La fresca brisa de la noche acariciaba el delgado y fino cabello del pequeño Andrés, quien gustaba de contemplar el mundo que se extendía a sus pies ―y delante de sus ojos― fuera de la casa en la que vivía desde que tenía tres años de edad, aunque él no lo recordara. Podía pasar horas y horas recargado en el marco de la ventana, mientras imaginaba el sin fin de aventuras que le aguardaban ahí afuera, a escasos metros de distancia.
La libertad se veía bastante tentadora.
Andrés era un niño como muchos otros: delgado, con el cabello castaño claro (algunos decían, incluso, que era de color cobre), su carita estaba salpicada de pequeñas pecas y tenía los ojos de un color tan azul, tan profundo, que el reflejo de una persona se perdía completamente. Eran dos ventanas al alma del pequeño de once años.
El niño tenía cierta afición por los animales, especialmente por los gatos ―aunque gracias a las alergias de su madre y hermana tenían a una perra San Bernardo, así que Andrés comenzó a aceptar también la compañía canina―.
Una noche, antes de que el pequeño Andrés cumpliera doce años, todos en su casa estaban dormidos: su padre y su madre en su habitación, su hermana mayor en la suya y Sol, la enorme perra, al lado de él, haciéndole compañía.
Pero el pequeño Andrés no podía conciliar el sueño. No sabía por qué motivo, simplemente no podía dormir. Así que aventó las cobijas al suelo de la habitación, abrió sus persianas y contemplo la ciudad en la que vivía.
Era muy chico para pensar en eso, pero la ciudad que veía todas las noches era una mezcla de sentimientos humanos (y por humanos me refiero a los más terribles) y falsos dioses que necesitan de la estúpida idolatría de sus seguidores: políticos, cantantes, sacerdotes y hombres que pretenden ser una cosa pero resultan solo ser lo peor de la raza humana. Homicidas, violadores, secuestradores. La ciudad estaba llena de depravados y gente psicópata, enferma, que no interpone valor alguno a sus actividades repugnantes.
Andrés era muy pequeño para saber eso, y era una fortuna que así fuera. Aquella noche se dejó maravillar con las estrellitas amarillas que iluminaban la ciudad. En su mente dibujó un bosque: enorme, con hadas que lo hacían brillar desde dentro, e infinidad de cuerpos místicos, como todas esas criaturas que aparecían en los cuentos. Hada. ¿Cuál es el masculino para “hada”? Le gustaría llegar a ser uno de esos...
No había mucho que hacer y Andrés estaba aburrido, contemplaba el vasto mundo de la ciudad hsta que una luz atrajo su vista. No era una luz de la calle, del alumbrado; o de algún automóvil. Era la luz de una habitación como la suya. En lo alto del segundo nivel de la casa que estaba detrás y hacia el lado izquierdo de la suya.
La habitación se iluminó y los ojos del pequeño Andrés, esas preciosas, místicas y ―en unos cuantos años―, seductoras gemas azules, cazadores de deseo y anhelos prohibidos; sus ojos, se enfocaron en una persona.
No recordaba haberlo visto anteriormente, pero probablemente se debía a que no pasaba mucho tiempo fuera de su casa. El chico al otro lado de los dos patios, era mucho mayor que él. Debía estar alrededor de los veinte (veintidós para ser exactos), era alto, con el cabello casi rapo, muy corto. No pudo saber el color de su piel, por la luz mortecina de su habitación.
Andrés contempló al hombre de una manera callada y sigilosa. De pronto, se sorprendió cuando se vio a sí mismo emocionarse por aquello que estaba haciendo. Su corazón se aceleró como los caballos de una carreta. Palpitaba con fuerza contra su pecho, como si fuera un cachorro emocionado en una jaula. Un pequeño perro regordete cubierto de pelo que, incluso por la emoción, de pronto pierden el equilibrio.
El niño permaneció otros minutos más pegado a la ventana. Observó con atención al chico veinteañero, quien iba y venía en su habitación, resguardado por el reconfortante sentimiento de seguridad que la propia oscuridad (y el silencio de su casa) le brindaban. Lo vio hablar por teléfono, se sentó en la cama donde seguramente se quitó los zapatos o tenis que trajera puestos. Trabajó un poco en un ordenador ―sin dejar el teléfono de lado― y continuó caminando.
