Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Noche de cumpleaños


Ambos brindaron por un año más de vida. Levantaron sus vasos y sonrieron mutuamente, mientras uno de ellos, de ojos color café, cabello oscuro y una barba que crecía espesamente a través de su rostro, le deseaba feliz cumpleaños a quien se encontraba a su lado —en la mesa, en el camino, en la vida, en los sueños—.
Ese otro, de manos grandes, un tanto bajo de estatura y ojos de color verde, sonrió en complicidad y una total felicidad. Llevaba ya ocho años compartiendo los días en que cumplía un año más y, en esos momentos, se sentía el joven más feliz del mundo; tenía todo lo que había deseado, aunque no tuviera todo con lo que soñaba. Sabía que faltaba un buen tramo por andar, debían estar juntos, seguir tomados de la mano; pero, por el momento, eso bastaba. Su compañía, su sonrisa y su abrazo.
Además de una deliciosa cena y una copa de vino.
La noche era fría, una noche de finales de año, en pleno invierno. Sin embargo, ambos muchachos traían una cálida sonrisa que enmarcaba a la perfección sus rostros. Condujeron de regreso a casa, temprano, para descansar esa noche y preparar las festividades del día siguiente, sería noche vieja.
Cuando llegaron a la casa, salieron del auto y el corazón del muchacho de ojos verdes se aceleró; seguramente, el de su compañero también. Entraron y el interior estaba oscuro. Subieron las escaleras y entraron a la habitación, un poco helada por la falta de movimiento en ella.
El muchacho de barba se colocó detrás del otro y lo abrazó por la cintura.
Prefiero que me desnudes, a desnudarme yo, le había dicho durante la cena; en ese momento lo puso en práctica.
Comenzó por acariciar su cadera. Desabotonó la camisa y desnudó sus hombros, le quitó la camiseta interior y después ambos quedaron frente a frente. El otro hizo lo propio y quitó el suéter de su compañero, luego la camisa; sintió el calor del pecho abrasar el suyo.
—Vamos a la cama —dijo el de barba y ambos se fundieron en un abrazo eterno, debajo de las cobijas.
Las caricias eran frías, con los dedos helados y las partes del cuerpo que estaban descubiertas. Los cuerpos tardaron en calentarse, incluso debajo de las sábanas, mas las manos de uno, que recorrían ávidas el cuerpo del otro, sirvieron a la perfección para pronto hacerlos entrar en calor.
El contacto de sus miembros era exquisito, delicioso; encendía los rincones más oscuros de sus cuerpos y ambos deseaban unirse en un acto puro y sincero.

El muchacho de ojos verdes estaba recostado sobre la cama, su amante se encontraba sobre él, con sus ojos anclados en su rostro y cuerpo. Sonreía por la intimidad, por la sensualidad y la magia del cuerpo desnudo, bañado por la luz de la noche.
Por su parte, el muchacho abrazaba con sus piernas la cintura del otro joven, pidiéndole que lo poseyera, que lo tomara en ese momento. Lo había deseado durante todo el día.
Primero, las embestidas fueron pausadas y profundas. La respiración del joven se entrecortaba y sus gritos se ahogaban en la garganta. Rasgaba con sus uñas la espalda de su amante y lo tomaba de los muslos para que tuviera un mayor acceso; lo sentía plenamente, su rostro estaba encendido.
Entonces los movimientos de penetración se hicieron más fuertes, agresivos; el muchacho dejó de rodearlo, con brazos y piernas, y se desplomó en la cama; liberado, con sus brazos extendidos como los ejes de una cruz y sus piernas sostenidas al aire por el firme apretón de las manos del joven de barba.
Los gemidos se hicieron audibles, eran la música pasional de los amantes, mezclados con besos, labios mordidos y el tenue rechinar de la cama bajo su peso.
Momentos, segundos interminables, minutos etéreos, todo se resumió en una sola explosión, acompasada por más embestidas, mucho más rápidas.
Terminaron rendidos, uno al lado del otro, y entonces intercambiaron más palabras y sonrisas.
—Feliz cumpleaños —dijo el de barba—, cuando le regalaba un intenso beso.
Las cobijas y sábanas de la cama, sus cuerpos, ya no estaban fríos. Tenían la temperatura perfecta para el amor.

—Tú eres mi regalo favorito —le dijo el muchacho de ojos verdes, mientras ambos estaban de pie ante la puerta, a punto de despedirse.

El joven apretó suavemente la entrepierna de su compañero, en donde notó el miembro semierecto que yacía debajo de aquel calzoncillo.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Su imagen

Hacía tiempo que deseaba tenerlo de esa manera; ya eran varios días en los que el deseo crecía en mi interior, deseaba desesperadamente observarlo dormir en mi cama, a mi lado.
Una noche de invierno, por fin sucedió.
Llegamos a mi hogar —sabía que no habría nadie ahí, mis padres llevaban una semana fuera de la ciudad—, entramos y encendí la calefacción de la casa, tomé su gruesa chamarra y junto con la mía las dejé caer sobre uno de los sillones de la sala.
Caminamos juntos, tomados de las manos, hacia mi habitación; para cuando entramos, tenía sus brazos alrededor de mi cintura y besaba lentamente mi cuello. Me detuve y giré, estaba frente a mí, sus ojos me observaban con atención y de sus labios salían unas palabras apenas audibles. Con mis manos acariciando su espalda, lo besé.
Él también me besó, lentamente, sin prisa alguna.
Sin separarnos, llegamos a la cama y me dejo caer en ella, se colocó sobre mí, al tiempo en que introducía sus manos por debajo de mi ropa y sentía mi piel. Comenzó a desnudarme de una forma paciente, pausada, para saborear cada momento que pasaba.
Conforme las horas pasaban, la intensidad de nuestras caricias aumentaba; nos encontrábamos desnudos, sintiendo la piel del otro, bajo el mismo aire denso de la habitación, en una casa sola y helada; nos embriagamos con dulce sabor del deseo y la lujuria, en una plena invitación a un pecado tan divino, que parecía enviado por los mismos dioses.
Me sentía en la gloria. No acariciaba las manos de los ángeles, ni flotaba en las esponjosas nubes del cielo; era amado por manos mortales, sedientas de deseo; no flotaba por el aire sino que reposaba sobre se cuerpo desnudo.
Fui suyo cuando en el momento en que su cuerpo me reclamó, al elevarme al más delicado placer. Fui suyo cuando sus manos recorrieron mi cuerpo con avaricia y un dulce sentido de propiedad; cuando su sexo me hizo entregarme a un mundo de magia, movido por espíritus del cuerpo y la mente.
El amor nos unió aún más, el amor que siento por él, el amor de mi cuerpo por el suyo, el amor que me demostró mientras enfocaba su mirada sedienta sobre la mía, mientras poseía toda su esencia. El amor que sentimos en forma de expolición; el recuerdo del brillo en sus ojos y luego los cerró con fuerza, me privó de ellos por unos segundos, en su rostro se dibujo una expresión de placer deliciosa.
Después de eso, todo quedó en silencio; nuestros cuerpos temblaban, por fin estaban en paz.

Me encuentro a un lado de la cama, no tengo idea de la hora que es, solamente sé que las velas que tenía encendidas desde un comienzo, están por extinguirse. Él duerme en mi cama, observarlo detenidamente me resulta tan placentero, tan delicioso, que me cuesta trabajo siquiera hacerlo en estas líneas.
Comencé a escribir esta nota y ahora que la concluyo, me doy cuenta que tengo celos; estoy celoso de los sueños que lo envuelven cada noche, de no ser yo quien lo tomé todas las noches y lo lleve a lugares maravillosos…
Si lo observo detenidamente, su imagen será lo último que quede en mi mente, algún día, cuando la muerte me encuentre.


Recuerdos en la arena II

[...]
Una tarde que amenazaba lluvias, Eduardo caminaba por la playa, por esa misma playa; el viento revolvía su cabello, la playera ondeaba un poco fuerte. Iba descalzo, como siempre lo hacía, gracias a un gusto particular de sentir el cosquilleo en las plantas de sus pies; veía el suelo, en búsqueda de objetos olvidados, piedras o algo más que pudiera tomar. Las nubes subían desde mar adentro, hacia la ciudad.
Al levantar la vista, un poco retirado de donde él se encontraba, estaba Daniel; abrazaba y sujetaba entre sus brazos a una chica de cabello largo y rojo. Se detuvo en seco, le llegaron miles de imágenes a la mente y también miles de ideas.
Es mío, es mío, es mío. Pensó una y otra vez, solo que la impresión no le permitió actuar en ese momento.
Sintió en su muñeca derecha, una pequeña cadena —regalo de cumpleaños que Daniel le había entregado— la acarició por última vez, soltó el broche y la sujetó con el puño. Entonces se encaminó decidido hasta donde ambos se encontraban y llegó al lado de la pareja. Los sonidos de las pisadas en la arena no lograron interrumpir aquel beso solitario.
Delicioso, pensó Eduardo, sus labios; solo podía concentrarse en las dos personas que tenía frente a él.
Su lengua, su aliento, apretó más la cadena. Se detuvo firmemente y extendió el brazo, su cuerpo perfecto, sus músculos; lo colocó sobre el hombro, su rudeza y gentileza, tiró de él e hizo que girara, su piel, su cuerpo, es mío…
El rostro de la joven estaba lleno de sorpresa, no sabía quién era aquél estúpido que había interrumpido el primer beso que jamás tendría con ese maravilloso muchacho. Su mano envolvía su delicado brazo y ella lo veía con ojos desorbitados. Qué le pasa, ­pensó.
Eduardo extendió la palma de su mano y delante de ella dejó caer la cadena; con los ojos en lágrimas, suspiró profundamente y dijo: espero que te regale algo mejor que a mí.

Todas esas imágenes atravesaron la mente de Eduardo, precipitadas, en vorágines de destellos que parecían desarmarlo inmediatamente, mientras veía a su hermana correr hacia Daniel.
El miedo, el enojo, la angustia y la desilusión se habían apoderado de su mente y su cuerpo; no pudo hacer nada, solo permanecer de pie eternos segundos, mientras observaba a Daniel arrodillarse frente a Laura. La pequeña corría y corría. Daniel estiró sus brazos para recibirla.
—¿Por qué no has venido a visitarme? —Preguntó ella en cuando pudo envolver el cuello de Daniel en un sincero abrazo.
Estaba en verdad feliz en volverlo a ver; después de todo, había pasado mucho tiempo junto con Eduardo en su casa.
—¡Mira, es Dani! —Se dirigió primero a su hermano, quien ya había recuperado el movimiento, y luego a Daniel— ven a cenar con nosotros. ¿Verdad que puede venir?
Eduardo regresó la mirada y se perdió de nuevo en los ojos cautivadores y la sonrisa de Daniel. Recorrió su cuerpo, bronceado y atlético, con la mirada y recordó lo maravilloso que era estar a su lado. Pero también recordó lo doloroso que fue enfrentarle en lágrimas silenciosas.
—Laura, es tarde… tenemos que regresar —dijo mientras tomaba de la mano a la niña quien puso una cara de tristeza.
—Eduardo… —dijo Daniel — he querido hablar contigo. Lo siento.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó Laura, pero en esa ocasión Daniel no le prestó atención, la niña miraba primero a su hermano luego a Daniel, luego a su hermano.
­—Sí, Daniel, ¿por qué lo sientes? ¿Qué sientes? —Inquirió Eduardo mientras jalaba a su hermana para que no escuchara— ¿por romper mi corazón? ¿O por no preocuparte en repararlo?
Eduardo giró y caminó de nuevo por donde habían llegado. Entonces recordó el motivo por el que había decidido olvidar la última vez que llegó a esa playa. Le resultaba demasiado doloroso.
—¿Por qué ya no eres amigo de Dani? —Preguntó Laura— es muy bueno.
—La gente buena no te hace llorar Laura y quien lo hace no merece ser perdonado —contestó Eduardo y siguió caminando.
—Tú me haces llorar, y siempre te perdono.
—¿Por qué me perdonas? —Preguntó instintivamente Eduardo, aunque dentro de él, temía escuchar la respuesta.
—Porque te quiero tonto.

El recuerdo aún lo atormentaba. La besaba y abrazaba de la misma manera en que lo había besado y abrazado a él.
Aunque aquellas enormes palabras, de su pequeña hermana, daban vueltas y vueltas en su mente. Entonces se levantó de su cama, tomó su teléfono y marcó el número. Contestó una voz cansada y adormilada.
—Disculpa la hora… —dijo Eduardo casi en un susurro.
—Creí que no te volvería a escuchar.
—Por poco y no lo haces —respondió Eduardo, con sus ojos llenos en lágrimas.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Daniel desde el otro lado de la línea.

—Porque te amo tonto.


Recuerdos en la arena I

Esa tarde, el ocaso no tardaría en llegar, aunque no podría apreciarse completamente, pues en lo profundo del horizonte se alzaba una espesa franja de nubes que lo cubriría por completo. Eduardo caminaba por la playa, acompañado por Laura, su hermana menor, quien brincaba feliz con su cabello suelto. En su interior renacían sentimientos de desesperación y tristeza, envuelto en una rutina que se extendía por varios meses; día a día envolvían su mente y aquél día le resultaba casi imposible escuchar lo que la niña decía.
—¡Mira! ¡Una gaviota!
Sí, una gaviota, como si no hubiera visto miles de esas, pensó Eduardo mientras se esforzaba por mostrar una amigable sonrisa.
Algo en particular lo agobiaba aquél día, pero todo resultaba una imagen borrosa, una nube de sentimientos difícil de aclarar. ¿La escuela? ¿Su trabajo de medio tiempo? ¿Qué?
Estaba por terminar el semestre y los exámenes no le preocupaban en absoluto; su trabajo era sencillo, tenía toda la disponibilidad de horario posible, era mesero en un café; no había problema. Sin embargo, sentía algo clavado en su pecho, que lo lastimaba al respirar, al suspirar. Recordar.
A pesar de estar molesto con su madre, por obligarlo —amenazarlo— a que saliera un rato con su pequeña hermana y dieran una vuelta en la playa, no era eso lo que en realidad le molestaba. Me hará bien el aire, pensó Eduardo mientras se subía al auto y lo encendía.
¿Hace cuánto que no caminaba por aquí? Se preguntó en repetidas ocasiones, mientras hacía memoria para poder ubicarse.
En una ocasión, él y sus amigos llegaron a la playa para cenar, justo cuando el sol se ponía en el horizonte. Pero, no, esa no fue la última vez. Quizás aquella ocasión, cuando se había dejado el cabello largo y había llegado después de la última aburrida clase del curso, las vacaciones ya habían empezado, no, tampoco.
Extraño. No recordaba la última vez que había estado en ese lugar y no podía haber pasado tanto tiempo, no podía ser que ya no lo recordara.
Hasta que lo vio, a unos cuantos metros de distancia. Entonces supo que no se trataba de que hubiera olvidado aquel día, sino que no deseaba recordarlo. Todos los recuerdos, entonces llegaron a la mente de Eduardo.
—¡Dani! —gritó la pequeña Laura y se soltó de la mano de su hermano.
Corrió por la arena, con diminutas huellas detrás de ella.
«¡Dani! ¡Dani! —Gritaba la niña, seguramente con una hermosa sonrisa en su rostro.

