Aquellos días, las gotas de lluvia, tan
finas como si fueran del cristal más puro, caían sobre los campos y los bosques;
empapaban el pasto y se adherían a las hojas de los árboles, cual diminutas piedras
preciosas que enaltecían todos los colores. Los riachuelos cobraban fuerza para
unirse a sus hermanos, los ríos, quienes, a su vez, llegaban hasta sus padres,
los grandes océanos de nuestro mundo.
Los palacios siempre resplandecían
después de una tarde de lluvia; y es que las ninfas, hermosas criaturas, salían
a los bosques para embellecerlos de tal manera, tanto si Apolo brillaba en la
bóveda azul, como si las nubes siguieran sobre los valles; el paisaje era hermoso.
Los pequeños sátiros brincaban
en el pasto, correteaban sobre los campos y los pastizales y jugaban en los
riachuelos; mientras, los mayores se ocupaban de los preparativos para la gran
fiesta de Dionisio. Eran días de juegos, música, vino y los más deliciosos placeres
del cuerpo; desde los grandes hasta los más jóvenes, urdían maneras de
sorprender a las ninfas, quienes, lejos de en verdad desear deshacerse de
ellos, se escondían o usaban la magia de los dioses para convertirse en flores
y plantas que crecían debajo de sus pies; eran gotas de lluvia e incluso
hermosos árboles, bajo los cuales, los entretenidos sátiros tocaban alegres
melodías.
Así eran los días en que
se celebraba junto con el gran Dionisio. Así eran aquellos días, en los que la
desgracia o la pena no se encontraban por ningún lugar; días en que la obra de
Ares pasaba desapercibida.
Una de las mañanas,
cuando Apolo apenas iniciaba su ascenso a la cúspide, un pequeño sátiro llamado
Nahn, despertó temprano y descendió de las montañas para llegar hasta el
palacio principal, donde se esperaba la llegada Dionisio. Atravesó los espesos
campos hasta que llegó al claro donde se erguía aquella magnífica edificación.
Tímidamente, limpió sus patas antes de aventurarse a la escalinata de mármol que
lo llevaría al interior del palacio. Una vez dentro, el pequeño sátiro se
arrodilló y lanzó una plegaria a los dioses, tomó luego una vasija y se
encaminó por uno de los pasillos hacia la parte posterior, por donde corría un
río siempre animado y con fuerza.
Nahn se acercó al río,
sumergió la vasija y luego se incorporó. Entonces anheló mojar sus patas en el
río y pidió permiso para entrar en él y jugar un rato; el río le concedió permiso
con una repentina caricia y entonces ingresó, hasta que el agua le llegó a la
cintura. A la distancia, sin observar las orejas puntiagudas, los cuernos que
apenas comenzaban a crecer y la pequeña cola que salía a la superficie, Nahn
podía pasar por cualquier efebo que recorriera las calles de las ciudades
helénicas. Era hermoso.
Nahn se adentró un poco
más río abajo, donde había rocas y pequeñas cascadas, era más divertido.
De pronto, en un
recoveco del río, donde la corriente prácticamente se perdía, cubierto de
hojarasca y hierba crecida, le pareció ver algo, quizás un animal atrapado.
Sacudió su cabeza para
deshacerse del exceso de agua y caminó hacia ese lado del río. Conforme avanzaba,
más se convencía de que había algo ahí, detrás de la maleza; sin embargo, tuvo
que detenerse de manera repentina, en cuanto escuchó el lamento de un humano;
alcanzó a ver su cabeza y los brazos. Lo supo de inmediato, había visto en
otras ocasiones a los humanos, quien estaba ahí era un hijo de Zeus, a unos
cuantos pasos de él, probablemente atrapado.
Nahn dudó en ir en
auxilio del hombre, tenía prohibido acercárseles; sin embargo, algo en su
interior lo urgió a dar unos cuantos pasos más. Se agachó y caminó hacia donde
aquel hombre se encontraba. Ya más cerca, contempló que el hombre estaba
desnudo, su costado estaba herido y no llevaba armadura; a los alrededores no
había espada o casco o escudo, Nahn entonces procedió con mayor cautela, hasta
que resbaló con una roca que pisó y cayó de golpe sobre el suelo del río. El
hombre entonces lo vio.
Su rostro reflejó temor,
intentó volverse, pecho a tierra, para trepar por la ladera del río; sin
embargo, le resultó imposible aferrarse a la tierra mojada y las plantas que se
desprendían con facilidad bajo su peso. Entonces volvió a ver a Nahn, con ojos
de dolor y pánico.
Por su parte, el sátiro
se encontraba agazapado debajo de la superficie del agua, apenas sobresalía de
su nariz hacia arriba. No sabía qué hacer, era un hombre grande, no podría ayudarlo
a salir del agua y la herida se veía mal, debía buscar ayuda. Pensó en las ninfas,
ellas podrían ayudarlo, pero siempre jugaban a esconderse cuando las buscaba
uno de su especie.
Decidió acercarse un
poco más, aunque apenas dio unos cuantos pasos, el hombre se agitó aún más y entonces
una enorme cola de pez saltó por todos lados; salpicaba el agua en todas
direcciones. En lugar de piernas, de la cintura se extendía una cola con
aletas, de color azul, con tonos rojos y violáceos. Entonces Nahn se detuvo,
sonrió ante aquella revelación y decidió incorporarse totalmente. El agua
apenas bajaba de su cintura, mas no lo suficiente para mostrar sus patas de carnero,
pero sí para que una franja de pelo mojado se mostrara alrededor de la cintura
del joven sátiro. Junto con su cola, pequeña, terminada en punta.
Cuando Nahn se acercó a la
criatura, su cola se movía debajo de la superficie, ya más tranquila; la podía
observar a pesar de lo turbia que estaba el agua y de la tierra que se levantaba.
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