Andrés caía pasivamente en un dulce sueño. El fijarse en su vecino, contemplar sus idas y venidas, sus ademanes y exclamaciones silenciosas; le dejó una sensación de paz y tranquilidad. Mientras se comenzaba a internar en los primeros parámetros del Bosque de los Sueños, mientras acariciaba las orejas peludas de Sol, Andrés luchó por mantener los ojos bien abiertos... pero no podía más.
Hasta que la revelación se hizo material frente a él. El color amarillo de la luz de la habitación, realzó la piel bronceada de su vecino. El muchacho, quien se veía de una manera encantadora al espejo como fiel seguidor del narcisismo, que hasta ese momento no marchitaba ni gobernaba los pensamientos de Andrés; se contemplaba de pie frente al objeto de la vanidad, alzó sus brazos y se quitó la playera que traía puesta.
El pecho del hombre quedó libre, desnudo, para despertar a Andrés de su creciente sueño, y junto con este a sus inquietos pensamientos. Levantó su cabeza, abrió bien sus ojos azules, y enfocó su mirada.
Con atención vio: el chico dejo caer la playera, un pequeño boton oscuro brillaba en su lado derecho. Aunque Andrés contemplaba de perfil ese cuerpo semi desnudo, un poco ancho (más bien totalmente ancho a comparación del suyo, que todavía era pequeño), sabía qué debía haber del otro lado, allá donde su vista no le daba el privilegio de contemplar.
Andrés permaneció en silencio, con esa plena conciencia de hacer algo malo y prohibido, pero con la firme determinación de no detenerse. Involuntariamente volteó a ver a la puerta de su habitación, decorada con cosas de niño, y es que todavía era un niño, pero quería hacer cosas de adulto... Y encontró en ese espionaje nocturno, la perfecta oportunidad para hacerlo.
El chico veía algo su rostro, muy pegado al espejo. En su cintura se apreciaba una banda elástica negra que sobresalía de su pantalón de mezclilla. Sus brazos eran fuertes, bien formados, su cuello tenía una fuerza estupenda y después... la perfecta forma de sus nalgas.
El chico se desabrochó el pantalón, se inclinó y lo bajó hasta el piso para quitárselo con las mismas piernas. Traía puesto un bóxer negro, corto, que recortaba la imagen de sus nalgas. Sus piernas (que para alcanzar a verlas, Andrés, tuvo que levantarse por completo y estirar todo su delgado cuerpo) eran gruesas y alcanzaba a ver que estaban cubiertas de un vello negro, disperso arriba y más tupido conforme bajaba.
Andrés dejo de parpadear. No tenía fuerzas para cerrar sus ojos e irse a dormir, como se lo pidió su madre hacia ya casi una hora. No podía seguir acariciando a Sol, la que ante el repentino desinterés de su amo, se hecho en la cama. No podía pensar en nada más, no concebía ninguna idea más, salvo que tenía a su vecino desnudándose frente a é y lo mejor del caso era que lo hacía sin conocimiento de causa.
No podía concentrarse en otra cosa que no fuera el cuerpo del joven que veía frente a él, caminando en su habitación, despreocupadamente y con nada que lo cubriera salvo esa ajustada pieza de tela, que cubría las partes más pecaminosas y siniestras, que mantenía el deseo carnal encerrado en una oscura y húmeda prisión, pero que a la vez eran las más deliciosas que hasta el momento había conocido.
No eran como las que veía en sus amigos en la alberca, este era en verdad un hombre. No otro niño más.
Su curiosidad, esa noche, comenzó a crecer al igual que aquel compañero con el que incipientemente comenzaba a jugar en las noches. Andrés, ante la desilusión de contemplar a su vecino apagar la luz, se recostó en su cama ―con un pequeño gruñido de molestia de Sol―; deseando poder volar hasta la casa de atrás y a la izquierda, para contemplar a aquel cuerpo envuelto en la oscuridad.
¿Cuál era el masculino de hada?, le habría gustado ser uno de esos seres para volar hasta su lado.
Cerró sus ojos y apagó la luz interna de su mente, pero en su corazón, y pasando el ombligo, crecía una llamarada que alumbraba todo su cuerpo. Estando ahí... tendido en su habitación, pensó en su vecino, mientras lo hacía presente en su mano.
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