Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

domingo, 25 de agosto de 2013

Un partido de fútbol II (tres o cuatro segundos)

[...]

Todos experimentaban esa unidad que los guiaba hacia un lado y hacia otro; no estaban solos, pues, al menos tenían a cinco personas más que entendían lo que sucedía; cosas buenas o malas; tristezas o felicidades. Igual de locos como los demás.
Para ese momento, Jaime entendía las características específicas de cada uno de sus amigos y del grupo en general; percibía perfectamente lo que distinguía a sus camaradas y lo que los hacía únicos; aunque, muy a su pesar, ni siquiera pudiera decir lo mismo de él. ¿Cuántas veces no sabemos siquiera que tenemos ojos color café, o verde, o de la miel? ¿En cuántas ocasiones ni siquiera nosotros podemos describir nuestro rostro, aun y cuando lo vemos todos los días en el espejo? Jaime, como todos nosotros, de pronto olvidaba el color de sus ojos.
Sin embargo, había un par de ojos que nunca podía sacar de su mente, pues permanecía grabado a fuego y música en su alma, como dos espectros que lo seguían y se empeñaban en acompañarlo a todos lados; incluso cuando él deseaba, con fuerzas sacadas de la desesperación y la nostalgia, estar solo; incluso en esos momentos, los ojos de Oscar estaban presentes. En sus párpados, en sus propios ojos, en su propia vista.
Oscar siempre insistió en continuar con esa bella costumbre de tumbarse en el pasto y encender uno o dos cigarros, después de todos los juegos, como para las doce de la noche. Realmente no fue el gran amigo de Jaime, pero con éste era uno de los seis fundadores y concretamente siempre estaban ellos dos y Miguel; así que el tiempo los remontaba a los años de bicicletas, pelotas y rodillas raspadas (que en realidad no eran tiempos muy diferentes a estos días, salvo, quizás, que entonces no fumaban); la amistad venía ya desde que Oscar se cambió al barrio, a unos departamentos que estaban en el último piso del último edificio de la calle Paseo, la más larga (y desatendida) de la colonia.
Desde entonces, Oscar, Miguel y Jaime, acostumbraban subir a la azotea del edificio donde el primero vivía e imaginar aventuras, viajes espaciales, conquistas de piratas; después, con el paso de los años y el crecimiento de los niños, se convirtió en el lugar perfecto para aventar globos con agua, huevos y usar sus tira lilas; y, después, observar las revistas con mujeres desnudas, que eran penetradas por uno o dos, que Miguel traía de su casa —el hermano mayor de Miguel era el héroe de los niños de la colonia, tenía tres novias y a los diecisiete años tuvo su primer hijo—.
Fue por esa cuestión —llegar a casa de Oscar resultaba muy complicado— que, cuando a mitad de un juego cayó lesionado al cemento, terminó en casa de Jaime.
Los muchachos dijeron que lo vieron dar como tres vueltas en el aire, antes de caer y rodar todavía en la cancha, pero la exageración era siempre un elemento presente (y constante) entre ellos. Lo más seguro es que se haya torcido el tobillo y luego cayó con las rodillas, por eso la sangre bajaba a sus piernas. El partido se suspendió aquella noche, pero Oscar no podía caminar, y sus heridas debían de ser atendidas, lavadas, las piernas envueltas en vendas.
—Sí puedo —decía mientras intentaba caminar torpemente—, no es mucho pedo. Llego a la casa y ya.
Es la desventaja de convivir tanto tiempo con puros hombres, la necesidad de demostrar su fuerza física ante todos, te lleva a hacer cosas estúpidas. El dolor se notaba en su rostro, y Jaime se dio cuenta de eso.
—Vamos a mi casa, está más cerca que la tuya. No vas a poder subir las escaleras.
Naturalmente que Oscar no aceptó la primera vez que Jaime le ofreció alojamiento, ni la segunda ni la tercera. Pero cuando sus calcetas deportivas y tenis se mancharon de sangre, por unas gruesas gotas que sobrevivieron a la trampa de vellos que eran sus piernas, aceptó con un casi inaudible está bien. Quizás por quitarse a todos de encima, quizás porque le dolían las piernas, quizás por ambas razones. Miguel y Jaime llevaron a Oscar por la calle, a pesar de sus constantes y para nada convincentes objeciones.
—No mamen, ni que me hubiera quebrado las piernas —rezongaba conforme avanzaban y se alejaban del parque.
