...
Es,
entonces, ante este panorama de colisión, entre el derecho de exigir un mayor
reconocimiento, como exigir un conservadurismo extremo; que nos damos cuenta
que esta cuestión no será decidida a través de posturas y las diversas manifestaciones
sociales; sino que, únicamente se alcanzará a través del mecanismo idóneo para
regular una expresión de la realidad humana, dentro de las sociedades actuales.
Socialmente,
no se trata de establecer si un grupo está equivocado o no; no se trata de
evidenciar la falta de pensamiento de un lado o el excesivo liberalismo y
distorciones que el otro realiza; no se trata de determinar que la derecha
religiosa y conservadora debe prevalecer o que la izquierda desinteresada de
las tradiciones y constante reformadora de realidades, subsista sobre toda
señal de permanencia.
Este
tema, por estas cuestiones, debe ser sometido al control de la ley; a la
manifestación de las normas jurídicas a efecto de que regulen las conductas
humanas, en cualquiera de sus representaciones.
Resulta
necesario, por lo tanto, que el Estado intervenga a efecto de regular la
práctica —como se dijo— reiterada que llevan día a día las parejas de hombres o
mujeres. Es innegable que, el matrimonio es una institución —no un contrato—
cultural y jurídicamente compuesto entre dos personas de diferentes sexos (al
menos analizado en su concepción tradicional); sin embargo, la evolución
social, generada en los niveles individuales y reflejada a nivel grupal, nos
lleva a romper paradigmas que han estado presentes con el paso de los años.
Nadie cuestiona ahora el derecho al voto de las mujeres, o su derecho a
trabajar; pero eran realidades no permitidas, repudiadas, e incluso
sancionadas, hace sesenta, setenta u ochenta años.
¿Por
qué no podemos aceptar, entonces, que la realidad es otra? ¿Por qué nos cuesta
trabajo entender que las estructuras sociales —y las construcciones que no son
generadas por seres superiores de rayos, fuego o con coronas de espinas; sino por
los hombres y mujeres que habitamos el planeta—, las manifestaciones humanas,
cambian?
¿Somos
tan ajenos a nuestro propio desarrollo, evolución y logros, que todavía
acudimos a aquellos dueños de los rayos y el fuego para atribuirles la culpa o
la gloria de lo que sucede en nuestra tierra, en nuestras ciudades, en nuestro
mundo? Las estructuras e instituciones cambian, no permanecen estáticas, porque
la sociedad —quien les da vida— no permanece estática.
Entonces,
aceptamos que las cosas ya no son las mismas, los “adultos” siempre dicen, y
son los primeros que parecen no ajustarse a ese cambio constante —con sus
honrosas excepciones—.
Aceptamos
que, el matrimonio es un concepto jurídico y que, como tal, está diseñado a
brindar protección a los miembros de la sociedad. Pues, una cosa es innegable, todos
formamos parte del grupo social, les guste a algunos o les desagrade a otros.
Aceptamos,
además, que la familia —término
amplísimo y sumamente viejo— no es la base del matrimonio, pues aquella ni
siquiera se encuentra definida jurídicamente en ningún ordenamiento (contrario
al matrimonio). No encontramos una definición contundente de lo que es la
familia, pues es claro que no debemos atender a realidades nominales, sino a un
conocimiento relativo de la existencia individual y colectiva, en un tiempo
determinado; y, si en base a este razonamiento, la familia homoparental
comienza a manifestarse abiertamente, ésta resulta necesaria de protección
estatal, por medio del orden jurídico.
Sepamos
los fines del matrimonio.
No
partimos de la mera reproducción, pues eso denigraría la propia institución a
que hacemos referencia a una fábrica de personas, a una producción programada y
robótica de la raza humana.
Los
fines son muchos más que la sola función reproductiva, pues diríamos entonces
que si no somos fértiles o simplemente no deseamos tener descendencia, no estaríamos
autorizados para casarnos —no importa que se hable de un hombre y una mujer—.
Se debe procurar el apoyo, la ayuda, la compañía… el amor.
Mezclamos
ya cuestiones jurídicas y filosóficas, pero atendemos concretamente a las
primeras. La igualdad y la libertad, de las cuales somos receptores por nuestra
propia naturaleza de humanos, pensantes y como entes meramente sociales,
dotados de dignidad; que deben ser garantizadas por el Estado, a través de sus
ordenamientos jurídicos. No es posible permanecer por siempre en el discurso
social, pues —como ya se dijo— caeríamos en un choque de fuerzas, ambas con
posturas importantes y valiosas, y así llegaríamos al subjetivismo en donde
cualquier manifestación humana sería correcta y en donde el orden sería
sustituido por el caos socialmente aceptado.
Se
requiere entonces una respuesta estatal, a fin de regular las realidades que se
manifiestan; y esta regulación atenderá —o debiera atender— de manera positiva
al grupo que en determinado momento aún es considerado como vulnerable, en
términos jurídicos, y con un marco normativo de carácter internacional, según
la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Es
por estas cuestiones, incluso para salvaguardad derechos internacionalmente
reconocidos como inherentes a los seres humanos (que el Estado mexicano está
comprometido a reconocer y respetar), que se requiere una efectiva libertad
encaminada a dar protección y seguridad jurídica a todos los hombres y mujeres;
esto, a fin de dar un paso más hacia un estado de verdadera igualdad y plena
tolerancia, dentro de las sociedades del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario