Aprovecho
esta noche, las tranquilizantes notas de los mantras masculinos y el delicioso
—y reconfortante— aroma del café, latte
vainilla, que tengo frente a mí, para escribir y pensar.
En
últimos días he tenido presente una idea, clavada en mi mente, que surgió desde
que leí el libro “Cartas a un joven novelista”, de Vargas Llosa; y es que
justamente él habla de la deliciosa y enfermiza, casi patológica, necesidad de
escribir.
En
cuanto leí el libro no comprendí completamente lo que él afirmaba en esas
primeras cartas a un admirador —aprendiz de escritor— ficticio, que sirvió como
conector con todas las intervenciones que realiza el autor, para justificar sus
comentarios y consejos.
Quizás,
inmiscuido en mis propios asuntos y en mis demás obligaciones, no alcanzaba a
entender aquello que él quería decirme; pues, a pesar de ser un libro con una
trama falsa (es decir, inventa a un joven novelista que le escribe cartas en
busca de consejos y así él le contesta, cuando en realidad son anotaciones
propias de charlas y pláticas), a pesar de ello, siento que el autor me habla directamente
a mí. Que es a mí a quien dedica sus cartas y que es a mí a quien le dice: no
dejes pasar el tiempo, obsesiónate, preocúpate y ocúpate de esa labor titánica
que tienes, entre tus manos, inconclusa a lo largo de equis cuartillas.
La
determinación, la constancia y persistencia, son cualidades que siempre he
envidiado de todos aquellos que se deciden firmar un trabajo literario, como propio.
Sueño
con dedicarme a esto, anhelo alcanzar la dicha de ver mi obra publicada en alguna
librería —sé, de sobra, que este patético discurso lo he dicho una y otra vez,
y millones de veces más—; sin embargo, el sueño, la fatiga, el agotamiento, tedio,
desesperación, aburrimiento, o sabrá el demonio qué, me impiden avanzar con los
diálogos y las escenas plasmadas en cinco, diez, veinte, mil cuartillas.
¿Cuándo?
Infinitamente, cuándo.
Escribir
es una adicción, y decía que no entendía el mensaje de Mario —así lo siento
todavía más personal— pero parece que ahora comienza a llegarme a la cabeza. Parece
que, por fin, entiendo lo que quiere decir.
La
necesidad crece en mi interior, en mi mente y alma, y lo hace a cada momento,
como las notas feroces y presentes de los tambores en el mantra japonés que
escucho. Parece que me instaran, con cada golpe sincero, a escribir un diálogo
igual de fuerte, igual de hermoso.
Parece
que todo dentro de mí se muere por salir, por quedarse plasmado en papel,
inmortalizados —personajes, ciudades y sensaciones— en palabras que buscarán
ávidamente el resguardo en la imaginación de cualquier extraño.
Sin
embargo, gracias a la nefasta contradicción del mundo y sus alrededores, cuando
intento plasmar la escena de amor, de llanto o desesperación, el mundo parece
detenerse, y, con él, lamentablemente también lo hacen mis manos, mi mente, mi
boca a través de las palabras.
Es
una tortura, afirma Mario, desear escribir algo, pues no descansas hasta que lo
logras. Hasta que lo haces. Y actualmente me encuentro en ese no descanso eterno, pues existe una
barrera —impenetrable— entre mi ser y el papel.
En
verdad es una tortura, tener todo un torrente de ideas atrapadas en el interior
y no poder liberarlas.
¿Cómo
las dejas en libertad? ¿Cómo las liberas al bosque salvaje del genio e
intelecto humano?
¿Cómo?
Infinitamente, cómo.
En
efecto, resulta una tortura que solo quienes escriben —y los que pretendemos
hacerlo— pueden entenderlo.
Kaldi.
Chihuahua, Chih.
Once de octubre,
2012.
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