyé mi cabeza en la pared. Comencé a jadear de placer y él aumentó sus movimientos. Los hizo más intensos.

Mis manos intentaban clavar las uñas en su espalda, pero no quería lastimarlo. Me debatía entre el deseo de morder su labio hasta que sangrara o dejar que me devorara el cuello.

Probablemente mis jadeos debieron haber ido en aumento, porque tapó mi boca con su mano mientras se inclinaba un poco para besarme el pecho.

La playera del gimnasio descansaba inherte en el piso, mi piel estaba sudada pero pareció no importarle, además de que no tuve oportunidad ―ni fuerzas― de resistirme a las caricias de su lengua. Mi pezón reaccionó con el roce y también mi miembro.

―Te extrañé ―le dije con un gemido entrecortado.

―Y yo a ti ―respondió él mientras bajaba mi pantalonera hasta que se hizo bola en mis pies.

No entendía qué me sucedía en ese momento, sólo sé que era una imagen demasiado deliciosa. Estaba sin nada más que el bóxer negro y mi piel blanca pegada a la pared.

Tomó mi miembro con sus manos y lentamente comenzó a masajearlo… una sensación inexplicable, incluso para mí.

«Deseaba verte ―me dijo mientras se tomaba algunos segundos para darme pequeños besos o diminutos mordiscos en alguna parte de mi cuerpo―, quería tocarte, besarte. Moría de ganas de abrazarte y sangraba por dentro mientras veía que el reloj no avanzaba más rápido.

Me miró fijamente, aún con sus manos en mi entrepierna, y me pidió que me entregara, que me dejara llevar… y que lo siguiera a su habitación.

domingo, 23 de enero de 2011

La sexta carta

Salimos de tu hogar ―el último y probablemente el único que hayas tenido―, y tenía la sensación de que las hora pasaban con una lentitud que me torturaba sin tregua. Nos alimentamos de cualquiera que se llegaba a cruzar en nuestro camino.

Los jóvenes salían de los bares y clubes, totalmente absortos del terror y el peligro que les esperaba si se llegaban a tomar con aquellos dos chicos, de piel blanca y el tacto tan helado que quemaba.

Mientras avanzábamos, traté de darte algunos consejos, decirte unos cuantos trucos. Pero lo que más me interesaba hacer era ayudarte a comprender, tu rostro estaba bañado en confusión.

―Una manera rápida de aprender a cazar ―te dije mientras caminábamos por una calle, cercana al centro de la ciudad, que estaba un tanto desierta― es escogiendo sólo a los malvados. A la escoria de esta sociedad.

«En estos momentos, tu conciencia humana todavía gobierna tus actos y movimientos. Así que… piensa que estás haciéndole, a todos los demás, un gran favor.

Tu mirada me dijo todo lo que necesitaba saber, y sonreí.

«Ah, los inocentes son más atractivos, claro. Hermosos. Pero tarde o temprano, terminarán atormentándote si es que no logras primero controlar ese residuo de conciencia. Si deseas probar sangre limpia ―dije tomándote por el hombro. El contacto con tu cuerpo era electrizante. Paralizante―, deja viva a tu afortunada víctima. Otros bebedores de sangre terminan con su vida, por el mero placer de hacerlo. Yo, por el contrario, me alimento y por consiguiente, mato.

«Si no logras entender lo que estás a punto de hacer, mejor intenta controlarte. Corta un poco tu lengua y deja caer algunas gotas de tu sangre en la herida de tu víctima. Ésta sanará y la dejarás con vida.

En algún momento de la madrugada, pasamos por afuera de un lujoso salón de eventos. Había una celebración, y el lugar estaba atiborrado de personas. La unión en matrimonio de una pareja que realmente no tenía la menor intención de cumplir su voto de “hasta que la muerte nos separe”.

Él aseguraba que la amaría por siempre, pero sus pensamientos nos permitieron observar las escenas de la aventura que tuvo la noche anterior, con su cuñado, cinco años menor.

Los padres aseguraban que la unión era basada enteramente en el amor, pero en realidad pretendían salvar la precaria situación económica en la que ambas familias se encontraban.

Cuando estuvimos, tu y yo, frente a la reja, alcanzamos a ver a la hermosa novia mientras hacía su digna entrada al salón. Me encaminé por el vacío jardín, hacia el salón e inmediatamente me tomaste del brazo. Me pediste que me detuviera.

Tu posición humana me pareció imposiblemente tierna y considerada.

―No puedes alimentarte de ella ―me dijiste con un tono temeroso, aún dudando de tu capacidad inmortal y de tus asombrosos poderes.

―¿Por qué no? ―respondí yo, clavando mis ojos en los tuyos. Dios, pensé, es hermoso.― ¿Qué crees que la hace diferente de los demás?

No aceptaste mi respuesta, pero terminaste guardando silencio.

Comunicarnos con los humanos resulta mucho más sencillo de lo que muchos creen, y más útil en caso de necesidad.