Les pedía que lo dejaran, les repetía que se veían ridículos los tres; y los muchachos habrían hecho caso, si no se le torciera el rostro de dolor al apoyar las piernas y si no perdiera el equilibrio con cada paso que intentaba dar.
Quizás sí había dado tres o cuatro vueltas y rodado tres o cuatro ocasiones, y el corazón de Jaime se detuvo tres o cuatro segundos para evitarle el dolor y la angustia, un mecanismo de autodefensa, sentimental e involuntario.
Al fin llegaron a la casa de Jaime, y lo llevaron directo al baño. Tal vez ahí sí podría arreglárselas él solo, si no es que estaba ya muy cansado para mantenerse de pie; además, requería ya mojarse completamente las piernas, había sangre seca y los vellos estaban arremolinados, traía pequeñas piedras en las heridas.
—No necesito bañarme —dijo Oscar con una risa de incredibilidad y juego—.
Ya se había relajado un poco, su ego ya no estaba en peligro, ni tampoco su valentía masculina. Ahora que ya no estaban en la calle, a la vista de todos, podía tranquilizarse un poco. Estaba con sus amigos, con quien compartió años y años de aventuras —y, por consiguiente, lesiones más graves que esa—; ya no había ningún problema, ahora sí quería que lo consintieran.
—Pinche aferrado —le dijo Miguel mientras traía una toalla y una silla de plástico que estaba (lo sabía) en el cuarto de Jaime—, te chingas y te aguantas.
—Uy sí, y qué, ¿me van a bañar los dos, como viejito? O es que quieren quitarme la ropa.
Maldita sonrisa.
—SÍ—gritó la voz interna de Javier.
Ya lo habían visto semidesnudo en otras ocasiones, con su espalda sudada y el vello —poco y fino, pero firmemente repartido— de su pecho húmedo. Le había visto en pantaloneras ajustadas que resaltaban su entrepierna y sus glúteos; pero, en ese momento, deseaba verlo sin ropa, completamente desnudo, como hombre, no como amigo o como niño que solía quitarse el traje de baño para nadar por las noches en aquellos días de campo. Deseaba ver la fuerza de sus piernas, su abdomen ya un poco descuidado; observar su miembro y el pelo negro que debía rodearlo.
—Báñate tú —dijo al fin Jaime, en contra de todas sus ansias—. Yo te dije que podías llegar a mi casa, no que te iba a curar. Supongo que puedes limpiarte solo, no te quebraste los brazos o las manos.
Miguel y Jaime lo dejaron solo y cerraron la puerta del baño. Se escuchó el agua correr y pequeños gemidos de dolor, cuando Miguel dijo que se iba, ya lavado y con unas bandas, podría caminar mejor y llegaría hasta su casa.
Jaime no evitó que su corazón saltara de pura emoción.
Después de echar el seguro de la puerta, regreso a la cocina y tomó unas bandas de una parte de la alacena. Entonces se detuvo justo a un lado de la puerta del baño. Aún escuchaba el agua caer, al menos lo que había para esa hora de la madrugada; aunque lo que lo tranquilizó fue que ya no escuchaba las quejas de dolor, a fin de cuentas siempre te acostumbras al agua.
Entonces un impulso lo llevó a abrir la puerta del baño, dejó las bandas en el lavabo y fue cuando observó a Oscar sentado en la silla, con la cabeza reclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Su respiración era serena, tranquila; disfrutaba del agua en sus piernas (ya limpias) pues movía sus dedos lentamente.
Jaime no supo si lo había escuchado entrar o no, pero algo lo llevó a tomar el jabón que estaba en el piso y a enjabonar su rodilla. Lentamente pasó sus manos sobre la herida y sintió la reacción del cuerpo de su amigo, se estremeció. Aún estaba abierta, era carne viva, aunque también sintió la reacción en su propio cuerpo, aunque por motivos distintos.
Oscar abrió los ojos y observó directamente a Jaime, quien regresó la mirada pero no se detuvo. Con una mano continuó masajeándole la rodilla y el muslo, y con la otra acariciaba su pantorrilla. Ambos rompieron la conexión visual que mantenían y cada uno continuó con sus pensamientos. Cerró de nuevo los ojos mientras Jaime se aventuró a acariciar debajo de la tela del short que traía su amigo. Su entrepierna ardía y su corazón latía con fuerza, lo podía sentir completamente. Algo maravilloso.
La ropa de Jaime estaba un poco mojada, el agua caía a su lado, pero no importaba, nada importaba; en ese momento, infinito y persistente, solo estaban ellos dos. Así de simple, solo ellos dos.  
Pasaron tres o cuatro segundos y la puerta del baño se cerró, la casa de nuevo se inundó en oscuridad y silencio.


