Cada una dibujará un pedazo de realidad. |
Era de noche
y las nubes cada vez se hacían más amenazantes, aunque no muchos lo pudieran
notar. El olor en el ambiente, a tierra mojada, le hizo recordar otro lugar,
otro momento. Ese hecho lo transportó hasta la costa, a un lugar del que
siempre ha estado enamorado.
Enamorado,
una palabra con nueve letras que ya tendrá su propia historia.
Veía
los rayos caer en las afueras de la ciudad; esa noche estaba con sus amigos, con
ideas y meditaciones clavadas en su mente. Los presentes hablaban —o discutían
algo seguramente sin sentido—, sin reparar siquiera en su presencia. De pronto
todos reían, alzaban la voz, o encendían cigarrillos; el ambiente se percibía
agradable, a pesar de la discusión que de pronto parecía acalorarse.
Él
también estaba cómodo donde se encontraba —en realidad no es una persona que se
cierre a las relaciones con los demás—, solo que para ese momento se preguntó
si alguien se daría cuenta si de pronto se retirara.
Quiso
obtener una respuesta.
Atravesó
la puerta hacia el patio de la casa. Era enorme, con enredaderas a lo largo y
alto de las bardas, con un frondoso árbol en una de las esquinas y el cuadro
verde completamente despejado. Recordó que años atrás, él y sus amigos,
llevaron a cabo una excursión a lo más profundo de la selva y la sabana, tenían
nueve años y era verano. Fue el viaje más intenso y mágico que haya vivido, justamente
dentro de ese patio.
Se
sentó en un pequeño sendero de piedra que enmarcaba el cuadro de pasto; daba
pequeños sorbos a su vaso y vio a los pequeños de nueve años correr por todos
lados, armaron la tienda de campaña, desempacaron todas las cosas que habían
traído —juguetes y comida—; todos deseaban encender la fogata.
¡Vamos papá! ¡Rápido! Gritó él
mismo esa tarde.
Cuando
comenzaron a bailar las lenguas de fuego, perdió la noción del tiempo, se
sintió hipnotizado por el color y el sonido. Esa noche soñó con fuego.
El
sonido del trueno a lo lejos lo sacó repentinamente de la profundidad de sus
pensamientos. Regresó al ahora, y vio el patio oscuro, la tienda no estaba y el
fuego se había apagado. Solo estaban encendidas unas cuantas luces alrededor
del jardín. Sonrió y siguió bebiendo.
Supo
que pronto comenzaría a llover, así que se puso de pie —pensó en entrar a la
casa— y avanzó hacia la mitad del jardín. Se sentó y después se recostó completamente
para observar las nubes oscuras que ya estaban sobre él, teñidas de una mezcla
de color rojo y naranja; agradeció las luces de la ciudad.
Sintió
primero una tímida gota en su brazo, poco después, otra a la mitad de su pecho.
Al siguiente instante toda una manada lo atacó en todo el cuerpo. Pensó en todo
en ese momento, en su familia, en sus amigos. Pero se dio cuenta que —egoístamente—
ese no era momento para ellos, era tan solo para él, nadie más.
De
alguna manera, dejó todo pensamiento ajeno a su persona de lado y se concentró
en lo que él quería, en lo que haría, en lo que diría. Comenzó a enfocarse en cada
parte de su cuerpo, desde las puntas de los dedos, que acariciaban el pasto;
hasta sus pies descalzos, que respiraban y lo invitaban a bailar ahí mismo, en
ese momento.
Su
cabello se mojó, igual que su ropa, su playera y su pantalón. Con los ojos
cerrados es más fácil entender el significado de tantas cosas, y de pronto recordó
su cumpleaños número dieciocho. Sopló las velas y la fiesta empezó. Llegó el
alcohol, la cerveza, la carne estaba sobre el asador, al parecer los invitados
ya habían llegado, pero faltaba alguien. ¿Es
muy temprano para romperme? Le preguntó su corazón, pero lo calló con un
vaso vodka.
Hablaba
con un compañero de la escuela y de pronto cubrieron sus ojos, unas manos firmes,
pero suaves al tacto. Lamento haberme
perdido el pastel.
Desde
ese momento, con los ojos cerrados, experimentó una de las sensaciones más
maravillosas. Aquella noche fue perfecta, terminó con esa persona en sus brazos
y hablando de tantas cosas, debajo del tejaban que tenían sobre el asador en
una esquina del jardín.
Mientras
se mojaba bajo la lluvia, recordó aquella lejana sensación, ¿qué era? Se preguntó. Entonces, esa
pequeña vocecita que siempre tendemos a olvidar —o evitar— contestó: era amor, le dijo y se calló por el
resto de la noche. Aunque se lamentó que no todo el mundo fuera capaz de
experimentarlo, también se alegró por aquellos que vivían con eso diariamente.
Seguía
tendido sobre el jardín, ya ni siquiera tomaba de su vaso con hielos. Se
concentró en su cara; y por un solo instante, un mágico momento, sintió el
tacto de cada una de las gotas que golpeaba su cara. Cada una de ellas, como si
fueran puntos tratando de pintar un dibujo. Las distinguió todas.
Pensó
en lo que había hecho últimamente —no toda su vida, es imposible—, pero
principalmente se concentró en las decisiones que había tomado. Supo que eran
buenas, y me consta que eran decisiones acertadas. Quiso preguntarle de nuevo a
esa vocecilla qué estaba mal. Pero esta vez no hubo respuesta, aunque realmente
no fue necesario.