Enfoqué su imagen en mi mente y hablé.

Tranquila ­―le dije―, todo estará bien. No tienes por qué soportar esta carga. No tienes por qué pretender amarlo. Él no lo hace. Todo puede terminar, aquí y ahora.

Ven conmigo.

Después de unos cuantos minutos, la chica salió por una de las puertas laterales del salón. Era como una visión. Una virgen de tiempos remotos, atrapada por siempre en sus virginales túnicas. Nos encontró en el jardín, debajo de un enorme árbol.

Recuerdo que, por un estúpido impulso humano, el hermano de aquella bella mujer salió en cuanto vio que desaparecía en la oscuridad.

¿Lo recuerdas?

―Adelante ―te dije sin decir una sola palabra.

Te acercaste a aquél bello joven y lo llevaste contigo, hacia el otro lado del jardín.

Mi mente estaba en ambos lugares, conversaba con mi hermosa novia y te cuidaba a la distancia, por si algo fallaba. Pero nada podía salir mal.

La conversación de los dos jóvenes era fascinante. Hablaban con tanta fuerza ―probablemente porque tú si eres de este mundo― y presencia. En un determinado momento, me acerqué más a mi blanca dama, clavó su mirada en mi rostro y en mis afilados colmillos. Al principio parecía no comprender lo que sucedía, pero inmediatamente su corazón entró en pánico.

Me gusta suponer que esos rasgos físicos, en un vampiro, son lo mismo que la excitación física de un hombre o una mujer. Surgen a consecuencia de estímulos, eróticos y sexuales.

Mientras mi blanca novia se acercaba más a mi, en el otro extremo del jardín se llevaba a cabo un acto mucho más hermoso y cautivador.

Con un rápido movimiento, tomé a mi doncella del cuello y la atraje hacia mi sin darle oportunidad de resistirse.

Clavé mis colmillos en su cuello. La piel cedió al contacto y sentí su sangre inundar mi boca. Bebí de ella y todos sus pecados, todas sus maldades, pasaron a ser míos. Limpié su alma y su cuerpo.

Mientras mantenía aquél íntimo acto con la mujer, sentí otro golpe de placer. Otra explosión de éxtasis que me ahogo en un suspiro silencioso. Te estabas alimentando de aquél hermoso joven, al mismo tiempo en que hacía mía a esa dulce y triste dama. Padre e hijo. Hermanos.

Dos amantes, alimentándose al mismo tiempo. Ahora me arrepiento de nunca haberte preguntado si llegaste a sentir aquella misma conexión.

sábado, 22 de enero de 2011

La quinta carta

Mientras el néctar de tu vida recorría mi interior, sentí como todo a mi alrededor se desvanecía. Sentí que todo cayó en el completo olvido.

Experimenté toda clase de sensaciones: desde un vertiginoso mareo hasta una deliciosa erección. Deseaba tenerte así para siempre, entre mis brazos. Besando tu cuello. Anhelaba ser dueño de tu ser, de tu alma y del último respiro de tu esencia.

Las pocas fuerzas que tenías, se desvanecieron nuevamente y dormías tranquilamente entre mis brazos. Te entregaste completamente a mis caricias, mientras yo seguía en un completo éxtasis. No podía concentrarme en ninguna idea, hasta que de pronto me di cuenta de que si seguía bebiendo de ti terminaría matándote, y no deseaba eso.

Con todas las fuerzas de mi ser, dejé de beber y tomé una bocanada de aire, como cuando un nadador respira después de varios minutos. Contemplé el esplendor de la noche y me maravillé con la luz plateada que entraba por tu ventana.

Después de varios minutos abriste los ojos y fijaste tu mirada confundida en mí.

Intentaste reconocerme, y tal vez supiste quién era yo. Pero decidí alejarme un poco de ti, mientras me tranquilizaba un poco y tu te ubicabas en tu propio espacio.

Es tiempo ―pensé―.

Llevé mi brazo hacia mi boca y rasgué mi piel como si fuera la cubierta de algún pan. Mi sangre brotó al instante y dejé que cayera caer sobre tus labios para despertar tu sed, para despertar tu ansia de placer.

Te tomó unos minutos reaccionar al sabor, pero conforme ibas comprendiendo lo que sucedía, tus fuerzas volvieron y te sujetaste con sed a mi muñeca.

De haberte dejado me hubieras vaciado hasta alcanzar la muerte. Mi pequeño. Mi amado.

Recobraste tu tono de voz. Esa voz profunda y varonil que me cautivó desde entonces. Sólo había escuchado una pizca de la miel de tus palabras, aquella noche cuando bebí de ti. Entonces lanzaste un grito de dolor al frío viento de la noche y eso me excitó más que nada. En ese momento escuchaba por primera vez tu voz.

Ya no tenías el mismo tono de piel, había cambiado y era como una bella escultura de mármol que tenía una magia interna imposible de explicar. Tus labios se veían fuertes, pero vivos.

