Esa tarde,
el ocaso no tardaría en llegar, aunque no podría apreciarse completamente, pues
en lo profundo del horizonte se alzaba una espesa franja de nubes que lo
cubriría por completo. Eduardo caminaba por la playa, acompañado por Laura, su
hermana menor, quien brincaba feliz con su cabello suelto. En su interior
renacían sentimientos de desesperación y tristeza, envuelto en una rutina que
se extendía por varios meses; día a día envolvían su mente y aquél día le
resultaba casi imposible escuchar lo que la niña decía.
—¡Mira!
¡Una gaviota!
Sí, una gaviota, como si no hubiera visto miles de esas,
pensó Eduardo mientras se esforzaba por mostrar una amigable sonrisa.
Algo
en particular lo agobiaba aquél día, pero todo resultaba una imagen borrosa,
una nube de sentimientos difícil de aclarar. ¿La escuela? ¿Su trabajo de medio
tiempo? ¿Qué?
Estaba
por terminar el semestre y los exámenes no le preocupaban en absoluto; su
trabajo era sencillo, tenía toda la disponibilidad de horario posible, era
mesero en un café; no había problema. Sin embargo, sentía algo clavado en su
pecho, que lo lastimaba al respirar, al suspirar. Recordar.
A
pesar de estar molesto con su madre, por obligarlo —amenazarlo— a que saliera
un rato con su pequeña hermana y dieran una vuelta en la playa, no era eso lo
que en realidad le molestaba. Me hará
bien el aire, pensó Eduardo mientras se subía al auto y lo encendía.
¿Hace cuánto que no caminaba por aquí? Se preguntó
en repetidas ocasiones, mientras hacía memoria para poder ubicarse.
En
una ocasión, él y sus amigos llegaron a la playa para cenar, justo cuando el
sol se ponía en el horizonte. Pero, no, esa no fue la última vez. Quizás aquella
ocasión, cuando se había dejado el cabello largo y había llegado después de la
última aburrida clase del curso, las vacaciones ya habían empezado, no, tampoco.
Extraño. No recordaba la última vez que había estado en ese
lugar y no podía haber pasado tanto tiempo, no podía ser que ya no lo
recordara.
Hasta
que lo vio, a unos cuantos metros de distancia. Entonces supo que no se trataba
de que hubiera olvidado aquel día, sino que no deseaba recordarlo. Todos los
recuerdos, entonces llegaron a la mente de Eduardo.
—¡Dani!
—gritó la pequeña Laura y se soltó de la mano de su hermano.
Corrió
por la arena, con diminutas huellas detrás de ella.
«¡Dani!
¡Dani! —Gritaba la niña, seguramente con una hermosa sonrisa en su rostro.
Daniel
y Eduardo se conocieron en el baile de graduación de éste, hacía ya un año y
medio; aquél era primo de su mejor amigo y fue así que comenzó a formar parte
de su vida, aunque al inicio ambos desconocieran el impacto que ambos tendrían
en cada uno.
Era
un muchacho dedicado al deporte desde que era pequeño. Mostraba una figura
atlética, de manera discreta pero a la vez evidente; su sonrisa era encantadora,
al menos así le pareció a Eduardo cuando lo vio; tenía ojos de soñador y unas
manos de trovador. Todo lo que Eduardo había deseado en sus noches de soledad. Desde
aquél momento, su historia se empezó a escribir por sí misma.
En
días y meses siguientes, Eduardo asistía a reuniones familiares en casa de
Daniel; o divertidas fiestas de noche. Tiempo después, en una noche en que el
cielo se fundía en nubes y lluvia, Eduardo corría por la acera hacia su casa,
cuando un auto pasó enseguida de él.
El
auto se detuvo unos pocos metros adelante y condujo de regreso, se paró justo
enseguida del muchacho y una ventanilla se abrió. Sube, te llevo, le dijeron desde el interior; era Daniel. Su
corazón entonces estaba desbocado, aunque era más por el nerviosismo que por la
carrera que llevaba antes de detenerse.
Ambos
platicaron y rieron, y por capricho de la vida o por alguna afortunada
coincidencia, terminaron en esa misma playa, con la lluvia empapando la arena.
Se
bajaron del auto y corrieron por toda la arena hasta el mar, que estaba un poco
agitado. Todo fue como debía de ser, todo de acuerdo al tiempo en que tenía que
acontecer, y Eduardo estuvo agradecido por eso. Pero fue más agradecido cuando
sintió las manos de Daniel en su espalda, mientras se mecían por las olas del
océano.
Así
fue como se besaron por primera vez.
Después
de ese día, un fin de semana, los padres de Daniel estaban fuera de la ciudad y
debía haber una fiesta en su casa, una de tantas; su primo invitó a Eduardo —después
de que Daniel personalmente lo hiciera—, y éste aceptó de buena gana, con una
sonrisa ciega e invisible en su rostro.
Cuando
llegaron al lugar, como era de esperarse, Eduardo se percató de que no conocía a
una sola persona. Aunque esa situación en realidad no representó mucho
problema, el primo de Daniel no tardó en desaparecerse con alguna joven y Eduardo
se quedó solo, con un vaso con licor en las manos y completamente fuera de
lugar.
Pero
reconoció la voz que escuchó detrás de él. ¿Por
qué estas solo? Preguntó Daniel, y Eduardo se sorprendió al ver la sonrisa del
muchacho y sus labios que ya había probado. En ese momento todo se detuvo, la
música, los gritos, las risas.
Al
siguiente instante, contemplaba la decoración de la habitación de Daniel. Todo
tan arriesgado. ¡Era demasiado! Pero ambos siguieron adelante; la puerta se
cerró y ambos sonrieron cuando estuvieron frente a frente.
Después
de unos cuantos interminables minutos, Eduardo sintió las manos de su compañero
recorrer partes de su cuerpo que le ocasionaron deliciosos escalofríos. Su
cintura, abdomen, pecho, hasta llegar a los brazos. Aquellos labios lo consumieron
con ansias insaciables y su cuerpo clamaba a gritos el suyo.
La
playa quedaba a espaldas de la casa, así que —como un favor especial— Eduardo
le pidió que fueran ahí. A ese lugar en donde lo besó por primera vez.
Al
llegar, Daniel se quitó la ropa y para el final de la noche ambos
experimentaron el más delicado éxtasis que pudieran alcanzar.
[...]
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