Pues bien, esta noche escribo en el rincón de mi café favorito, con una taza ya medio vacía de café ya medio frío. Estoy sentado enseguida de una lámpara de pedestal que expide cálidos rayos de luz amarilla. Delante de mí está todo a la vista, todas los clientes en sus mesas o sillones, con tazas, vasos o platos frente a ellos; o libros, hojas y cuadernos. Unos entran, otros salen, y todos los que permanecen sonríen ante las conversaciones que (seguramente) deben disfrutar.
Veo lo que sucede y no sucede nada, al menos nada fuera de lo cotidiano. Veo a la chica que atiende detrás de la barra, de pronto un tanto lenta cuando se trata de atender una mesa, pero completamente abrumada, cuando debe atender diez, trece o quince mesas; observo a las dos muchachas que están enseguida de mí, con libros y cuadernos por todos lados. Las ropas de invierno ya comienzan a salir de los armarios oscuros, ya se ven bufandas, boinas, abrigos; en las mujeres, botas para esta noche fría y húmeda. Pero la calidez del local es lo que más me agrada, generada por las enormes máquinas de café, las lámparas y, claro, por quienes nos encontramos aquí dentro.
Los clientes piden bebidas calientes, aquellos que llegan para calentar sus manos; los que ya estaban aquí dentro, para continuar con la tranquilidad que una humeante taza de café, té o chocolate, les brinda, para continuar con la calma de la plática de amigos o el disfrute de una lectura en solitario. Sólo uno de todos lee en silencio; sólo uno lee solo.
Rostros conocidos y desconocidos. Amigos que se saludan, como si hiciera mucho tiempo que no se ven. De pronto el local se llena; hay ruido, risas y pláticas que resultan casi indescifrables.
Sentado en un rincón del café, veo lo que sucede y no sucede nada.
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