Supo
que en la mayoría de las veces tomó la firme decisión de hacer algo pero nunca lo
llevó a cabo; nunca aplicó lo que se había decidido a hacer. Un desperdicio
diría yo, pues la existencia de una persona no se debe a sus ideas, no son los pensamientos
ni las determinaciones o costumbres, como entes aislados de tu cuerpo, como
lugares abstractos alejados de la esencia del ser; al contrario, lo que en
realidad define a una persona es todo su conjunto, esas características fusionadas
para conformar un solo ente.
Se
debe ser congruente para dar primero un paso y luego el otro.
Pensó
que no era posible caminar, si cada pie se moviera al mismo tiempo y hacia
lugares distintos. Entonces lo entendió, la congruencia es una parte
fundamental para el avance y el crecimiento humano.
Aunque
no podía verlos, sentía los rayos que estaban sobre él y tomó una nueva
decisión, empezaría por no perderse las cosas simples que lo rodeaban. Así fue
como sucedió, se empezó a dar ese cambio del que hablaba, empezó a ser
congruente con solo abrir sus ojos. Las gotas se lo impedían, pero no le
importó trató de tener los ojos abiertos y guardó las imágenes de los rayos que
atravesaban el cielo como rasgaduras en un lienzo.
Fue
una noche tranquila y se sintió renovado.
Aunque
no se movía de ese lugar, ni cambió de postura, viajó por todo el mundo; llevó
su mente al océano, cuando había nadado en la noche; regresó de pronto a otro
lugar mojado y se vio a si mismo participar en las competencias de natación.
Después
llegó hasta el atrio de la catedral de la ciudad. Atravesó las puertas y a su
alrededor solamente había oscuridad; traía la ropa mojada y el agua escurría
desde su cabello, sobre la cara, aunque no había lluvia afuera. Entró asustado,
quería gritar y pedir ayuda; empezó a tranquilizarse con el eco que ocasionaban
sus pisadas sobre la baldosa blanca con negro que se extendía frente a él, por
atrás, a los lados. Vio a su izquierda luego a su derecha, al final del pasillo
central estaba sentado alguien, en los escalones al pie del altar.
Atravesó
decididamente el ala principal del edificio. En su mente se formaba una idea de
quién era esa persona —no sabía cómo, pero estaba seguro que lo esperaba a él—.
Hola hijo… le habló el hombre, estaba tranquilamente sentado con
ese traje azul que lo hacía verse distinguido. Su hijo cayó de rodillas ante
él, en el frío piso, pero el hombre se incorporó rápidamente y le tendió la
mano, lo ayudó a levantarse y lo invitó a sentarse con él.
Sé lo que eres y sé en quién te has convertido; no
dejes, nunca, que alguien llegue y te quite eso. Porque yo te hice, y tú te
moldeaste solo. Veo lo que haces, veo lo que tú ves y doy los mismos pasos que
das tú.
No te avergüences, todos hemos hecho cosas de las que
nadie más sabe; mejor alégrate, porque me tienes a mí para compartir las
alegrías, la pena y la vergüenza de lo que hagas. Eres afortunado, porque no estás
solo.
Papá… dijo él con un hilo de voz. El sonido de su alrededor lo
trajo de regreso, se levantó agitado y… no estaba asustado; más bien tranquilo,
contento. El vaso estaba tirado a su lado sobre el pasto mojado y por la cara
le caían gotas y gotas, pero supo reconocer cuáles eran de lluvia y cuáles de
lágrimas suyas.
Su
padre ya no estaba con él y esa noche lo había visto, deseaba tanto seguir
conversando con él. Supo que no era el momento para que hablara, sino más bien
dejaría que su padre le dijera que todo saldría bien… a pesar de estar entre
sueños, hasta el día de hoy, recuerda palabra por palabra lo que le dijo su
padre en esa iglesia.
Le
sonrió y entonces supo que las gotas de lluvia eran las caricias que le daba en
la cara; eran los pellizcos de afecto que le daba en los cachetes cuando era
pequeño y que tanto le molestaban. Esas gotas eran el golpe en una mejilla
cuando tuvo una discusión con él, pero también eran los millones de besos que
le daba cada noche, hasta que murió.
No
estuvo triste. Sonrió al recordar esas cosas, levantó la vista y pidió por más
caricias.
Se
levantó del suelo, tomó el vaso y atravesó el jardín hacia la casa, ni siquiera
había reparado en la música estruendosa que estaba dentro.
Se
acercó a las puertas y en lo que sacudía sus ropas —con algo de gracia, como Pelos, el perro que tenía de niño— levantó
la vista, se sorprendió al ver tan cerca al muchacho.
—Lo
siento, no te vi —le dijo.
—No,
perdón, no me había fijado —contestó él.
—¿Qué
hacías afuera? Está lloviendo a cántaros.
—Lo
sé, solo… se me ocurrió salir un poco —dijo, y comentó casi con un susurro—
nadie supo que no estaba.
—Buena
fiesta, pero creo que no nos conocemos. ¿Salimos a tomar algo? —Le preguntó con
una sonrisa; ya que, que más daba si ya estaba todo mojado.
—Claro,
me gustaría… ¿quieres sentir unas caricias?
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