Inmediatamente te sentaste en la orilla de la cama y tus ojos cambiaron, veían el mundo como un vampiro lo ve. Me coloqué a tu lado y puse una mano en tu hombro, giraste la cabeza y recuerdo claramente que preguntaste:

―¿De esto se trata?

―Así es ―respondí yo―, así es como vivirás, hijo mío. Amor mío.

Dejaste la cama y caminaste de un lado al otro de la habitación. Supe entonces que tu nacimiento estaba completo.

―Tengo sed ―tus ojos se enfocaron en la luna que gobernaba la noche.

―Tranquilo Karlo ―dije mientras acariciaba tu cuello. Las heridas que hicieron mis colmillos habían desaparecido―. Salgamos a dar un paseo.

Cuando menos lo pensé, tus padres entraron a la casa y estaban subiendo las escaleras. Un pequeño problema.

Tú, como recién convertido, no controlaste tus impulsos y esa sed que te atormentaba gobernó tus acciones. Incluso nosotros, los más viejos, en ocasiones no podemos controlar nuestros impulsos ―me pasó contigo―, no te puedo culpar amor mío.

En una fracción de segundo saliste de la habitación y les cerraste el paso en el pasillo. Inmediatamente supieron que algo no andaba bien. Estabas radiante, incluso para el vulgar ojo humano. Mostraste tus grandes colmillos y de tus ojos salían rayos de poder que los atemorizó hasta el borde de la locura. Tal vez fuiste un poco… intenso, amor mío.

Bebiste hasta que te saciaste, rápida y audazmente, lo cual debo aplaudir, tu destreza era natural.

No sé qué sería de tu familia, después de aquél desafortunado incidente, cuando encontraran a tus padres muertos y que se dieran cuenta que habías desaparecido.

Nunca pregunté nada al respecto.

Salimos de ese lugar y recuerdo claramente la fascinación que se reflejaba en tu rostro. Comenzamos una vida, una eternidad juntos. Hicimos lo que tu quisiste, e imaginé que así sería para siempre.

La cuarta carta


Debo admitir que, llegada la hora de convertirte, el último rasgo de conciencia que puedo tener saltó a mi mente para detenerme.

Lo hizo tan sólo por un segundo. Pero fue el segundo más largo de mi existencia. No quería destruir tu belleza. Arruinar tu hermosura de hombre y de humano me torturaba hasta la locura. Serás aún más hermoso cuando te vea abrir tus ojos a la oscura realidad, pero en ese eterno y lastimero segundo me debatí entre permitirte continuar con tu belleza mortal o llevármela junto con todos tus sueños y anhelos.

Decidir alguna otra cuestión, simplemente no podía ser. Cuando el momento llegó, no quise hacerlo, pero no tenía otro remedio. Si no lo hacía, si no sucumbía ante mi deseo de probar tu sangre, y darte de la mía, no vivirías y ―entonces sí― tu belleza se perdería para siempre, consumida por la tierra y el polvo.

Te tendré por siempre, te amaré por siempre ―recuerdo que pensé en aquél momento en que me encaminaba hacia tu habitación.

Toda esta serie de acontecimientos me han abrumado de una manera muy peculiar.

Aquella noche, entre las sombras del templo, te esperé con ansia y aguardé con deseo. De nuevo, estaba a punto de repetirse las sensaciones de ansiedad y el éxtasis que sentiría en cuanto te tuviera en mis brazos, nuevamente.

Espero con desesperación la llegada de esa hora. ¿Por qué, me pregunto, tanto interés en que sea una hora en específico? No lo sé. Sólo que encuentro gran fascinación por la noche ―como todos nosotros―, pero en especial por esa hora. Tal vez sea porque fue cuando me convertí en un sirviente de las sombras.

Nunca, en toda mi existencia, un día me había parecido eterno, como fue el de hoy. Mi descanso fue intranquilo, para nada sereno.

Hasta que por fin mis ojos azules se abrieron con la llegada de la noche, pude salir y caminar sin miedo pero con un deseo asfixiante de morderte. De hacerte mío.

Caminé por la misma calle que aquella noche. Caminé en silencio. Tratando de escuchar mis pensamientos como un humano lo hace, pero me resultaba imposible.

Seguí mi oscura senda hasta que me vi parado afuera de tu hogar. Unas personas estaban afuera, hablando de ti y de la rara enfermedad que te agobiaba. Una extraña sensación de alivio creció en mi interior. De pronto alivié mi ansiedad con un reconfortante pensamiento. Está enfermo ―pensé―, y sólo yo tengo la cura. Una poción roja, intensa y misteriosa. Una pócima cargada de sabor y de lujuria. Una pócima que no debía beberse con descuido, sino con el más profundo respeto y temor.

Tus padres sintieron una brisa helada ―la noche despedía ya al invierno― cuando pasé a su lado, y no le prestaron mayor importancia. Fue tan sólo un susurro del viento.

Caminé por los oscuros pasillos de la casa y subí las escaleras hacia tu habitación. Giré a la derecha ―nunca olvidaré ese camino, era como llegar a la gloria― y tomé la perilla de la puerta, la abrí y entré a tu santuario.

Te encontrabas tal y como yo te había dejado: recostado en tu cama, cubierto con tus sabanas. Tu rostro mostraba una exquisita muestra de preocupación, tus sentimientos estaban perturbados.

Una delgada capa de sudor cubría tu cuello, y entonces los vi. Esas dos marcas donde clavé mis colmillos.

Te contemplé fijamente ―tan sólo por un instante― y de nuevo encendiste la llama de mi locura. Avancé hacia el otro lado de la habitación, a un lado de tu cama.

Desconozco si fue mi sangre, que corría por tus venas, o tu deseo de entender qué sucedía, pero en cuanto me detuve para poder contemplar tu rostro giraste tu cabeza para ver quién era yo. Tus ojos, al principio aún inmersos en un profundo sueño que recién terminaba, permanecieron indiferentes, confundidos. Pero conforme tus recuerdos inundaron tu mente, demostraron una gran sorpresa, y un temor que me desgarró mi helado corazón.

Querías preguntar qué estaba pasando, lo sé, nuestra cercanía me permitió conocer tus pensamientos.

Decías: ¿quién eres tú? ¡Lárgate de aquí! ¡Maldito, tú me hiciste esto!

Me resultaba sumamente difícil soportar tus insultos, y poco a poco el odio creció dentro de mí. Tú sabías que te podía escuchar, no te interesaba saber cómo, simplemente sabías que te escuchaba con mucha atención. Era de esperarse que aprovecharas esa situación para seguir con tus insultos.

Como dije, el odio creció dentro de mi ser. En parte porque eras tú quien me profería aquellas mundanas palabras. No podía creer que la persona que deseaba con toda mi conciencia, pudiera decirme aquello. Fue la primera ocasión que alguien me hace enojar de esa manera, lo reconozco, y a la vez fue precisamente eso lo que ocasionó que te amara aún más.

Lo que sucedió después, fue una banal respuesta a mis impulsos. Quería matarte, en ese momento y en ese lugar. Con tus padres en la misma casa, pero recordé mi propósito inicial y me mantuve fiel a él. No estaba ahí para quitarte la vida, tu hermosura se habría perdido por siempre ―ya lo dije―. Estaba ahí para darte vida eterna. Para ofrecerte caminar conmigo por el tiempo interminable de la noche. Serías un inmortal.

Me acerqué más a ti, me recargué en el colchón sobre el que descansabas. Me recliné y fue cuando abrí mi boca.

Dejé a la vista mis colmillos y todo el cuarto se impregnó con el delicioso aroma del terror. Tu cuerpo se vio súbitamente controlado por ese sentimiento, que en ocasiones te mantiene alejado de situaciones peligrosas. Gobernó tus sentidos, aplastó tus reflejos.

Intentaste gritar, pedir ayuda a gritos. Pero apenas salían unos pequeños gemidos de tu boca. Tus ojos estaban fuertemente cerrados y movías la cabeza repetidamente de un lado para otro.

Coloqué mi mano helada sobre tu rostro y fue cuando el éxtasis era inevitable. Incliné mi cabeza con tal rapidez que no tuviste tiempo de defenderte, clavé mis colmillos y tu sangre explotó dentro de mi boca como un torrente de lujuria y ansiedad. Eras un manso cachorro ante mi insistente abrazo, tus manos intentaron rasgar mi ropaje, pero el baile de tu corazón me llevó a un baile oscuro. Se aceleró y con él mi anhelo de hacerte mío. Continué así, deseando reclamarte, hasta que me di cuenta que… ya eras mío.

jueves, 20 de enero de 2011

Juegos de tentación

Lo alcance a ver justo cuando entraba al bar del hotel.

Llegue esa noche a la ciudad, después de un exhaustivo viaje de nueve horas, y lo que deseaba con urgencia era tomar un baño, bajar a tomar algo y quizás tener una loca aventura de una noche con algún completo extraño que pudiera borrar al estúpido de mi novio de mi mente.

Cuando lo vi entrar al bar, supe que era él: la conquista de la noche. Mi próximo compañero de cama.

Se sentó en una de las mesas que estaban pegadas a la pared del fondo, y tomaba una cerveza mientras esperaba su comida y veía despreocupadamente un partido de americano.

En pocos días lo único que se vería en la televisión sería el super tazón (y, siendo francos, me agradaba bastante la idea. Ver a esos jugadores mostrando sus movimientos coordinados y las danzas de guerreros medievales, con expresiones de camaradería, claro que también los uniformes de lycra eran un gran aliciente. Sería todo un espectáculo).

Me acerque a la barra y pedí primero un vaso con agua. Intente relajarme, todavía tenía la oportunidad de ordenar mi cena y, tranquilamente, retirarme a mi habitación, solo. Pero ―tengo que reconocerlo― la tentación fue demasiada.

Me senté en una mesa que estaba a su lado. Él usaba un traje oscuro con el nudo de la corbata medio flojo, y en su rostro se veía un cansancio adorable. Con su fuerte mano, adornada por un anillo plateado, sostenía la botella de cerveza. Tenía unos diminutos, pero varoniles, bellos en el dorso de la mano y toda su figura lanzaba una presencia imposible de resistir.

―Demonios ―dije en voz alta y luego di un trago a mi cerveza ― le aposte a los Huracanes.

Él volteo a verme con una mirada de incredulidad, nadie le apostaba a los Huracanes ―incluso yo lo sabia―.

―¿Que te hizo apostarles? ―preguntó con una sonrisa de lado.

―No sé… ir contra todos, supongo.

El truco funcionó: estábamos conversando.

Sentía que el tiempo pasaba demasiado lento y comencé a desesperarme. Tenía que hacer algo rápido si es que quería a ese buen culo y ese pedazo de... hombre en mi cama.

Mientras pretendía ver la televisión, el nombre de mi ex aparecía solamente para resaltar las cualidades físicas que distaban bastante de parecerse a las de ese dios mundano.

Poco antes de que el partido terminara, decidido, dejé el nombre de Antonio ―mi ex― de lado y me aventure a algo más delicioso.

―¡Es una pendejada! ―grite intencionalmente para que los pocos clientes del bar voltearan a vernos.

Después, pretendiendo una auténtica vergüenza, me levante de mi mesa ―con la botella en mi mano― y me senté en el lugar vacio que estaba frente a él.

Alegué entonces, con un tono más bajo, lo que supuestamente consideraba una pendejada. En realidad no sabía qué demonios estaba diciendo, pero al menos él me veía con atención, y lo más importante: estaba en su mesa.

Después de haber alcanzado ese logro, no pretendía desperdiciarlo quedándome ahí y dejar que la situación se volviera incomoda. Al contrario, ya que tenía su atención era tiempo de marcharme.

―Mi propina ―dije mientras sacaba un billete y lo dejaba sobre la mesa.

Salí de ahí, prácticamente corriendo, antes de que pudiera darse cuenta de lo que había dejado, además del billete.

¿Ahora qué vas a hacer, genio? ¿Cómo pudiste ser tan estúpido como para dejarle tu única llave? ¿Crees que el misterioso hombre de traje, empresario seguramente, es todo un caballero y te va a traer personalmente la llave de tu cuarto? No seas infantil.

Cierra la boca y mira… imbécil ―me dije a mi mismo mientras ese misterioso hombre de traje, empresario seguramente, daba la vuelta en la esquina sur del corredor y buscaba una habitación.

Mi habitación.

―Creí que llegaría algún encargado del hotel ―le dije con una sonrisa mientras me retiraba de la pared y esperaba a que abriera la puerta.

―De hecho, se la entregué a la chica del bar ―confesó como si todo se tratara de un secreto de estado.

―No sé por qué... se la pedí de vuelta y quise encontrarte. Nunca he hecho algo así ―me dijo con la mirada clavada en el piso alfombrado del pasillo―, estar con un-

―No te preocupes por eso ―lo interrumpí mientras colocaba mi mano en su pecho.

Su corazón saltaba dentro de él y parecía que se le saldría por la garganta. Pasó salvia con mucho nerviosismo y entonces lo tranquilice tomando tome la llave electrónica e insertándola en la ranura.

La diminuta luz verde parpadeo dos veces y pude abrir la puerta.

―Pasa ―le dije mientras me hacía a un lado.

Entró a la habitación y observo todo con mucha atención, y con mucho nerviosismo.

―Si quieres ―le dije para asegurarle que no tenía la obligación de estar ahí― puedes marcharte.

Su rostro denotó sorpresa, una que capté inmediatamente.

Si ―pensé―, los maricones podemos abstenernos de una noche de sexo.

―Creí que… que, que querías―

―Y sí quiero ―lo interrumpí― pero sólo si tu quieres. No es ninguna obligación ni algún favor o servicio a la comunidad. Puedes decidir si quieres quedarte o irte.

Su respuesta fue sólo lo que quería escuchar.

―Tal vez un trago más me tranquilice un poco.

Cerré la puerta y caminé hacia el mini bar del cuarto.

―Salud ―me dijo él con su vaso delante de su bello rostro―. Por las aventuras.

―Por las aventuras.

Ambos descansábamos debajo de las cobijas de la cama.

La habitación estaba sofocada y en el ambiente flotaba el delicioso aroma de los cuerpos después de la faena sexual.

El hombre resulto ser demasiado bueno en la cama, quien lo diría...

―Tengo que confesarte algo ―me dijo con tono sumamente serio.
―¿Qué? ―pregunté yo, mientras intentaba calmar mi acelerado corazón.

―Te mueves igual que mi novio.

Guardé un minuto silencio, mientras analizaba esa información, tratando de descifrarla.
―Te digo algo ―conteste al fin.

―Claro ―dijo el―, lo que sea.

―No pensé que fueras tan buen actor, amor...

miércoles, 19 de enero de 2011

Baile de oscuridad

Su sangre explotó dentro de mi boca

como un torrente de lujuria y ansiedad.

Se comportó como un manso cachorro

ante mi insistente abrazo.

Sus ojos se cerraron en un eterno deseo

y sus manos intentaron rasgar mi ropaje,

el baile de su corazón se aceleró,

y con él mi anhelo de hacerlo mío,

hasta que me di cuenta de que…

ya era mío.

La tercera carta

No estamos muertos, aunque tampoco podríamos afirmar que estamos vivos. Somos de carne y hueso, pero no tenemos vida. Nosotros “vivimos” en el mundo de los vivos, sólo para alimentarnos de ellos. Esa es la desgarradora verdad.

No hay quien pueda escapar de la muerte cuando ha sido mordido por un vampiro, a menos que nosotros así lo decidamos.

Sin embargo, debo advertirte, no todo es tan estupendo como se escucha. Estamos condenados a vivir para siempre, alejados de todo y de todos los que nos rodean. El tener una existencia solitaria y aislada, completamente secreta y oculta en las sombras, es un verdadero tormento.

Debemos pretender ser humanos y cuando resulta necesario, comportarnos como tales. Si me preguntas, pienso que es algo totalmente patético. ¿Por qué tenemos que hacer eso? ¿Dónde están nuestros ideales y la maravillosa presencia que la inmortalidad nos brinda? ¿Dónde dejamos el preciado regalo oscuro que nos brinda la sangre? ¿La magia de nuestra naturaleza, la mandamos por el culo para poder “existir” en un mundo que debería de temernos?

Para mí, pretender ser un mortal es como si alguna criatura maravillosa y fantástica dejara todos sus poderes y habilidades para sentir, llorar y morir como cualquier otro. Rebajarnos a enfermarnos… y llegar a viejos.

El vivir entre mortales debe ser solamente para una cuestión: obtener unas cuantas horas de satisfacción y recuperar el color y la temperatura del cuerpo que hace años perdimos. Para eso y nada más, hasta que llegue la hora de matar de nuevo.

Espero que no tengan la desgracia de caer bajo los colmillos de uno de nosotros, espero que puedan seguir con su vida, y dejen que nosotros sigamos con nuestra existencia en el paradero sin norte ni sur.

Mi condición me exige este comportamiento. Puedo hacer todas las cosas que me proponga, sin embargo ese poder se ve condicionado ―limitado― por el hecho de que no puedo evitar esa sed y ese deseo por un cuerpo humano. Son parte de mi y yo de ellos. Nací con ellos, más bien me crearon con ellos.

La última vez que escribí, recuerdo que te dejé recostado en tu cama, indefenso, sin comprender qué sucedía, viviendo pesadillas y haciendo realidades que no podías comprender. Realidades que, prácticamente, podrían pasar por las más terribles fantasías.

Estabas débil y no te podías levantar de la cama donde te encontrabas. El sudor bañaba tu cuerpo que aún seguía siendo hermoso y firme. Encantador.

¿Recuerdas que te encontrabas en el templo más viejo de la ciudad? ¿Podrías relatar detalladamente qué fue lo que te sucedió aquella noche?

Probablemente no puedas hacerlo, me sorprendería si fuera de otra manera.

Pero no todo es terrible hijo mío. Te aseguro que, a partir de esta noche, cada incidente se quedará marcado en tu memoria a fuego vivo y será lo que te impulse a seguir adelante.

Reconozco que has sido mi fascinación desde el momento en que te vi, y es precisamente por eso que ―en estos momentos―, de tener un corazón que late, me sentiría completamente destrozado.

No estás a mi lado y no sé qué has hecho… no sé si sigues existiendo. Quisiera tener esa conexión mágica de la que mis autores favoritos de vampiros hablan tan vehementemente, pero desafortunadamente la realidad no es así.

No percibo tu presencia, a no ser que te encuentres en la misma cuadra que yo, pero de ahí en más, no siento nada tuyo.

Deseo estar a tu lado, aunque… ahora, en este momento y en este lugar, deseo con muchas más fuerzas nunca haberme alimentado de ti.

Deseo que nunca hubiera llegado esa terrible noche en que no pude detenerme, y cuando la lujuria y el deseo me llevaron a clavar mis colmillos en tu delicioso cuello. Anhelo que la noche en que probé tu maldita ―y deliciosa― sangre, cuando por primera vez sentí el placer de tenerte entre mis brazos, cuando tu sustancia más pura se mezcló con la mía; jamás se hubiera atravesado en mi camino y simplemente hubiera ido en busca de alguien más. Alguien más bello que tú, con sentimientos y anhelos prohibidos. Más ansiosos que los tuyos.

Aunque, siendo francos, dudo que haya alguien mejor que tú.