Agosto de 2013.

lunes, 19 de agosto de 2013

Aroma.

Deliciosas caricias, de manos invisibles, se apoderan de los sentidos, con fuerza y voluntad propia.
Violadoras de deseos y fantasías, amantes de locuras.
Las caricias, esas caricias de manos silenciosas, despiertan cada uno de mis anhelos y desentierran esperanzas muertas, ya descompuestas.

Esas caricias, que nacen desde el centro de su humanidad, debajo de efímeras capas de tela; mezcla de sudor y piel.
Por donde respira el placer, reposa sobre su anhelo abultado; recibe los golpes de la delicia. Hambriento de aroma sexual.

Caricias y aroma, ente uniforme que ataca el corazón. Respiro profundamente, cierra sus ojos y gime. Perdemos la razón, me enloquece olfatear. Se derrumba con mis caricias.

De nuevo respiro, profundamente, hasta saciar mis pulmones; aprieto con fuerza sus glúteos, cierro mis ojos y me pierdo en su aroma personal:
Hombre, sudor y sexo.

Cierro mis ojos, respiro por tercera ocasión…


≈ ≈ ≈ ≈

Un partido de fútbol.

Ya era costumbre en la colonia que para las diez de la noche, los jóvenes mayores —quienes escapaban ya de la adolescencia mas no eran propiamente novatos en la universidad— se juntaban en las canchas que había en el parque, a jugar fútbol, unas dos horas.
Era el momento perfecto pues ya no había tantas personas alrededor; ya no había personas que caminaran alrededor, salvo unos cuantos que, como aquellos jóvenes, disfrutaban del fresco de la noche y preferían aquellas horas para salir a pasear a los perros o convivir con la pareja, aunque eran los menos.
Se adueñaban de los enormes rectángulos de cemento, con las estructuras blancas de tubos y sin redes, ya de noche; para cuando los niños ya no gritaban o corrían por todos lados, seguramente atravesándose entre los diez jugadores que se moverían de un extremo de la plancha al otro; o cuando las parejas de adolescentes —las menos fastidiosas— ya no se perdieran entre los árboles y el pasto crecido de una de las esquinas del parque; para cuando pudieran maldecir y gritar todo tipo de ofensas (siempre incitados y alentados por la euforia del juego y esa compañía, cargada de testosterona) los unos a los otros, sin que familiares o mujeres humildes de faldas largas, con costosas cadenas de oro e impresionantes crucifijos incrustados de diamantes, los voltearan a ver con esa mirada inquisidora y censuradora (con una santa mirada inquisidora).
Esa era la hora perfecta, cuando el calor ya no molestaba; cuando podían fumar a gusto, sin el siempre latente temor —aunque algunos pretendieran lo contrario— de ser descubiertos y reprimidos, si bien no severamente, al menos sí ante sus amigos, sus compañeros de vida, sus hermanos de calle; lo que naturalmente resultaba ser mucho peor.
La mayoría de los muchachos habían jugado en esas canchas desde que eran apenas unos niños.
El grupo inicial se conformaba por seis pequeños que pronto crecerían y se convertirían en jóvenes alegres y animados, con sus problemas y preocupaciones; con sus decepciones y enamoramientos. Sobre todo con sus enamoramientos.
Los otros cuatro lugares, no siempre ocupados por las mismas personas, se mantuvieron inestables a través de los años. Eran como una sociedad peregrina, como una población flotante que poco o mucho puede ayudar al grupo principal; pero que, al menos, en el caso de los muchachos de las canchas, mantenía un número mayor de jugadores, y traía un equilibro a todo ese entorno.
En ocasiones llegaban a estar doce jugadores, esa ya era una ocasión especial; pero Jaime prefería jugar con los seis de siempre, los mismos de toda la vida. Era una seguridad lo que sentía dentro de su espíritu, se veía en familia, se sabía en completa confianza.
Mucho habían compartido esos muchachos que seguían juntos, incluso a pesar de todas las obligaciones que llegan conforme se acumulan los años; incluso sobre todas las diferencias, por encima de las escuelas, los trabajos, las novias o ya los hijos (aunque solo dos debían responder ante esta última obligación).
Ellos eran el equipo; el juego estaría completo aunque solo estuvieran cuatro jugadores en cancha con el balón, las piernas, las rodillas, las cabezas; dos protegían las porterías, atentos al esférico monocromático, ya raspado y gastado por tantos campeonatos en los que había participado.
Jaime disfrutaba cuando los seis estaban juntos, pues siempre, al final del partido, del juego, de la cascarita, como fuera; todos se sentaban en y alrededor de una banca que estaba a un costado de la cancha. Entonces hablaban, como humanos, como hombres que eran. A veces de cosas importantes, como la seguridad o problemas de familia; a veces de completas estupideces, sumamente normal. Se sentaban en el pasto, sobre la banca, en el respaldo, no importaba; era un círculo íntimo, en donde los guerreros que pretendían ser se sinceraban y hablaban con franqueza, de amor, de odio, rencores, venganzas. Eran humanos, eran hombres.

—Tan solo somos esto y nada mejor —pensaba Jaime cuando reflexionaba en silencio, mientras escuchaba, contemplaba y se maravillaba con el comportamiento de sus amigos.

[...]

domingo, 11 de agosto de 2013

No quería despertar.



El sueño fue tan real que no quería despertar:

Desnudos estábamos, entre las cobijas de la cama
con risas, besos y caricias.
Tus manos jugaban en mi piel, tus ojos me seducían libremente.
No quería despertar.
Tomaste mi cintura, me besaste sin censura.
Tus manos reclamaron lo que deseaban.
Abiertamente, libremente, sin conciencia;
ninguno pensaba en lo que hacíamos.

Era tan maravilloso, que no quería despertar.

≈ ≈ ≈ ≈


domingo, 4 de agosto de 2013

El lobo le aullaba a la luna.


La visión del bosque le fascinaba,
la emoción de convertirse en aquella
magnífica criatura, lo extasiaba.
Pero fueron sus caricias, las del hombre,
 las que hicieron que
lo llegara a amar como un animal.

El lobo le aullaba a la luna,
al menos eso pensaban, pero en realidad
le aullaba a su amor,
un amor extraviado que buscaba
tan solo una señal para regresar a casa.




¿Qué habremos de escribir?

¿Qué habremos de escribir en un blog?

¿Qué temas —novedosos, pasados; de historia, de ciencia, política— se abordan en un espacio que es tuyo y de nadie más? ¿Qué quieren leer tus muchos o pocos lectores? De pronto es como tener tu propia revista o periódico; y, poco a poco, termina por convertirse en una obligación  más que en el delicioso placer de desahogarte y contar al espacio y a la nada (quizás), lo que atraviesa por tu corazón o tu mente.

Te olvidas que tienes ese espacio reservado para ti, que tal vez alguien te lee, o probablemente nadie lo haga; pero esa ventana estará ahí, para que puedas abrirla y gritar lo que quieras, a quien quieras. En otro momento, acudía a este rincón con regularidad, no como niño castigado que se resigna a aceptar un castigo; sino como un jovial amigo que regresa, con gusto y entusiasmo, a conversar de sentimientos, pensamientos y emociones.

Las palabras son parte de mi universo; los párrafos y la prosa forman el camino que habré de seguir. Camino tortuoso o cubierto de pétalos, no importa… las letras están en mí.


¿Qué habremos de escribir en un blog? Al menos, yo, escribiré de lo que pase por mi mente, lo que sea que llame mi atención y lo que sea que decida.