Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

viernes, 11 de enero de 2013

Reflejo


Entré a la habitación, que para ese momento estaba sumergida en una oscuridad prácticamente total. Me acerqué al pequeño escritorio y encendí la vela que sabía estaba ahí, de pie, firme.
La flama rápidamente tomó un cuerpo consistente y la habitación se iluminó con una deliciosa y cálida luz que intentó llegar a todos los rincones, fríos y oscuros.
Me coloqué de frente al espejo que tengo apoyado en contra de una de las paredes y observé mi rostro. Miré mi reflejo fijamente, de forma paciente, sin prisas ni preocupaciones. Pasé mis dedos por la barba negra y acaricié mis mejillas. Mi piel aún estaba helada, la nevada de la noche prácticamente me había cortado la piel.
Deshice el nudo de mi corbata y la aventé sobre la cama, ya destartalada y sumamente helada para acostarme en esos momentos; abrí los primeros botones de mi camisa y sonreí ante la loca y magnífica idea que llegó en ese momento a mi mente. Acerqué la solitaria veladora hacia un mueble enseguida del espejo. Guardé silencio, de pensamientos, y agucé el oído para asegurarme que nadie más en la casa estaba despierto.
Era un hotelucho en el centro de la ciudad, una mansión ya vieja y azotada por el tiempo, que albergaba a unas cincuenta personas; en su mayoría exiliados de otras latitudes o artistas ingenuos y derrotados como yo. En el último piso había un pintor y un músico, en la habitación al lado de la mía había un escultor y estaba yo, que me consideraba escritor y poeta. Tan solo lo era cuando tenía a mis musas —infinitas botellas de vino— a mi lado.
Al convencerme de que el silencio era lo único que imperaba en aquél enorme edificio, que reproduce el eco hasta de las pisadas de los gatos o perros, sonreí plenamente complacido. Estaba solo, en la penumbra de mi habitación, y solamente tenía el reflejo de un hombre delgado y de estatura promedio que estaba de pie con un traje sucio y gastado, una camisa blanca que ya tenía manchas de sudor y de vino, con zapatos llenos de lodo y con la chaqueta agujerada de una manga.
No me importó. Mi reflejo resultó sumamente cautivador. Es apuesto, pensé mientras me acariciaba el rostro y mi gemelo imitaba mis movimientos.
Aventé la chaqueta a un pequeño sillón que tenía en la esquina de la habitación, enseguida de mi modesto escritorio, y solté los botones que faltaban en la camisa. También cayó al suelo y después la acompañó la prenda interior que traía debajo.
Entonces me sorprendí. Jamás había visto mi cuerpo de esa manera. Todas las mañanas, cuando tomo un baño, veo mi piel, mi pecho, mi abdomen; pero jamás lo había observado como aquella gélida noche, al calor de una pequeña vela.
Acaricié mi cintura, jugué con mi ombligo y pellizqué sutilmente mis pezones. Pasé mis manos por mi pecho y subía y bajaba por mis costados. Era hermoso. Mi cuerpo, de figura natural, con los músculos apenas perceptibles, pero finamente marcados, parecían resaltar con el juego de luces y sombras que ocurría a mi alrededor gracias a la única fuente de luz.
Observé mis hombros, cuidadosamente. Los pequeños lunares, de color café, parecían como si un descuidado pintor hubiera dejado caer unas cuantas gotas de pintura en el cuadro que era mi propio cuerpo. Ahí estaban, mis brazos, mi pecho, mi ombligo.
El vello que partía mi cintura desaparecía debajo de mi pantalón y mi ropa íntima. Desabotoné el pantalón y lo dejé caer al pantalón, me deshice de él con los pies y lo arrojé cerca de la pila donde estaba el resto de mi ropa. Solamente tenía mi ropa interior, blanca. El frío de la habitación no me molestaba en absoluto, en ese momento todo se convirtió en una escena deliciosamente erótica.
Encontré a la figura que tenía frente a mí, magistralmente seductora. El joven era delgado, de piel clara, que reflejaba los amarillos rayos del diminuto sol que ardía a escasos centímetros de mí. Tenía un cuerpo bien formado, por el solo paso de los días y la vida. Sus brazos eran finos, pero demostraban fuerza y firmeza pues las venas saltaban en sus manos.
La barba enmarcaba un rostro afilado y hacían juego con los rizos de su cabello castaño. Los pezones y su ombligo estaban un poco rodeados de vello, pero en general su cuerpo carecía de pelaje.
Entonces lo quise hacer, quería verlo completamente desnudo.
Mis manos tomaron la prenda blanca y despojaron al cuerpo de ella. Ahí estaba, era una belleza. Me tenía completamente hipnotizado. La mata de pelo negra rodeaba perfectamente un miembro que colgaba libremente. Sus piernas demostraban fuerza, acostumbradas a correr repentinamente gracias a los constantes problemas que el joven tenía con los demás. Sus pies eran también denotaban una firmeza que era necesaria para sostener a todo el cuerpo que estaba sobre ellos.
Su miembro, su miembro fue lo que llamó más mi atención. Enfoqué mi mirada y entonces comenzó a despertar.
Sentí un ligero escalofrío, delicioso y perturbador, y entonces aquello comenzó a crecer y a endurecerse.
Era imposible, imposible, me decía a mí mismo, descaradamente me coqueteaba, el muchacho de rizos que estaba frente a mí se me insinuaba abiertamente, me invitaba a explorar la pasión y el deseo.
Entonces llegó a mi corazón, como la gélida tormenta que había afuera, en la ciudad, una puñalada de hielo. Tuve miedo.
Miedo a ser descubierto, miedo a que otros me observaran observarme a mí mismo, contemplarme, erotizarme con mi propia imagen.
Si alguien más me observaba sería mi perdición. Era un momento de la existencia humana en que el placer del cuerpo, la satisfacción de los más perversos y enfermos deseos, estaba totalmente prohibida. No podían observarme así, nadie.
Pero confié en que la puerta estaba cerrada, mi corazón latía con fuerza y sumamente rápido. Recordaba hacer cerrado la puerta.
Sí lo hice. ¿Lo hice?
Pero no podía concentrarme en eso. Ahora debía tocarlo, su figura era simplemente divina. Debía tocarlo.
Puse mi mano alrededor del miembro erecto que ardía, a pesar de la fría habitación; cerré mis ojos y exhalé deliciosamente, feliz.
Otro escalofrío, este más intenso, recorrió mi cuerpo y se perdió en algún lugar entre mi mano y el cuerpo que latía y bombeaba sangre con fuerza.
Inconscientemente, gemí. Gemí en la oscura habitación, quizás demasiado fuerte.
Entonces escuché un pequeño ruido, un rechinido en la vieja madera de las escaleras y el natural sonido de pisadas en la oscuridad.
Guardé silencio, aguanté la respiración y apreté más la mano.
No hice un solo ruido.
Entonces, después de dos pequeños golpes en la puerta —lo suficientemente largos para guardar la compostura de tocar, pero también cortos, pues no tuve oportunidad de negarle la entrada a quien quiera que fuera el intruso—, el hermoso pintor, de cabello azabache abrió intempestivamente la puerta.
Estuvimos los dos, de pie uno frente al otro, hasta que entró a la habitación, cerró la puerta y echó el seguro y yo apagué la vela.

A. A. R.

Enero de 2013

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