Daniel y Eduardo se conocieron en el baile de graduación de éste, hacía ya un año y medio; aquél era primo de su mejor amigo y fue así que comenzó a formar parte de su vida, aunque al inicio ambos desconocieran el impacto que ambos tendrían en cada uno.
Era un muchacho dedicado al deporte desde que era pequeño. Mostraba una figura atlética, de manera discreta pero a la vez evidente; su sonrisa era encantadora, al menos así le pareció a Eduardo cuando lo vio; tenía ojos de soñador y unas manos de trovador. Todo lo que Eduardo había deseado en sus noches de soledad. Desde aquél momento, su historia se empezó a escribir por sí misma.
En días y meses siguientes, Eduardo asistía a reuniones familiares en casa de Daniel; o divertidas fiestas de noche. Tiempo después, en una noche en que el cielo se fundía en nubes y lluvia, Eduardo corría por la acera hacia su casa, cuando un auto pasó enseguida de él.
El auto se detuvo unos pocos metros adelante y condujo de regreso, se paró justo enseguida del muchacho y una ventanilla se abrió. Sube, te llevo, le dijeron desde el interior; era Daniel. Su corazón entonces estaba desbocado, aunque era más por el nerviosismo que por la carrera que llevaba antes de detenerse.
Ambos platicaron y rieron, y por capricho de la vida o por alguna afortunada coincidencia, terminaron en esa misma playa, con la lluvia empapando la arena.
Se bajaron del auto y corrieron por toda la arena hasta el mar, que estaba un poco agitado. Todo fue como debía de ser, todo de acuerdo al tiempo en que tenía que acontecer, y Eduardo estuvo agradecido por eso. Pero fue más agradecido cuando sintió las manos de Daniel en su espalda, mientras se mecían por las olas del océano.
Así fue como se besaron por primera vez.
Después de ese día, un fin de semana, los padres de Daniel estaban fuera de la ciudad y debía haber una fiesta en su casa, una de tantas; su primo invitó a Eduardo —después de que Daniel personalmente lo hiciera—, y éste aceptó de buena gana, con una sonrisa ciega e invisible en su rostro.
Cuando llegaron al lugar, como era de esperarse, Eduardo se percató de que no conocía a una sola persona. Aunque esa situación en realidad no representó mucho problema, el primo de Daniel no tardó en desaparecerse con alguna joven y Eduardo se quedó solo, con un vaso con licor en las manos y completamente fuera de lugar.
Pero reconoció la voz que escuchó detrás de él. ¿Por qué estas solo? Preguntó Daniel, y Eduardo se sorprendió al ver la sonrisa del muchacho y sus labios que ya había probado. En ese momento todo se detuvo, la música, los gritos, las risas.
Al siguiente instante, contemplaba la decoración de la habitación de Daniel. Todo tan arriesgado. ¡Era demasiado! Pero ambos siguieron adelante; la puerta se cerró y ambos sonrieron cuando estuvieron frente a frente.
Después de unos cuantos interminables minutos, Eduardo sintió las manos de su compañero recorrer partes de su cuerpo que le ocasionaron deliciosos escalofríos. Su cintura, abdomen, pecho, hasta llegar a los brazos. Aquellos labios lo consumieron con ansias insaciables y su cuerpo clamaba a gritos el suyo.
La playa quedaba a espaldas de la casa, así que —como un favor especial— Eduardo le pidió que fueran ahí. A ese lugar en donde lo besó por primera vez.

