Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

miércoles, 1 de mayo de 2013

Matrimonio igualitario, II


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Es, entonces, ante este panorama de colisión, entre el derecho de exigir un mayor reconocimiento, como exigir un conservadurismo extremo; que nos damos cuenta que esta cuestión no será decidida a través de posturas y las diversas manifestaciones sociales; sino que, únicamente se alcanzará a través del mecanismo idóneo para regular una expresión de la realidad humana, dentro de las sociedades actuales.
Socialmente, no se trata de establecer si un grupo está equivocado o no; no se trata de evidenciar la falta de pensamiento de un lado o el excesivo liberalismo y distorciones que el otro realiza; no se trata de determinar que la derecha religiosa y conservadora debe prevalecer o que la izquierda desinteresada de las tradiciones y constante reformadora de realidades, subsista sobre toda señal de permanencia.
Este tema, por estas cuestiones, debe ser sometido al control de la ley; a la manifestación de las normas jurídicas a efecto de que regulen las conductas humanas, en cualquiera de sus representaciones.
Resulta necesario, por lo tanto, que el Estado intervenga a efecto de regular la práctica —como se dijo— reiterada que llevan día a día las parejas de hombres o mujeres. Es innegable que, el matrimonio es una institución —no un contrato— cultural y jurídicamente compuesto entre dos personas de diferentes sexos (al menos analizado en su concepción tradicional); sin embargo, la evolución social, generada en los niveles individuales y reflejada a nivel grupal, nos lleva a romper paradigmas que han estado presentes con el paso de los años. Nadie cuestiona ahora el derecho al voto de las mujeres, o su derecho a trabajar; pero eran realidades no permitidas, repudiadas, e incluso sancionadas, hace sesenta, setenta u ochenta años.
¿Por qué no podemos aceptar, entonces, que la realidad es otra? ¿Por qué nos cuesta trabajo entender que las estructuras sociales —y las construcciones que no son generadas por seres superiores de rayos, fuego o con coronas de espinas; sino por los hombres y mujeres que habitamos el planeta—, las manifestaciones humanas, cambian?
¿Somos tan ajenos a nuestro propio desarrollo, evolución y logros, que todavía acudimos a aquellos dueños de los rayos y el fuego para atribuirles la culpa o la gloria de lo que sucede en nuestra tierra, en nuestras ciudades, en nuestro mundo? Las estructuras e instituciones cambian, no permanecen estáticas, porque la sociedad —quien les da vida— no permanece estática.
Entonces, aceptamos que las cosas ya no son las mismas, los “adultos” siempre dicen, y son los primeros que parecen no ajustarse a ese cambio constante —con sus honrosas excepciones—.
Aceptamos que, el matrimonio es un concepto jurídico y que, como tal, está diseñado a brindar protección a los miembros de la sociedad. Pues, una cosa es innegable, todos formamos parte del grupo social, les guste a algunos o les desagrade a otros.
Aceptamos, además, que la familia —término amplísimo y sumamente viejo— no es la base del matrimonio, pues aquella ni siquiera se encuentra definida jurídicamente en ningún ordenamiento (contrario al matrimonio). No encontramos una definición contundente de lo que es la familia, pues es claro que no debemos atender a realidades nominales, sino a un conocimiento relativo de la existencia individual y colectiva, en un tiempo determinado; y, si en base a este razonamiento, la familia homoparental comienza a manifestarse abiertamente, ésta resulta necesaria de protección estatal, por medio del orden jurídico.
Sepamos los fines del matrimonio.
No partimos de la mera reproducción, pues eso denigraría la propia institución a que hacemos referencia a una fábrica de personas, a una producción programada y robótica de la raza humana.
Los fines son muchos más que la sola función reproductiva, pues diríamos entonces que si no somos fértiles o simplemente no deseamos tener descendencia, no estaríamos autorizados para casarnos —no importa que se hable de un hombre y una mujer—. Se debe procurar el apoyo, la ayuda, la compañía… el amor.
Mezclamos ya cuestiones jurídicas y filosóficas, pero atendemos concretamente a las primeras. La igualdad y la libertad, de las cuales somos receptores por nuestra propia naturaleza de humanos, pensantes y como entes meramente sociales, dotados de dignidad; que deben ser garantizadas por el Estado, a través de sus ordenamientos jurídicos. No es posible permanecer por siempre en el discurso social, pues —como ya se dijo— caeríamos en un choque de fuerzas, ambas con posturas importantes y valiosas, y así llegaríamos al subjetivismo en donde cualquier manifestación humana sería correcta y en donde el orden sería sustituido por el caos socialmente aceptado.
Se requiere entonces una respuesta estatal, a fin de regular las realidades que se manifiestan; y esta regulación atenderá —o debiera atender— de manera positiva al grupo que en determinado momento aún es considerado como vulnerable, en términos jurídicos, y con un marco normativo de carácter internacional, según la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Es por estas cuestiones, incluso para salvaguardad derechos internacionalmente reconocidos como inherentes a los seres humanos (que el Estado mexicano está comprometido a reconocer y respetar), que se requiere una efectiva libertad encaminada a dar protección y seguridad jurídica a todos los hombres y mujeres; esto, a fin de dar un paso más hacia un estado de verdadera igualdad y plena tolerancia, dentro de las sociedades del mundo.

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