[...]
Una
tarde que amenazaba lluvias, Eduardo caminaba por la playa, por esa misma
playa; el viento revolvía su cabello, la playera ondeaba un poco fuerte. Iba
descalzo, como siempre lo hacía, gracias a un gusto particular de sentir el
cosquilleo en las plantas de sus pies; veía el suelo, en búsqueda de objetos
olvidados, piedras o algo más que pudiera tomar. Las nubes subían desde mar
adentro, hacia la ciudad.
Al
levantar la vista, un poco retirado de donde él se encontraba, estaba Daniel; abrazaba
y sujetaba entre sus brazos a una chica de cabello largo y rojo. Se detuvo en
seco, le llegaron miles de imágenes a la mente y también miles de ideas.
Es mío, es mío, es mío. Pensó una y
otra vez, solo que la impresión no le permitió actuar en ese momento.
Sintió
en su muñeca derecha, una pequeña cadena —regalo de cumpleaños que Daniel le
había entregado— la acarició por última vez, soltó el broche y la sujetó con el
puño. Entonces se encaminó decidido hasta donde ambos se encontraban y llegó al
lado de la pareja. Los sonidos de las pisadas en la arena no lograron
interrumpir aquel beso solitario.
Delicioso, pensó Eduardo, sus
labios; solo podía concentrarse en las dos personas que tenía frente a él.
Su lengua, su aliento, apretó más
la cadena. Se detuvo firmemente y extendió el brazo, su cuerpo perfecto, sus músculos; lo colocó sobre el hombro, su rudeza y gentileza, tiró de él e hizo
que girara, su piel, su cuerpo, es mío…
El
rostro de la joven estaba lleno de sorpresa, no sabía quién era aquél estúpido
que había interrumpido el primer beso que jamás tendría con ese maravilloso
muchacho. Su mano envolvía su delicado brazo y ella lo veía con ojos
desorbitados. Qué le pasa, pensó.
Eduardo
extendió la palma de su mano y delante de ella dejó caer la cadena; con los
ojos en lágrimas, suspiró profundamente y dijo: espero que te regale algo mejor que a mí.
Todas
esas imágenes atravesaron la mente de Eduardo, precipitadas, en vorágines de
destellos que parecían desarmarlo inmediatamente, mientras veía a su hermana correr
hacia Daniel.
El
miedo, el enojo, la angustia y la desilusión se habían apoderado de su mente y
su cuerpo; no pudo hacer nada, solo permanecer de pie eternos segundos, mientras
observaba a Daniel arrodillarse frente a Laura. La pequeña corría y corría. Daniel
estiró sus brazos para recibirla.
—¿Por
qué no has venido a visitarme? —Preguntó ella en cuando pudo envolver el cuello
de Daniel en un sincero abrazo.
Estaba
en verdad feliz en volverlo a ver; después de todo, había pasado mucho tiempo
junto con Eduardo en su casa.
—¡Mira,
es Dani! —Se dirigió primero a su hermano, quien ya había recuperado el
movimiento, y luego a Daniel— ven a cenar con nosotros. ¿Verdad que puede
venir?
Eduardo
regresó la mirada y se perdió de nuevo en los ojos cautivadores y la sonrisa de
Daniel. Recorrió su cuerpo, bronceado y atlético, con la mirada y recordó lo
maravilloso que era estar a su lado. Pero también recordó lo doloroso que fue enfrentarle
en lágrimas silenciosas.
—Laura,
es tarde… tenemos que regresar —dijo mientras tomaba de la mano a la niña quien
puso una cara de tristeza.
—Eduardo…
—dijo Daniel — he querido hablar contigo. Lo siento.
—¿Por
qué lo sientes? —preguntó Laura, pero en esa ocasión Daniel no le prestó
atención, la niña miraba primero a su hermano luego a Daniel, luego a su
hermano.
—Sí,
Daniel, ¿por qué lo sientes? ¿Qué sientes? —Inquirió Eduardo mientras jalaba a su
hermana para que no escuchara— ¿por romper mi corazón? ¿O por no preocuparte en
repararlo?
Eduardo
giró y caminó de nuevo por donde habían llegado. Entonces recordó el motivo por
el que había decidido olvidar la última vez que llegó a esa playa. Le resultaba
demasiado doloroso.
—¿Por
qué ya no eres amigo de Dani? —Preguntó Laura— es muy bueno.
—La
gente buena no te hace llorar Laura y quien lo hace no merece ser perdonado —contestó
Eduardo y siguió caminando.
—Tú
me haces llorar, y siempre te perdono.
—¿Por
qué me perdonas? —Preguntó instintivamente Eduardo, aunque dentro de él, temía
escuchar la respuesta.
—Porque
te quiero tonto.
El
recuerdo aún lo atormentaba. La besaba y abrazaba de la misma manera en que lo
había besado y abrazado a él.
Aunque
aquellas enormes palabras, de su pequeña hermana, daban vueltas y vueltas en su
mente. Entonces se levantó de su cama, tomó su teléfono y marcó el número.
Contestó una voz cansada y adormilada.
—Disculpa
la hora… —dijo Eduardo casi en un susurro.
—Creí
que no te volvería a escuchar.
—Por
poco y no lo haces —respondió Eduardo, con sus ojos llenos en lágrimas.
—¿Por
qué lo hiciste? —preguntó Daniel desde el otro lado de la línea.
—Porque
te amo tonto.
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