Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

domingo, 28 de diciembre de 2014

Recuerdos en la arena II

[...]
Una tarde que amenazaba lluvias, Eduardo caminaba por la playa, por esa misma playa; el viento revolvía su cabello, la playera ondeaba un poco fuerte. Iba descalzo, como siempre lo hacía, gracias a un gusto particular de sentir el cosquilleo en las plantas de sus pies; veía el suelo, en búsqueda de objetos olvidados, piedras o algo más que pudiera tomar. Las nubes subían desde mar adentro, hacia la ciudad.
Al levantar la vista, un poco retirado de donde él se encontraba, estaba Daniel; abrazaba y sujetaba entre sus brazos a una chica de cabello largo y rojo. Se detuvo en seco, le llegaron miles de imágenes a la mente y también miles de ideas.
Es mío, es mío, es mío. Pensó una y otra vez, solo que la impresión no le permitió actuar en ese momento.
Sintió en su muñeca derecha, una pequeña cadena —regalo de cumpleaños que Daniel le había entregado— la acarició por última vez, soltó el broche y la sujetó con el puño. Entonces se encaminó decidido hasta donde ambos se encontraban y llegó al lado de la pareja. Los sonidos de las pisadas en la arena no lograron interrumpir aquel beso solitario.
Delicioso, pensó Eduardo, sus labios; solo podía concentrarse en las dos personas que tenía frente a él.
Su lengua, su aliento, apretó más la cadena. Se detuvo firmemente y extendió el brazo, su cuerpo perfecto, sus músculos; lo colocó sobre el hombro, su rudeza y gentileza, tiró de él e hizo que girara, su piel, su cuerpo, es mío…
El rostro de la joven estaba lleno de sorpresa, no sabía quién era aquél estúpido que había interrumpido el primer beso que jamás tendría con ese maravilloso muchacho. Su mano envolvía su delicado brazo y ella lo veía con ojos desorbitados. Qué le pasa, ­pensó.
Eduardo extendió la palma de su mano y delante de ella dejó caer la cadena; con los ojos en lágrimas, suspiró profundamente y dijo: espero que te regale algo mejor que a mí.

Todas esas imágenes atravesaron la mente de Eduardo, precipitadas, en vorágines de destellos que parecían desarmarlo inmediatamente, mientras veía a su hermana correr hacia Daniel.
El miedo, el enojo, la angustia y la desilusión se habían apoderado de su mente y su cuerpo; no pudo hacer nada, solo permanecer de pie eternos segundos, mientras observaba a Daniel arrodillarse frente a Laura. La pequeña corría y corría. Daniel estiró sus brazos para recibirla.
—¿Por qué no has venido a visitarme? —Preguntó ella en cuando pudo envolver el cuello de Daniel en un sincero abrazo.
Estaba en verdad feliz en volverlo a ver; después de todo, había pasado mucho tiempo junto con Eduardo en su casa.
—¡Mira, es Dani! —Se dirigió primero a su hermano, quien ya había recuperado el movimiento, y luego a Daniel— ven a cenar con nosotros. ¿Verdad que puede venir?
Eduardo regresó la mirada y se perdió de nuevo en los ojos cautivadores y la sonrisa de Daniel. Recorrió su cuerpo, bronceado y atlético, con la mirada y recordó lo maravilloso que era estar a su lado. Pero también recordó lo doloroso que fue enfrentarle en lágrimas silenciosas.
—Laura, es tarde… tenemos que regresar —dijo mientras tomaba de la mano a la niña quien puso una cara de tristeza.
—Eduardo… —dijo Daniel — he querido hablar contigo. Lo siento.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó Laura, pero en esa ocasión Daniel no le prestó atención, la niña miraba primero a su hermano luego a Daniel, luego a su hermano.
­—Sí, Daniel, ¿por qué lo sientes? ¿Qué sientes? —Inquirió Eduardo mientras jalaba a su hermana para que no escuchara— ¿por romper mi corazón? ¿O por no preocuparte en repararlo?
Eduardo giró y caminó de nuevo por donde habían llegado. Entonces recordó el motivo por el que había decidido olvidar la última vez que llegó a esa playa. Le resultaba demasiado doloroso.
—¿Por qué ya no eres amigo de Dani? —Preguntó Laura— es muy bueno.
—La gente buena no te hace llorar Laura y quien lo hace no merece ser perdonado —contestó Eduardo y siguió caminando.
—Tú me haces llorar, y siempre te perdono.
—¿Por qué me perdonas? —Preguntó instintivamente Eduardo, aunque dentro de él, temía escuchar la respuesta.
—Porque te quiero tonto.

El recuerdo aún lo atormentaba. La besaba y abrazaba de la misma manera en que lo había besado y abrazado a él.
Aunque aquellas enormes palabras, de su pequeña hermana, daban vueltas y vueltas en su mente. Entonces se levantó de su cama, tomó su teléfono y marcó el número. Contestó una voz cansada y adormilada.
—Disculpa la hora… —dijo Eduardo casi en un susurro.
—Creí que no te volvería a escuchar.
—Por poco y no lo haces —respondió Eduardo, con sus ojos llenos en lágrimas.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Daniel desde el otro lado de la línea.

—Porque te amo tonto.


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