2. La niñez.
Había crecido con el sofocante calor del desierto. Todos los días eran iguales, el sol salía a lo lejos, pasando el desierto, subía por el enorme domo azul que cubría nuestras cabezas y vidas y se llegaba a poner más allá de las montañas. En el océano, como si fuera alguna antorcha que se sumerge en un barril lleno de agua.
Mi padre era empleado de la estación de policía local, y llevaba años en ese mismo lugar. No podía aspirar a más, siendo un ilegal latinoamericano en Estados Unidos sus aspiraciones no eran muchas. Era un tipo rudo, serio y reservado. Según mi madre – con quién llegué a compartir escasos momentos de calidad antes de que muriera – tenía un gran espíritu, un espíritu aventurero y con dedicación al trabajo. Eso fue, claro, antes del accidente que nos dejó a él y a mí, completamente solos. Después de la muerte de mi madre, Armando – mi padre – se volvió más hermético para el mundo, incluso para mí. Durante las cenas en nuestra casa rodante solo hablábamos lo necesario y, aunque fue ya mucho tiempo de eso, recuerdo que estaba sentado frente a mí cortando su carne preguntándome cómo había estado mi día. Solo. Aburrido. Pensaba yo, pero inventaba cualquier cosa que le bastara para que no siguiera haciendo preguntas.
Terminando de cenar se levantaba de la mesa y se dirigía a su pequeño cuarto, encendía la televisión mientras yo limpiaba lo que podía de la cocina – que con el paso del tiempo fue siendo todo lo que en ella había – y después salía a fumar un cigarro, un hábito que le dejó mi madre – afortunadamente – de no fumar dentro de la casa. Eso era en la mayoría de las noches, pero en los fines de semana todo llegaba a cambiar cuando entraba por la puerta ya sea tirando todo a su paso por haber estado horas y horas en el bar o tirando todo por haber pasado toda la tarde cubriendo algún turno en la estación.
Me gustaba estar encerrado en mi habitación cuando él estaba ahí. Me sentía cómodo, me sentía protegido. Aunque más bien prefería los días en que no había nadie y podía ir y venir a mi antojo. Podía ver televisión, tomar algún helado del refrigerador, comer papas fritas o lo que fuera. Era divertido ser libre. En ocasiones solamente me quedaba recostado sobre mi cama escuchando los sonidos que me rodearan y trataba de identificarlos, era muy bueno para ese juego. Mi niñez la pasé solo. Hasta el día en que corrí para siempre de ahí. Hasta que salté por la ventana, justo cuando mi padre abría mi puerta y entraba a mi cuarto, y corrí por la calle prácticamente cubierta de arena.
Ese día había estado recorriendo el lugar que era prácticamente un laberinto de tráileres y camiones. Lo conocía perfectamente. Me había estado metiendo en algunos problemas con los vecinos y me estaba escondiendo de una señora en particular que me había estado acusando de asustar a sus perros, e incluso de matar a uno de ellos. Naturalmente eso era imposible.
Había estado jugando con esos perros, sí, y fue cuando me pude percatar que uno de ellos tenía un cordón sumamente ajustado a su cuello y que tenía problemas para respirar. El animal estaba ahogándose muy lentamente. Incluso del cuello empezó a caérsele el pelo y comenzó a sangrar un poco del lado derecho. Esto – sin explicación alguna – encendió una llama dentro de mí. Sentí que el odio se estaba apoderando de mi cuerpo y de mi mente. Sentí como si una explosión en mi cerebro me hubiera dejado ciego, así que regresé corriendo a nuestro tráiler y tomé uno de los cuchillos con los que mi padre cortaba la carne. Corrí de vuelta empuñando ferozmente el mango del cuchillo y corté la cuerda del pobre animal. Mientras sostenía la cuerda sentí como un golpe en el estómago. Me comencé a sofocar y caí de rodillas sobre la arena amarilla, levanté entonces la vista y vi que el pequeño perro salía corriendo del lugar. Quise entonces hacer lo mismo. Me envolvió una fuerza inexplicable y un deseo de salir corriendo de ahí, tal y como él lo había hecho. Fue cuando contemplé – por primera vez – lo terrible del mundo que estaba viviendo. Después de quedar libre, el animal atravesó la calle, pero nunca llegó al otro lado. Quedó tendido a mitad del camino respirando entrecortadamente. El auto se descontroló más adelante y alcanzó a detenerse, pero era demasiado tarde.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y empecé a gritar con todas mis fuerzas. El dolor en el estómago se hizo más fuerte y comencé a llorar. Estaba temblando completamente. La dueña del animal salió de su tráiler y comenzó a pegarme con lo que quedaba de cuerda. Alcanzó a darme un golpe en mi cara. El odio era demasiado y – arrodillado como estaba – tomé el cuchillo y la amenacé con matarla si volvía a tratar de esa manera a sus perros. Era natural que no le creyeran a un niño que acababa de cumplir ocho años pero en el rostro de la mujer se reflejó el miedo. Dejó caer la cuerda y entró despacio a su casa, tomó de paso al perro que quedaba y se encerró detrás de su puerta de madera.
