El
proceso de escritura es un ritual sagrado.
Ojalá
pudiera sentarme frente a la computadora y comenzar a escribir, como si fuera
algún reflejo automático e inconsciente de mi organismo. Ojalá todo operara de
esa manera.
Desafortunadamente,
en mi caso al menos, para escribir necesito que se den ciertas condiciones
ideales; ciertos “preparativos”, si hemos de llamarle de alguna manera.
Son
pequeños detalles, de las cosas más simples y deliciosas, que precisamente por
su pequeñez se convierten en lo más importante al momento de la creación
literaria.
Preparar
una taza de café, con tres cucharadas de azúcar y crema; o de té, ahora con mis
costumbres budistas recién adquiridas.
Arreglar
el ambiente, con la música adecuada, es esencial. No puedo escribir tragedia mientras
escucho a Lady Gaga o Alejandro Sanz o Shakira. No puedo escribir de amor y
eterna felicidad si escucho el Réquiem de Mozart… (bueno, tal vez esto último
sea un poco más factible).
La
comida.
La
comida resulta más que necesaria. En muchas ocasiones, incluso cuando estaba a
mitad de mi tesis de licenciatura, necesitaba estar en un lugar donde hubiera
comida (o más bien que en donde fuera que estuviera debía haber comida) de preferencia
algo que se pueda utilizar como botana o fácil de consumir (un plato fuerte
estorba al momento de consultar libros o simplemente escribir); también un
postre es agradable y aceptable a la hora de la redacción (el azúcar ayuda,
según tengo entendido).
En
lo que a mí respecta, todos estos preparativos para escribir relajan y despejan
mi mente y así no interrumpir el torrente de inspiración.
Los
sonidos en espacios públicos (restaurantes o cafeterías) también me ayudan a relajarme:
el sonido de los cubiertos en los platos o de la cuchara al mezclar el café.
Tengo
siempre a la mano mi libreta de apuntes en donde, completamente en desorden,
anoto las ideas que habré de poner en el cuento o en el capítulo. Limpio mis
lentes… y comienzo a teclear.
Como
dije, es todo un ritual sagrado.
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