Al llegar, Daniel se quitó la ropa y para el final de la noche ambos experimentaron el más delicado éxtasis que pudieran alcanzar.
[...]

viernes, 26 de diciembre de 2014

Caricias

Cada una dibujará un pedazo de realidad.
Era de noche y las nubes cada vez se hacían más amenazantes, aunque no muchos lo pudieran notar. El olor en el ambiente, a tierra mojada, le hizo recordar otro lugar, otro momento. Ese hecho lo transportó hasta la costa, a un lugar del que siempre ha estado enamorado.
Enamorado, una palabra con nueve letras que ya tendrá su propia historia.
Veía los rayos caer en las afueras de la ciudad; esa noche estaba con sus amigos, con ideas y meditaciones clavadas en su mente. Los presentes hablaban —o discutían algo seguramente sin sentido—, sin reparar siquiera en su presencia. De pronto todos reían, alzaban la voz, o encendían cigarrillos; el ambiente se percibía agradable, a pesar de la discusión que de pronto parecía acalorarse.
Él también estaba cómodo donde se encontraba —en realidad no es una persona que se cierre a las relaciones con los demás—, solo que para ese momento se preguntó si alguien se daría cuenta si de pronto se retirara.
Quiso obtener una respuesta.
Atravesó la puerta hacia el patio de la casa. Era enorme, con enredaderas a lo largo y alto de las bardas, con un frondoso árbol en una de las esquinas y el cuadro verde completamente despejado. Recordó que años atrás, él y sus amigos, llevaron a cabo una excursión a lo más profundo de la selva y la sabana, tenían nueve años y era verano. Fue el viaje más intenso y mágico que haya vivido, justamente dentro de ese patio.
Se sentó en un pequeño sendero de piedra que enmarcaba el cuadro de pasto; daba pequeños sorbos a su vaso y vio a los pequeños de nueve años correr por todos lados, armaron la tienda de campaña, desempacaron todas las cosas que habían traído —juguetes y comida—; todos deseaban encender la fogata.
¡Vamos papá! ¡Rápido! Gritó él mismo esa tarde.
Cuando comenzaron a bailar las lenguas de fuego, perdió la noción del tiempo, se sintió hipnotizado por el color y el sonido. Esa noche soñó con fuego.
El sonido del trueno a lo lejos lo sacó repentinamente de la profundidad de sus pensamientos. Regresó al ahora, y vio el patio oscuro, la tienda no estaba y el fuego se había apagado. Solo estaban encendidas unas cuantas luces alrededor del jardín. Sonrió y siguió bebiendo.
Supo que pronto comenzaría a llover, así que se puso de pie —pensó en entrar a la casa— y avanzó hacia la mitad del jardín. Se sentó y después se recostó completamente para observar las nubes oscuras que ya estaban sobre él, teñidas de una mezcla de color rojo y naranja; agradeció las luces de la ciudad.
Sintió primero una tímida gota en su brazo, poco después, otra a la mitad de su pecho. Al siguiente instante toda una manada lo atacó en todo el cuerpo. Pensó en todo en ese momento, en su familia, en sus amigos. Pero se dio cuenta que —egoístamente— ese no era momento para ellos, era tan solo para él, nadie más.
De alguna manera, dejó todo pensamiento ajeno a su persona de lado y se concentró en lo que él quería, en lo que haría, en lo que diría. Comenzó a enfocarse en cada parte de su cuerpo, desde las puntas de los dedos, que acariciaban el pasto; hasta sus pies descalzos, que respiraban y lo invitaban a bailar ahí mismo, en ese momento.

