Imagen de Robert Vano |
Las notas eran suaves y pausadas al
principio; acompañadas de una voz divina que habría de alegrar el oído de
cualquiera.
La habitación estaba envuelta en una
oscuridad casi total; a través de la ventana, el viento fresco de la noche
envolvía en finas corrientes la piel desnuda del hombre que estaba recostado en
la cama.
Le era difícil conciliar el sueño, a
pesar de la música clásica que escuchaba con tranquilidad. Permanecía quieto,
con su cuerpo desnudo y su mente exaltada; su mano entonces se dedicó a brindarle
placer, sencillo y simple.
A través de un cálido abrazo que le hizo
cerrar sus ojos y suspirar mágicamente, imaginó la firmeza de otro cuerpo junto
al suyo y el cálido aliento de otra boca. Así, con las letras en italiano
retozando dentro de su mente, io ti
penso amore, y mientras la música aumentaba de intensidad, también lo hicieron
sus caricias, rítmicas, feroces; urgentes y calmadas al mismo tiempo.
La dureza de su deseo se encontraba
envuelto en la humedad de su mano, su respiración era entrecortada y sus
gemidos llegaban incluso a delatar el viaje maravilloso, del otro lado de la
puerta cerrada.
Esa voz femenina acariciaba su
mente, como el viento nocturno a su cuerpo; en su mente, sentía otras manos,
otros besos.
Aquellas notas elevadas llevaron su
cuerpo al límite, y juntos alcanzaron el borde de la locura y la plena
satisfacción; después, música y excitación descendieron acompasadas hasta no
ser más que suaves y sensuales susurros. La esencia inerte, que en algún
momento fue cálida, entonces se enfriaba con impotencia, en espera de una
muerte inevitable.
Io
ti penso amore, se
repetía una y otra vez.
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