Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

lunes, 19 de agosto de 2013

Un partido de fútbol.

Ya era costumbre en la colonia que para las diez de la noche, los jóvenes mayores —quienes escapaban ya de la adolescencia mas no eran propiamente novatos en la universidad— se juntaban en las canchas que había en el parque, a jugar fútbol, unas dos horas.
Era el momento perfecto pues ya no había tantas personas alrededor; ya no había personas que caminaran alrededor, salvo unos cuantos que, como aquellos jóvenes, disfrutaban del fresco de la noche y preferían aquellas horas para salir a pasear a los perros o convivir con la pareja, aunque eran los menos.
Se adueñaban de los enormes rectángulos de cemento, con las estructuras blancas de tubos y sin redes, ya de noche; para cuando los niños ya no gritaban o corrían por todos lados, seguramente atravesándose entre los diez jugadores que se moverían de un extremo de la plancha al otro; o cuando las parejas de adolescentes —las menos fastidiosas— ya no se perdieran entre los árboles y el pasto crecido de una de las esquinas del parque; para cuando pudieran maldecir y gritar todo tipo de ofensas (siempre incitados y alentados por la euforia del juego y esa compañía, cargada de testosterona) los unos a los otros, sin que familiares o mujeres humildes de faldas largas, con costosas cadenas de oro e impresionantes crucifijos incrustados de diamantes, los voltearan a ver con esa mirada inquisidora y censuradora (con una santa mirada inquisidora).
Esa era la hora perfecta, cuando el calor ya no molestaba; cuando podían fumar a gusto, sin el siempre latente temor —aunque algunos pretendieran lo contrario— de ser descubiertos y reprimidos, si bien no severamente, al menos sí ante sus amigos, sus compañeros de vida, sus hermanos de calle; lo que naturalmente resultaba ser mucho peor.
La mayoría de los muchachos habían jugado en esas canchas desde que eran apenas unos niños.
El grupo inicial se conformaba por seis pequeños que pronto crecerían y se convertirían en jóvenes alegres y animados, con sus problemas y preocupaciones; con sus decepciones y enamoramientos. Sobre todo con sus enamoramientos.
Los otros cuatro lugares, no siempre ocupados por las mismas personas, se mantuvieron inestables a través de los años. Eran como una sociedad peregrina, como una población flotante que poco o mucho puede ayudar al grupo principal; pero que, al menos, en el caso de los muchachos de las canchas, mantenía un número mayor de jugadores, y traía un equilibro a todo ese entorno.
En ocasiones llegaban a estar doce jugadores, esa ya era una ocasión especial; pero Jaime prefería jugar con los seis de siempre, los mismos de toda la vida. Era una seguridad lo que sentía dentro de su espíritu, se veía en familia, se sabía en completa confianza.
Mucho habían compartido esos muchachos que seguían juntos, incluso a pesar de todas las obligaciones que llegan conforme se acumulan los años; incluso sobre todas las diferencias, por encima de las escuelas, los trabajos, las novias o ya los hijos (aunque solo dos debían responder ante esta última obligación).
Ellos eran el equipo; el juego estaría completo aunque solo estuvieran cuatro jugadores en cancha con el balón, las piernas, las rodillas, las cabezas; dos protegían las porterías, atentos al esférico monocromático, ya raspado y gastado por tantos campeonatos en los que había participado.
Jaime disfrutaba cuando los seis estaban juntos, pues siempre, al final del partido, del juego, de la cascarita, como fuera; todos se sentaban en y alrededor de una banca que estaba a un costado de la cancha. Entonces hablaban, como humanos, como hombres que eran. A veces de cosas importantes, como la seguridad o problemas de familia; a veces de completas estupideces, sumamente normal. Se sentaban en el pasto, sobre la banca, en el respaldo, no importaba; era un círculo íntimo, en donde los guerreros que pretendían ser se sinceraban y hablaban con franqueza, de amor, de odio, rencores, venganzas. Eran humanos, eran hombres.

—Tan solo somos esto y nada mejor —pensaba Jaime cuando reflexionaba en silencio, mientras escuchaba, contemplaba y se maravillaba con el comportamiento de sus amigos.

[...]

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