Después de que me recuperé del dolor asfixiante en mi estómago y del odio que estaba creciendo en mi mente, corrí totalmente atemorizado hacia mi cuarto. Aventé el cuchillo sobre la mesa y entré al pequeño cubículo. Traía todavía la cara sucia por haber estado jugando en la tierra todo el día y con las marcas que las lágrimas habían dejado en mis mejillas. Me miré de frente al espejo y vi que aún seguía temblando, mis ojos seguían llenos de lágrimas y estaban rojos. Mis manos estaban sudadas y cubiertas de arena.
Los gritos de mi padre me asustaron enormemente y lo único que alcancé a hacer fue trabar la puerta con una silla que tenía al lado de mi estrecha cama. Solamente veía con ojos de pánico cómo trataban de abrir la puerta desde afuera. Tenía la respiración agitada y estaba sintiendo de nuevo el dolor en mi estómago. Creía que iba a vomitar, e incluso estuve a punto de hacerlo. El calor era sofocante. Era demasiado estar aguantando algo así. El cuarto – de por sí pequeño – me empezó a encerrar, cada vez más y más. En lo único que pensé fue en el pequeño perro corriendo libremente en cuanto había cortado su cuerda. Recordé como había corrido, sin enfocarme en que había sido arroyado, solamente gravé en mi mente que había corrido, tal vez esos escasos segundos significaron más para él que toda su vida, porque era libre.
Libertad. Fue la única palabra e idea que tenía en mente. Me subí a mi cama, abrí la diminuta ventana y vi la carretera que se dirigía hacia el lado opuesto de Las Vegas. La seguiría. El ruido de la puerta a punto de ceder me hizo darme prisa en mi decisión. No tenía tiempo. Debía actuar en ese instante, si lo iba a hacer ese era el momento.
No tuve tiempo de tomar nada. Dejé mi ropa, dejé mis juguetes – que no eran muchos – y salté al ardiente desierto. Lo único que traía conmigo era un dije de madera que mi madre me había regalado la noche que estuvo en el hospital. Era una luna. La traía amarrada a mi cuello, debajo de mi playera. A mi padre no le parecía correcto que trajera collares.
Corrí con todas mis fuerzas, primero hacia la calle que salía de esa colonia de inmigrantes – principalmente – y delincuentes. Después la seguí hacia una autopista. Recuerdo haber escuchado en algún momento de mi escape el sonido de la puerta de mi habitación romperse y la ronca voz de mi padre gritando mi nombre. Nunca volteé. Corrí tanto, pero con una felicidad enorme en mi pecho, que ni siquiera me detuve a pensar en el cansancio de mis piernas y en el dolor de las plantas de mis pies. Llegué a la autopista y las líneas blancas sobre el asfalto negro me alegraron de una manera inexplicable. Tenía una gran emoción almacenada en mi pecho, sentía que iba a explotar de la risa o del gusto cuando el aire acariciaba mi cara y enredaba aún más mi cabello. Todo en ese momento parecía tan simple. Una simpleza que no había concebido con anterioridad. Dejé que pasaran unos cuantos camiones y que movieran mi pequeño cuerpo con las fuertes corrientes de aire que dejaban detrás de ellos. Cerré los ojos y de nuevo comencé a correr con todas mis fuerzas a lo largo de la autopista. Corrí y corrí. El cansancio poco a poco empezó a detenerme.
En un punto, mis pies me estaban doliendo demasiado. Los pulmones me dolían. Tenía un dolor infernal en mi estómago. Estaba sudando pero tenía frío. Estaba temblando y la vista me estaba fallando. Veía delante de mí dos autopistas, una que corría hacia la derecha y otra hacia la izquierda, como si me estuvieran exigiendo – incluso a través del dolor físico – que tomara una decisión. Me quería decidir, pero no sabía qué tenía que decidir. Veía los dos caminos negros con sus punteadas líneas blancas y después de parpadear veía una sola carretera. Estaba alucinando.
El dolor en mi estómago se intensificó y recuerdo que me recargué en una roca para poder vomitar. Después, no fue un dolor en el estómago sino en mi pecho. Sentía como si mis costillas se fueran a reventar. Mi corazón estaba saltando y golpeando mi cuerpo como un tambor, con mucha fuerza. Empecé a gritar y a llorar de la desesperación.
No sabía qué hacer. No sabía a dónde ir, pero sí sabía – a pesar de mi condición – que no iba a regresar a mi casa. Todo mi cuerpo estaba temblando y el dolor en mi pecho se intensificaba cada vez que estaba detenido, pero mis piernas no tenían la fuerza suficiente para siquiera seguir caminando. No me importó y corriendo evitaba el dolor, seguí corriendo. Llegó un punto en el que mis piernas no aguantaron mi peso y caí de boca al suelo. Recuerdo que estaba caliente. Toqué con las puntas de mis dedos mi labio y alcancé a ver sangre. Mi sangre.
No tuve fuerzas, siquiera, para asustarme. El dolor hizo que todo perdiera color. Todo era como la autopista enseguida de mí, negra y blanca. Dejé de respirar y es cuando de pronto todo quedó en una completa oscuridad.
No podía ver nada. Solo escuchaba mi respiración agitada, y sabía que estaba corriendo, pero eso no podía ser posible. No me podía estar sucediendo eso. No veía nada pero sentía lo que estaba sucediendo. Tuve nuevas fuerzas por un solo minuto – o lo que me pareció un minuto – pero no podía ver absolutamente nada. De pronto, de nuevo sentí otro golpe. Supe que había caído de nuevo al piso. Solo que esta vez, no pude levantarme.
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