Welcome

Un fuerte abrazo...
...un ardiente beso...

...¿Qué más puedo pedir de quien todo me da?

domingo, 9 de enero de 2011

Tributo a: TATUAJES

Las marcas de su piel...


...hechizaron mis sentidos.


Mi vista, mi oído, mi habla... todo se fue al demonio,


pero permaneció sólo mi olfato... gracias a los dioses,

o a los demonios, que conservé mi olfato.

porque sin mi olfato,

jamás habría podido descubrir

que fueron las marcas de su piel, las que me recordaron
que en verdad era él...

La segunda carta


Debo admitir que, mientras caminábamos, una excitación crecía dentro de mí ser y se vio incrementada poderosamente en cuanto giraste tu cabeza y viste mi negra figura en la penumbra de la oscuridad.

Detuve mi caminar y fue entonces cuando giraste de nuevo y seguiste tu trajín. Te preguntabas ¿qué estaba pasando? Siempre he tenido muy presente la rapidez con la que tu corazón comenzó a palpitar, en cuando reflexionaste en por qué sólo se escuchaban tus pasos sobre las piedras. El miedo te envolvió y la preocupación te agobió.

Esto ocasionó que la situación me pareciera mucho más excitante de lo que ya era. Podía percibir todas las emociones que recorrían tu cuerpo. Tenías miedo, y como un perro, creció en mi ser todo ese erotismo. La lujuria y el deseo sexual aumentaban junto con tu frecuencia cardíaca. Mis deseos se acumulaban dentro de mi cuerpo.

Abrí un poco mi boca y permití a mis colmillos que crecieran lo suficiente para sobresalir del resto de mi dentadura. Era una necesidad de la que no me podía olvidar, era un deseo que debía saciar.

Te confieso que en verdad hiciste que el erotismo me envolviera. Joven, delicado pero con un cuerpo firme; tu tez era blanca, perfecta; tus labios, eran apetecibles ―y ruego a todos los infiernos que lo sigan siendo―. Pero lo que más despertó mi excitación fue tu cuello. Delicioso, tal y como me lo imaginaba.

Los deseos de tenerte me fueron consumiendo lentamente. Reaccioné a mis impulsos. Me rendí a mi instinto.

Mis pupilas se expandieron y entonces levanté mi cabeza, enfoqué mi mirada en ti ―esto obviamente tú lo sentiste porque giraste inmediatamente―, y deseé que pudieras escuchar mis pensamientos. Los más deliciosos que jamás he tenido.

En cuanto volteaste, ya no pudiste ver aquella oscura figura. La calle estaba vacía. Sólo había oscuridad y a lo lejos la puerta principal de la iglesia y aquellas torres a lo alto. Observaste, tan sólo por un instante, la inmensidad de ese panorama.

Cuando tu cuerpo asustado continuó su camino, te tomé por el cuello. Tu corazón se aceleró y con él mi deseo y excitación. Intentaste alejarme de ti pero tenía que saciar mi hambre. Tus ojos se cerraron lentamente mientras tu sangre entraba a caudales por mi boca. Enterrar mis colmillos en tu joven carne fue delicioso. Tus fuerzas desaparecieron como las de un niño que se entrega al mundo de los sueños.

Bebía de ti y eso me gustaba. Desangrarte me excitaba. Mi piel pronto recobró su color y temperatura normal, al menos me ayudaría a pasar la noche.

Tus fuerzas se desvanecieron en mi abrazo. Desaparecieron completamente con tus brazos colgaban inertes hacia el suelo. Te sostenía en mis brazos como si estuvieras dormido, como si estuvieras muerto pero con un delicioso ―y casi imperceptible― sonido de tu corazón.

Cuando terminé de alimentarme te miré detenidamente ―en verdad que eras hermoso como humano―. Observé tu cuerpo desvalido, incapaz de sostenerse por el sólo, como si de un recién nacido se tratara. Ya tenías tus labios cerrados y no abiertos en un grito silencioso. Te tomé en mis brazos y con unos pequeños movimientos, nos encontrábamos al lado de tu cama, en tu habitación. Te coloqué delicadamente y puse las cobijas sobre tu helado cuerpo. Lance una mirada al cielo nocturno ―a lo lejos observaba las dos torres de la iglesia―, que pronto te recibiría con los brazos abiertos. Igual que yo.

Salí de tu habitación y caminé sin rumbo fijo por esas calles. Tan sólo tenía que esperar al día siguiente. Mañana verás las cosas diferentes, pensé.

No bebí toda tu sangre, así que no morirías esa noche pero ya no había otra opción más que darte de beber de mi sangre, solo así podrás vivir para siempre. Sólo así podríamos estar juntos, los dos, toda la eternidad. Compartir nuestras vidas y vivir nuestras muertes. Mañana regresaré a tu lado… para no irme nunca más.

Ninguna de mis víctimas serán igual a ti, mi hijo, mi hermano. Mi amante. Nadie será igual a ti.

