Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

viernes, 26 de diciembre de 2014

Caricias

Cada una dibujará un pedazo de realidad.
Era de noche y las nubes cada vez se hacían más amenazantes, aunque no muchos lo pudieran notar. El olor en el ambiente, a tierra mojada, le hizo recordar otro lugar, otro momento. Ese hecho lo transportó hasta la costa, a un lugar del que siempre ha estado enamorado.
Enamorado, una palabra con nueve letras que ya tendrá su propia historia.
Veía los rayos caer en las afueras de la ciudad; esa noche estaba con sus amigos, con ideas y meditaciones clavadas en su mente. Los presentes hablaban —o discutían algo seguramente sin sentido—, sin reparar siquiera en su presencia. De pronto todos reían, alzaban la voz, o encendían cigarrillos; el ambiente se percibía agradable, a pesar de la discusión que de pronto parecía acalorarse.
Él también estaba cómodo donde se encontraba —en realidad no es una persona que se cierre a las relaciones con los demás—, solo que para ese momento se preguntó si alguien se daría cuenta si de pronto se retirara.
Quiso obtener una respuesta.
Atravesó la puerta hacia el patio de la casa. Era enorme, con enredaderas a lo largo y alto de las bardas, con un frondoso árbol en una de las esquinas y el cuadro verde completamente despejado. Recordó que años atrás, él y sus amigos, llevaron a cabo una excursión a lo más profundo de la selva y la sabana, tenían nueve años y era verano. Fue el viaje más intenso y mágico que haya vivido, justamente dentro de ese patio.
Se sentó en un pequeño sendero de piedra que enmarcaba el cuadro de pasto; daba pequeños sorbos a su vaso y vio a los pequeños de nueve años correr por todos lados, armaron la tienda de campaña, desempacaron todas las cosas que habían traído —juguetes y comida—; todos deseaban encender la fogata.
¡Vamos papá! ¡Rápido! Gritó él mismo esa tarde.
Cuando comenzaron a bailar las lenguas de fuego, perdió la noción del tiempo, se sintió hipnotizado por el color y el sonido. Esa noche soñó con fuego.
El sonido del trueno a lo lejos lo sacó repentinamente de la profundidad de sus pensamientos. Regresó al ahora, y vio el patio oscuro, la tienda no estaba y el fuego se había apagado. Solo estaban encendidas unas cuantas luces alrededor del jardín. Sonrió y siguió bebiendo.
Supo que pronto comenzaría a llover, así que se puso de pie —pensó en entrar a la casa— y avanzó hacia la mitad del jardín. Se sentó y después se recostó completamente para observar las nubes oscuras que ya estaban sobre él, teñidas de una mezcla de color rojo y naranja; agradeció las luces de la ciudad.
Sintió primero una tímida gota en su brazo, poco después, otra a la mitad de su pecho. Al siguiente instante toda una manada lo atacó en todo el cuerpo. Pensó en todo en ese momento, en su familia, en sus amigos. Pero se dio cuenta que —egoístamente— ese no era momento para ellos, era tan solo para él, nadie más.
De alguna manera, dejó todo pensamiento ajeno a su persona de lado y se concentró en lo que él quería, en lo que haría, en lo que diría. Comenzó a enfocarse en cada parte de su cuerpo, desde las puntas de los dedos, que acariciaban el pasto; hasta sus pies descalzos, que respiraban y lo invitaban a bailar ahí mismo, en ese momento.

