Ambos brindaron por un año más de
vida. Levantaron sus vasos y sonrieron mutuamente, mientras uno de ellos, de
ojos color café, cabello oscuro y una barba que crecía espesamente a través de su
rostro, le deseaba feliz cumpleaños a quien se encontraba a su lado —en la
mesa, en el camino, en la vida, en los sueños—.
Ese otro, de manos
grandes, un tanto bajo de estatura y ojos de color verde, sonrió en complicidad
y una total felicidad. Llevaba ya ocho años compartiendo los días en que
cumplía un año más y, en esos momentos, se sentía el joven más feliz del mundo;
tenía todo lo que había deseado, aunque no tuviera todo con lo que soñaba.
Sabía que faltaba un buen tramo por andar, debían estar juntos, seguir tomados
de la mano; pero, por el momento, eso bastaba. Su compañía, su sonrisa y su
abrazo.
Además de una deliciosa
cena y una copa de vino.
La noche era fría, una
noche de finales de año, en pleno invierno. Sin embargo, ambos muchachos traían
una cálida sonrisa que enmarcaba a la perfección sus rostros. Condujeron de
regreso a casa, temprano, para descansar esa noche y preparar las festividades del
día siguiente, sería noche vieja.
Cuando llegaron a la
casa, salieron del auto y el corazón del muchacho de ojos verdes se aceleró;
seguramente, el de su compañero también. Entraron y el interior estaba oscuro.
Subieron las escaleras y entraron a la habitación, un poco helada por la falta
de movimiento en ella.
El muchacho de barba se
colocó detrás del otro y lo abrazó por la cintura.
Prefiero
que me desnudes, a desnudarme yo, le
había dicho durante la cena; en ese momento lo puso en práctica.
Comenzó por acariciar su
cadera. Desabotonó la camisa y desnudó sus hombros, le quitó la camiseta
interior y después ambos quedaron frente a frente. El otro hizo lo propio y
quitó el suéter de su compañero, luego la camisa; sintió el calor del pecho
abrasar el suyo.
—Vamos a la cama —dijo
el de barba y ambos se fundieron en un abrazo eterno, debajo de las cobijas.
Las caricias eran frías,
con los dedos helados y las partes del cuerpo que estaban descubiertas. Los
cuerpos tardaron en calentarse, incluso debajo de las sábanas, mas las manos de
uno, que recorrían ávidas el cuerpo del otro, sirvieron a la perfección para
pronto hacerlos entrar en calor.
El contacto de sus
miembros era exquisito, delicioso; encendía los rincones más oscuros de sus
cuerpos y ambos deseaban unirse en un acto puro y sincero.
El muchacho de ojos
verdes estaba recostado sobre la cama, su amante se encontraba sobre él, con
sus ojos anclados en su rostro y cuerpo. Sonreía por la intimidad, por la sensualidad
y la magia del cuerpo desnudo, bañado por la luz de la noche.
Por su parte, el
muchacho abrazaba con sus piernas la cintura del otro joven, pidiéndole que lo
poseyera, que lo tomara en ese momento. Lo había deseado durante todo el día.
Primero, las embestidas
fueron pausadas y profundas. La respiración del joven se entrecortaba y sus gritos
se ahogaban en la garganta. Rasgaba con sus uñas la espalda de su amante y lo
tomaba de los muslos para que tuviera un mayor acceso; lo sentía plenamente, su
rostro estaba encendido.
Entonces los movimientos
de penetración se hicieron más fuertes, agresivos; el muchacho dejó de rodearlo,
con brazos y piernas, y se desplomó en la cama; liberado, con sus brazos
extendidos como los ejes de una cruz y sus piernas sostenidas al aire por el
firme apretón de las manos del joven de barba.
Los gemidos se hicieron
audibles, eran la música pasional de los amantes, mezclados con besos, labios
mordidos y el tenue rechinar de la cama bajo su peso.
Momentos, segundos
interminables, minutos etéreos, todo se resumió en una sola explosión, acompasada
por más embestidas, mucho más rápidas.
Terminaron rendidos, uno
al lado del otro, y entonces intercambiaron más palabras y sonrisas.
—Feliz cumpleaños —dijo
el de barba—, cuando le regalaba un intenso beso.
Las cobijas y sábanas de
la cama, sus cuerpos, ya no estaban fríos. Tenían la temperatura perfecta para
el amor.
—Tú eres mi regalo
favorito —le dijo el muchacho de ojos verdes, mientras ambos estaban de pie
ante la puerta, a punto de despedirse.
El joven apretó suavemente
la entrepierna de su compañero, en donde notó el miembro semierecto que yacía
debajo de aquel calzoncillo.
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