Nadie tendrá tu cuerpo, tu alma, tu fuerza, nadie podrá ser igual que tú…

Esa, amado mío, fue la primera vez que no me apoderé de un suspiro de vida. La primera ocasión en que tan sólo me alejé, a mitad de la noche. Te dejé recostado en tu cama, dormido más no muerto, para que despertaras un día más y nunca fueras a morir.

sábado, 8 de enero de 2011

La primera carta


Me encontraba completamente rodeado de oscuridad, justo en medio del aliento tan frió que soplaba esa noche de invierno. Todo me parecía sumamente sensual atractivo y excitante, debido al ansia que sentía por reencontrarme, al fin, con la noche.

Todo pasaba delante de mí como en un sueño. En medio de la nada y del enorme vacío infestado de pensamientos. Deseos, preguntas y dudas.

Un suave viento helado (suponía que era helado) soplaba a mi alrededor. Chocaba contra mi pálido rostro y alborotaba mi cabello, largo hasta los hombros tal y como se usaba hacía tanto tiempo.

Estaba envuelto por una atmósfera que nunca antes experimenté. Mis ropajes eran muy distintos a los que se usan en estos días, mis negras botas sostenían todo mi peso sobre el suelo mojado del corredor que daba al templo más viejo de la ciudad. Traía un pantalón negro, junto con la camisa del mismo lúgubre y elegante color y un largo abrigo que servía más para ocultar las apariencias, que para mantenerme caliente. Sólo la sangre podía alcanzar semejante tarea.

Me encontraba rodeado de oscuridad y el viento soplaba con un poco más de fuerza. Me encontraba en un estado de éxtasis y fascinación que hacía siglos no experimentaba. Por esa cultura, por las personas. Todo era nuevo para mí, hasta mi querida ciudad era irreconocible. Todo era diferente.

Las horas pasaban con una rapidez insoportable y al mismo tiempo con una paciencia tan desesperante, como todos los días de mi existencia. ¿Qué es lo que hacía ahí? te preguntarás la respuesta es sencilla: te esperaba a ti.

Esperé toda mi vida, y todos mis siglos, por ti. Hasta que, justo la noche anterior, te encontré en ese mismo lugar. Con la juventud en tu cuerpo. Esperaba verte, encontrarte de nuevo para contemplar más detenidamente tu figura y saciar mi hambre y mi deseo.

Esa hora de la noche pasó, al igual que las anteriores a ella, pero no me importó. No me importó en absoluto, puesto que esperaba el inicio y el final de mi vida.

Toda la gente, quizás alguien más creyente que otros, salió del templo después de dedicar una hora a su religión. Una simple hora, de todas las que significa su vida. Entonces te vi, de pie, firme, orgulloso de algún logro que alcanzaste. Rodeado de amigos y compañeros que lo afirmo con certeza eran superficiales, sin interés alguno en la riqueza del alma y en los desafíos.

Eso, precisamente, fue lo que hizo que me interesara en ti. Tu determinación. Tus convicciones y tus deseos de no descansar hasta ver algo cumplido. De resistirte a quedarte estancado en tu sucia y decadente ciudad (que algún día fue la mía).

Tus ropas, casuales y aún así llegando casi a sensuales, decían mucho de tu personalidad. Además de tus pensamientos que de alguna manera se clavaron en mi alma y en mi ser.

Por fin, después esos minutos que no pude contar, te despediste de tus compañeros y caminaste en la oscuridad de la noche y con la soledad de la calle.

Guardé mis manos en los bolsillos de mi abrigo, levanté su cuello y agaché la cabeza. Caminé detrás de ti, con una segura distancia entre nosotros dos.

Bajaste con firmeza la escalinata de piedra de aquel gastado templo y te seguí. Caminando detrás de ti, esperando ansioso el momento en que te haría mío.

El viento aun soplaba, moviendo mi abrigo y mi cabello con descarada libertad. Pero no me importó, nada de eso me importó. Estabas frente de mí.

La condensación de tu respiración se distinguía claramente.

En la calle desierta, caminaban dos personas: tú y yo. Sin embargo, sólo escuchaba tus pasos. El sonido que hacían tus pies al tocar el piso.

Veinte años, me demostraba tu cuerpo mientras presumía la fuerza y energía que emanaba de tu interior.

Yo tan sólo contaba con dieciocho, pero doscientos separaban tu nacimiento del mío. No soy de los más viejos de este mundo, mis ancestros cuentan con miles de años de existencia, y el vampiro que me hizo apenas había cumplido su trigésimo siglo de vida, bueno… de muerte.

Entonces recordé cómo me convertí en uno de nosotros. Recordé cuándo fue que me convertí en un sirviente de la oscuridad, pero mientras traía pensamientos pasados a mi mente, me invadió un sentimiento de nostalgia. Por eso lo dejé de lado, no quería arruinar tu nacimiento.

La escena resultaba perfecta: una calle empedrada, oscura hacía delante y hacia atrás y sólo un farol azotado por el tiempo.