Su cabello se mojó, igual que su ropa, su playera y su pantalón. Con los ojos cerrados es más fácil entender el significado de tantas cosas, y de pronto recordó su cumpleaños número dieciocho. Sopló las velas y la fiesta empezó. Llegó el alcohol, la cerveza, la carne estaba sobre el asador, al parecer los invitados ya habían llegado, pero faltaba alguien. ¿Es muy temprano para romperme? Le preguntó su corazón, pero lo calló con un vaso vodka.
Hablaba con un compañero de la escuela y de pronto cubrieron sus ojos, unas manos firmes, pero suaves al tacto. Lamento haberme perdido el pastel.
Desde ese momento, con los ojos cerrados, experimentó una de las sensaciones más maravillosas. Aquella noche fue perfecta, terminó con esa persona en sus brazos y hablando de tantas cosas, debajo del tejaban que tenían sobre el asador en una esquina del jardín.
Mientras se mojaba bajo la lluvia, recordó aquella lejana sensación, ¿qué era? Se preguntó. Entonces, esa pequeña vocecita que siempre tendemos a olvidar —o evitar— contestó: era amor, le dijo y se calló por el resto de la noche. Aunque se lamentó que no todo el mundo fuera capaz de experimentarlo, también se alegró por aquellos que vivían con eso diariamente.
Seguía tendido sobre el jardín, ya ni siquiera tomaba de su vaso con hielos. Se concentró en su cara; y por un solo instante, un mágico momento, sintió el tacto de cada una de las gotas que golpeaba su cara. Cada una de ellas, como si fueran puntos tratando de pintar un dibujo. Las distinguió todas.
Pensó en lo que había hecho últimamente —no toda su vida, es imposible—, pero principalmente se concentró en las decisiones que había tomado. Supo que eran buenas, y me consta que eran decisiones acertadas. Quiso preguntarle de nuevo a esa vocecilla qué estaba mal. Pero esta vez no hubo respuesta, aunque realmente no fue necesario.
Supo que en la mayoría de las veces tomó la firme decisión de hacer algo pero nunca lo llevó a cabo; nunca aplicó lo que se había decidido a hacer. Un desperdicio diría yo, pues la existencia de una persona no se debe a sus ideas, no son los pensamientos ni las determinaciones o costumbres, como entes aislados de tu cuerpo, como lugares abstractos alejados de la esencia del ser; al contrario, lo que en realidad define a una persona es todo su conjunto, esas características fusionadas para conformar un solo ente.
Se debe ser congruente para dar primero un paso y luego el otro.
Pensó que no era posible caminar, si cada pie se moviera al mismo tiempo y hacia lugares distintos. Entonces lo entendió, la congruencia es una parte fundamental para el avance y el crecimiento humano.
Aunque no podía verlos, sentía los rayos que estaban sobre él y tomó una nueva decisión, empezaría por no perderse las cosas simples que lo rodeaban. Así fue como sucedió, se empezó a dar ese cambio del que hablaba, empezó a ser congruente con solo abrir sus ojos. Las gotas se lo impedían, pero no le importó trató de tener los ojos abiertos y guardó las imágenes de los rayos que atravesaban el cielo como rasgaduras en un lienzo.
Fue una noche tranquila y se sintió renovado.
Aunque no se movía de ese lugar, ni cambió de postura, viajó por todo el mundo; llevó su mente al océano, cuando había nadado en la noche; regresó de pronto a otro lugar mojado y se vio a si mismo participar en las competencias de natación.
Después llegó hasta el atrio de la catedral de la ciudad. Atravesó las puertas y a su alrededor solamente había oscuridad; traía la ropa mojada y el agua escurría desde su cabello, sobre la cara, aunque no había lluvia afuera. Entró asustado, quería gritar y pedir ayuda; empezó a tranquilizarse con el eco que ocasionaban sus pisadas sobre la baldosa blanca con negro que se extendía frente a él, por atrás, a los lados. Vio a su izquierda luego a su derecha, al final del pasillo central estaba sentado alguien, en los escalones al pie del altar.
Atravesó decididamente el ala principal del edificio. En su mente se formaba una idea de quién era esa persona —no sabía cómo, pero estaba seguro que lo esperaba a él—.
Hola hijo… le habló el hombre, estaba tranquilamente sentado con ese traje azul que lo hacía verse distinguido. Su hijo cayó de rodillas ante él, en el frío piso, pero el hombre se incorporó rápidamente y le tendió la mano, lo ayudó a levantarse y lo invitó a sentarse con él.
Sé lo que eres y sé en quién te has convertido; no dejes, nunca, que alguien llegue y te quite eso. Porque yo te hice, y tú te moldeaste solo. Veo lo que haces, veo lo que tú ves y doy los mismos pasos que das tú.
No te avergüences, todos hemos hecho cosas de las que nadie más sabe; mejor alégrate, porque me tienes a mí para compartir las alegrías, la pena y la vergüenza de lo que hagas. Eres afortunado, porque no estás solo.
Papá… dijo él con un hilo de voz. El sonido de su alrededor lo trajo de regreso, se levantó agitado y… no estaba asustado; más bien tranquilo, contento. El vaso estaba tirado a su lado sobre el pasto mojado y por la cara le caían gotas y gotas, pero supo reconocer cuáles eran de lluvia y cuáles de lágrimas suyas.
Su padre ya no estaba con él y esa noche lo había visto, deseaba tanto seguir conversando con él. Supo que no era el momento para que hablara, sino más bien dejaría que su padre le dijera que todo saldría bien… a pesar de estar entre sueños, hasta el día de hoy, recuerda palabra por palabra lo que le dijo su padre en esa iglesia.
Le sonrió y entonces supo que las gotas de lluvia eran las caricias que le daba en la cara; eran los pellizcos de afecto que le daba en los cachetes cuando era pequeño y que tanto le molestaban. Esas gotas eran el golpe en una mejilla cuando tuvo una discusión con él, pero también eran los millones de besos que le daba cada noche, hasta que murió.
No estuvo triste. Sonrió al recordar esas cosas, levantó la vista y pidió por más caricias.
Se levantó del suelo, tomó el vaso y atravesó el jardín hacia la casa, ni siquiera había reparado en la música estruendosa que estaba dentro.
Se acercó a las puertas y en lo que sacudía sus ropas —con algo de gracia, como Pelos, el perro que tenía de niño­— levantó la vista, se sorprendió al ver tan cerca al muchacho.
—Lo siento, no te vi —le dijo.
—No, perdón, no me había fijado ­—contestó él.
—¿Qué hacías afuera? Está lloviendo a cántaros.
—Lo sé, solo… se me ocurrió salir un poco —dijo, y comentó casi con un susurro— nadie supo que no estaba.
—Buena fiesta, pero creo que no nos conocemos. ¿Salimos a tomar algo? —Le preguntó con una sonrisa; ya que, que más daba si ya estaba todo mojado.

