El oscuro deseo de la vista y los sentidos me atrapó mientras contemplaba su figura hacer no recuerdo qué.
La sensación de perder mi habilidad (o la respuesta autómata de mi organismo) de respirar, fue un placer temporal que duró tan sólo unos cuantos segundos, pero que permaneció grabado a fuego en mi mente.
La abrumadora visión de su cuerpo moviéndose al compás de caricias musicales que llegaban del mismo cielo, la exagerada necesidad de pasar mis dedos por esa piel dorada y humedecer mi palma con su sudor; me hacían perder el sentido de la razón.
Me sentía maravillado. Me sentía saturado de luz, a pesar de que sólo habían tres lastimeras velas con sus flamas cubiertas de depresión, iluminando la pequeña y húmeda habitación. El frío se alcanzaba a colar a través de las gruesas piedras de aquel castillo medieval, pero su figura desnuda se mostraba orgullosa y vanidosa delante de mí.
Mi hombre perfecto. Mi amante sin defecto, su figura humana.
Mientras descansaba sobre el lecho, cubierto por gruesas pieles de animales, deseaba tener su firmeza en mí. Recibir su fuerza y virilidad entre un abrazo húmedo y estrecho.
Las velas ardían. Su piel brillaba por ese sudor salado y mis piernas lo recibieron como sólo se puede recibir a un rey: con obediencia y una gran sonrisa.
Sus jadeos, que se estrellaban en mis oídos, me llevaron dejaron en un mundo de perdición y locura carnal, a un mundo de oscuras tentaciones y decrépitas ideas de odio y rencor. Los moribundos pensamientos de locura fueron reemplazados por unos de amor desenfrenado y pasión incalculable.
Aquella noche, a mitad de la habitación, el deseo se apoderó de mi cuerpo y el amor calentó mi corazón hasta que, nuevamente, comenzó a latir.
Abrí mis ojos y comprendí, con una gran claridad, que mi vida había comenzado otra vez.
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