[...]
Todos
experimentaban esa unidad que los guiaba hacia un lado y hacia otro; no estaban
solos, pues, al menos tenían a cinco personas más que entendían lo que sucedía;
cosas buenas o malas; tristezas o felicidades. Igual de locos como los demás.
Para
ese momento, Jaime entendía las características específicas de cada uno de sus
amigos y del grupo en general; percibía perfectamente lo que distinguía a sus
camaradas y lo que los hacía únicos; aunque, muy a su pesar, ni siquiera
pudiera decir lo mismo de él. ¿Cuántas veces no sabemos siquiera que tenemos
ojos color café, o verde, o de la miel? ¿En cuántas ocasiones ni siquiera nosotros
podemos describir nuestro rostro, aun y cuando lo vemos todos los días en el
espejo? Jaime, como todos nosotros, de pronto olvidaba el color de sus ojos.
Sin
embargo, había un par de ojos que nunca podía sacar de su mente, pues
permanecía grabado a fuego y música en su alma, como dos espectros que lo
seguían y se empeñaban en acompañarlo a todos lados; incluso cuando él deseaba,
con fuerzas sacadas de la desesperación y la nostalgia, estar solo; incluso en
esos momentos, los ojos de Oscar estaban presentes. En sus párpados, en sus propios
ojos, en su propia vista.
Oscar
siempre insistió en continuar con esa bella costumbre de tumbarse en el pasto y
encender uno o dos cigarros, después de todos los juegos, como para las doce de
la noche. Realmente no fue el gran amigo de Jaime, pero con éste era uno de los
seis fundadores y concretamente siempre estaban ellos dos y Miguel; así que el
tiempo los remontaba a los años de bicicletas, pelotas y rodillas raspadas (que
en realidad no eran tiempos muy diferentes a estos días, salvo, quizás, que entonces
no fumaban); la amistad venía ya desde que Oscar se cambió al barrio, a unos
departamentos que estaban en el último piso del último edificio de la calle
Paseo, la más larga (y desatendida) de la colonia.
Desde
entonces, Oscar, Miguel y Jaime, acostumbraban subir a la azotea del edificio
donde el primero vivía e imaginar aventuras, viajes espaciales, conquistas de
piratas; después, con el paso de los años y el crecimiento de los niños, se
convirtió en el lugar perfecto para aventar globos con agua, huevos y usar sus tira
lilas; y, después, observar las revistas con mujeres desnudas, que eran
penetradas por uno o dos, que Miguel traía de su casa —el hermano mayor de
Miguel era el héroe de los niños de la colonia, tenía tres novias y a los
diecisiete años tuvo su primer hijo—.
Fue
por esa cuestión —llegar a casa de Oscar resultaba muy complicado— que, cuando
a mitad de un juego cayó lesionado al cemento, terminó en casa de Jaime.
Los
muchachos dijeron que lo vieron dar como tres vueltas en el aire, antes de caer
y rodar todavía en la cancha, pero la exageración era siempre un elemento
presente (y constante) entre ellos. Lo más seguro es que se haya torcido el
tobillo y luego cayó con las rodillas, por eso la sangre bajaba a sus piernas. El
partido se suspendió aquella noche, pero Oscar no podía caminar, y sus heridas
debían de ser atendidas, lavadas, las piernas envueltas en vendas.
—Sí
puedo —decía mientras intentaba caminar torpemente—, no es mucho pedo. Llego a
la casa y ya.
Es
la desventaja de convivir tanto tiempo con puros hombres, la necesidad de
demostrar su fuerza física ante todos, te lleva a hacer cosas estúpidas. El dolor
se notaba en su rostro, y Jaime se dio cuenta de eso.
—Vamos
a mi casa, está más cerca que la tuya. No vas a poder subir las escaleras.
Naturalmente
que Oscar no aceptó la primera vez que Jaime le ofreció alojamiento, ni la segunda
ni la tercera. Pero cuando sus calcetas deportivas y tenis se mancharon de
sangre, por unas gruesas gotas que sobrevivieron a la trampa de vellos que eran
sus piernas, aceptó con un casi inaudible está
bien. Quizás por quitarse a todos de encima, quizás porque le dolían las
piernas, quizás por ambas razones. Miguel
y Jaime llevaron a Oscar por la calle, a pesar de sus constantes y para nada
convincentes objeciones.
—No
mamen, ni que me hubiera quebrado las piernas —rezongaba conforme avanzaban y
se alejaban del parque.
Les
pedía que lo dejaran, les repetía que se veían ridículos los tres; y los
muchachos habrían hecho caso, si no se le torciera el rostro de dolor al apoyar
las piernas y si no perdiera el equilibrio con cada paso que intentaba dar.