Su cabello se mojó, igual que su ropa, su playera y su pantalón. Con los ojos cerrados es más fácil entender el significado de tantas cosas, y de pronto recordó su cumpleaños número dieciocho. Sopló las velas y la fiesta empezó. Llegó el alcohol, la cerveza, la carne estaba sobre el asador, al parecer los invitados ya habían llegado, pero faltaba alguien. ¿Es muy temprano para romperme? Le preguntó su corazón, pero lo calló con un vaso vodka.
Hablaba con un compañero de la escuela y de pronto cubrieron sus ojos, unas manos firmes, pero suaves al tacto. Lamento haberme perdido el pastel.
Desde ese momento, con los ojos cerrados, experimentó una de las sensaciones más maravillosas. Aquella noche fue perfecta, terminó con esa persona en sus brazos y hablando de tantas cosas, debajo del tejaban que tenían sobre el asador en una esquina del jardín.
Mientras se mojaba bajo la lluvia, recordó aquella lejana sensación, ¿qué era? Se preguntó. Entonces, esa pequeña vocecita que siempre tendemos a olvidar —o evitar— contestó: era amor, le dijo y se calló por el resto de la noche. Aunque se lamentó que no todo el mundo fuera capaz de experimentarlo, también se alegró por aquellos que vivían con eso diariamente.
Seguía tendido sobre el jardín, ya ni siquiera tomaba de su vaso con hielos. Se concentró en su cara; y por un solo instante, un mágico momento, sintió el tacto de cada una de las gotas que golpeaba su cara. Cada una de ellas, como si fueran puntos tratando de pintar un dibujo. Las distinguió todas.
Pensó en lo que había hecho últimamente —no toda su vida, es imposible—, pero principalmente se concentró en las decisiones que había tomado. Supo que eran buenas, y me consta que eran decisiones acertadas. Quiso preguntarle de nuevo a esa vocecilla qué estaba mal. Pero esta vez no hubo respuesta, aunque realmente no fue necesario.
Supo que en la mayoría de las veces tomó la firme decisión de hacer algo pero nunca lo llevó a cabo; nunca aplicó lo que se había decidido a hacer. Un desperdicio diría yo, pues la existencia de una persona no se debe a sus ideas, no son los pensamientos ni las determinaciones o costumbres, como entes aislados de tu cuerpo, como lugares abstractos alejados de la esencia del ser; al contrario, lo que en realidad define a una persona es todo su conjunto, esas características fusionadas para conformar un solo ente.
Se debe ser congruente para dar primero un paso y luego el otro.
Pensó que no era posible caminar, si cada pie se moviera al mismo tiempo y hacia lugares distintos. Entonces lo entendió, la congruencia es una parte fundamental para el avance y el crecimiento humano.
Aunque no podía verlos, sentía los rayos que estaban sobre él y tomó una nueva decisión, empezaría por no perderse las cosas simples que lo rodeaban. Así fue como sucedió, se empezó a dar ese cambio del que hablaba, empezó a ser congruente con solo abrir sus ojos. Las gotas se lo impedían, pero no le importó trató de tener los ojos abiertos y guardó las imágenes de los rayos que atravesaban el cielo como rasgaduras en un lienzo.
Fue una noche tranquila y se sintió renovado.
Aunque no se movía de ese lugar, ni cambió de postura, viajó por todo el mundo; llevó su mente al océano, cuando había nadado en la noche; regresó de pronto a otro lugar mojado y se vio a si mismo participar en las competencias de natación.
Después llegó hasta el atrio de la catedral de la ciudad. Atravesó las puertas y a su alrededor solamente había oscuridad; traía la ropa mojada y el agua escurría desde su cabello, sobre la cara, aunque no había lluvia afuera. Entró asustado, quería gritar y pedir ayuda; empezó a tranquilizarse con el eco que ocasionaban sus pisadas sobre la baldosa blanca con negro que se extendía frente a él, por atrás, a los lados. Vio a su izquierda luego a su derecha, al final del pasillo central estaba sentado alguien, en los escalones al pie del altar.
Atravesó decididamente el ala principal del edificio. En su mente se formaba una idea de quién era esa persona —no sabía cómo, pero estaba seguro que lo esperaba a él—.
Hola hijo… le habló el hombre, estaba tranquilamente sentado con ese traje azul que lo hacía verse distinguido. Su hijo cayó de rodillas ante él, en el frío piso, pero el hombre se incorporó rápidamente y le tendió la mano, lo ayudó a levantarse y lo invitó a sentarse con él.
Sé lo que eres y sé en quién te has convertido; no dejes, nunca, que alguien llegue y te quite eso. Porque yo te hice, y tú te moldeaste solo. Veo lo que haces, veo lo que tú ves y doy los mismos pasos que das tú.
No te avergüences, todos hemos hecho cosas de las que nadie más sabe; mejor alégrate, porque me tienes a mí para compartir las alegrías, la pena y la vergüenza de lo que hagas. Eres afortunado, porque no estás solo.
Papá… dijo él con un hilo de voz. El sonido de su alrededor lo trajo de regreso, se levantó agitado y… no estaba asustado; más bien tranquilo, contento. El vaso estaba tirado a su lado sobre el pasto mojado y por la cara le caían gotas y gotas, pero supo reconocer cuáles eran de lluvia y cuáles de lágrimas suyas.
Su padre ya no estaba con él y esa noche lo había visto, deseaba tanto seguir conversando con él. Supo que no era el momento para que hablara, sino más bien dejaría que su padre le dijera que todo saldría bien… a pesar de estar entre sueños, hasta el día de hoy, recuerda palabra por palabra lo que le dijo su padre en esa iglesia.
Le sonrió y entonces supo que las gotas de lluvia eran las caricias que le daba en la cara; eran los pellizcos de afecto que le daba en los cachetes cuando era pequeño y que tanto le molestaban. Esas gotas eran el golpe en una mejilla cuando tuvo una discusión con él, pero también eran los millones de besos que le daba cada noche, hasta que murió.
No estuvo triste. Sonrió al recordar esas cosas, levantó la vista y pidió por más caricias.
Se levantó del suelo, tomó el vaso y atravesó el jardín hacia la casa, ni siquiera había reparado en la música estruendosa que estaba dentro.
Se acercó a las puertas y en lo que sacudía sus ropas —con algo de gracia, como Pelos, el perro que tenía de niño­— levantó la vista, se sorprendió al ver tan cerca al muchacho.
—Lo siento, no te vi —le dijo.
—No, perdón, no me había fijado ­—contestó él.
—¿Qué hacías afuera? Está lloviendo a cántaros.
—Lo sé, solo… se me ocurrió salir un poco —dijo, y comentó casi con un susurro— nadie supo que no estaba.
—Buena fiesta, pero creo que no nos conocemos. ¿Salimos a tomar algo? —Le preguntó con una sonrisa; ya que, que más daba si ya estaba todo mojado.

—Claro, me gustaría… ¿quieres sentir unas caricias?

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