—Claro, me gustaría… ¿quieres sentir unas caricias?

jueves, 25 de diciembre de 2014

Sus manos

Durante esos segundos, infinitos, eternos, sus manos representaban enteramente el mundo que yo conocía.

Todo el dolor, la alegría, las risas y los momentos de desesperación, se acumularon en ellas para acariciar mi piel desnuda. Uno a uno, me brindaban nuevas sensaciones, deliciosas sensaciones; cada uno, con una presión diferente y en un centímetro distinto de mi cuerpo.


Sus manos me hicieron el amor. Aliviaron mis penas y saciaron mi sed, con experticia y mágica determinación; se posaron en mis glúteos y muslos, en mi espalda, en mi boca. Hablaron, sonrieron y gimieron igual que yo; sus manos fueron mi salvación aquella noche... y todas las demás que le siguieron.


lunes, 8 de diciembre de 2014

Fragmentos

"Lo único que me interesaba entonces, era pensar en algún encuentro en el que ambos experimentáramos la sensación de euforia y desenfreno, al momento de tenernos uno en los brazos del otro. Únicamente tenía la idea de sentir sus manos en mi espalda, sus labios en mi pecho, su aroma en mis sábanas. La idea de perderme en senderos de placer, siempre iniciaba en las manos de aquél, a quien mantenía permanentemente en la intimidad de mi imaginación y de mi memoria".