Quizás
sí había dado tres o cuatro vueltas y rodado tres o cuatro ocasiones, y el
corazón de Jaime se detuvo tres o cuatro segundos para evitarle el dolor y la
angustia, un mecanismo de autodefensa, sentimental e involuntario.
Al
fin llegaron a la casa de Jaime, y lo llevaron directo al baño. Tal vez ahí sí
podría arreglárselas él solo, si no es que estaba ya muy cansado para
mantenerse de pie; además, requería ya mojarse completamente las piernas, había
sangre seca y los vellos estaban arremolinados, traía pequeñas piedras en las
heridas.
—No
necesito bañarme —dijo Oscar con una risa de incredibilidad y juego—.
Ya
se había relajado un poco, su ego ya no estaba en peligro, ni tampoco su
valentía masculina. Ahora que ya no estaban en la calle, a la vista de todos, podía
tranquilizarse un poco. Estaba con sus amigos, con quien compartió años y años
de aventuras —y, por consiguiente, lesiones más graves que esa—; ya no había ningún
problema, ahora sí quería que lo consintieran.
—Pinche
aferrado —le dijo Miguel mientras traía una toalla y una silla de plástico que
estaba (lo sabía) en el cuarto de Jaime—, te chingas y te aguantas.
—Uy
sí, y qué, ¿me van a bañar los dos, como viejito? O es que quieren quitarme la
ropa.
Maldita
sonrisa.
—SÍ—gritó
la voz interna de Javier.
Ya
lo habían visto semidesnudo en otras ocasiones, con su espalda sudada y el
vello —poco y fino, pero firmemente repartido— de su pecho húmedo. Le había
visto en pantaloneras ajustadas que resaltaban su entrepierna y sus glúteos;
pero, en ese momento, deseaba verlo sin ropa, completamente desnudo, como
hombre, no como amigo o como niño que solía quitarse el traje de baño para
nadar por las noches en aquellos días de campo. Deseaba ver la fuerza de sus
piernas, su abdomen ya un poco descuidado; observar su miembro y el pelo negro
que debía rodearlo.
—Báñate
tú —dijo al fin Jaime, en contra de todas sus ansias—. Yo te dije que podías
llegar a mi casa, no que te iba a curar. Supongo que puedes limpiarte solo, no
te quebraste los brazos o las manos.
Miguel
y Jaime lo dejaron solo y cerraron la puerta del baño. Se escuchó el agua
correr y pequeños gemidos de dolor, cuando Miguel dijo que se iba, ya lavado y con unas bandas, podría caminar
mejor y llegaría hasta su casa.
Jaime
no evitó que su corazón saltara de pura emoción.
Después
de echar el seguro de la puerta, regreso a la cocina y tomó unas bandas de una
parte de la alacena. Entonces se detuvo justo a un lado de la puerta del baño. Aún
escuchaba el agua caer, al menos lo que había para esa hora de la madrugada; aunque
lo que lo tranquilizó fue que ya no escuchaba las quejas de dolor, a fin de
cuentas siempre te acostumbras al agua.
Entonces
un impulso lo llevó a abrir la puerta del baño, dejó las bandas en el lavabo y
fue cuando observó a Oscar sentado en la silla, con la cabeza reclinada hacia
atrás y los ojos cerrados. Su respiración era serena, tranquila; disfrutaba del
agua en sus piernas (ya limpias) pues movía sus dedos lentamente.
Jaime
no supo si lo había escuchado entrar o no, pero algo lo llevó a tomar el jabón
que estaba en el piso y a enjabonar su rodilla. Lentamente pasó sus manos sobre
la herida y sintió la reacción del cuerpo de su amigo, se estremeció. Aún
estaba abierta, era carne viva, aunque también sintió la reacción en su propio cuerpo, aunque por motivos
distintos.
Oscar
abrió los ojos y observó directamente a Jaime, quien regresó la mirada pero no
se detuvo. Con una mano continuó masajeándole la rodilla y el muslo, y con la
otra acariciaba su pantorrilla. Ambos rompieron la conexión visual que
mantenían y cada uno continuó con sus pensamientos. Cerró de nuevo los ojos mientras
Jaime se aventuró a acariciar debajo de la tela del short que traía su amigo.
Su entrepierna ardía y su corazón latía con fuerza, lo podía sentir
completamente. Algo maravilloso.
La
ropa de Jaime estaba un poco mojada, el agua caía a su lado, pero no importaba,
nada importaba; en ese momento, infinito y persistente, solo estaban ellos dos.
Así de simple, solo ellos dos.
Pasaron
tres o cuatro segundos y la puerta del baño se cerró, la casa de nuevo se
inundó en oscuridad y silencio.
Agosto de 2013.