Estar
en desacuerdo con las sentencias (o resoluciones) judiciales, es sumamente
común. Al resolver el quantum de
pena, ambas partes se sienten agraviadas —aunque no siempre se presenten
recursos que ataquen las decisiones que emite el órgano jurisdiccional, que es
lo que se debería de hacer— pues perciben que aquél fue excesivo o, por otro
lado, tienen la idea de que no alcanza lo buscado, “dada la gravedad del
asunto”.
Continuamente
escuchamos expresiones como: “el juez no tomó en consideración esto que te
beneficia y por eso la pena tan alta”, “era para imponerse una pena menor, pero
el gobierno está empeñado en sancionar gravemente…”, “no es justo, tiene instrucciones de resolver
de esta forma” o “lo que le impusieron es muy poco, comparado con lo que hizo”.
De
alguna forma, hasta cierto punto, resulta comprensible escuchar este tipo de
opiniones, como reacciones a un proceso generalmente largo, tedioso y confuso,
que la sociedad no termina por comprender cabalmente. ¿Cómo podemos esperar
que, quienes no están inmersos en el mundo jurídico, especialmente ante los
órganos jurisdiccionales, entiendan de lo que hablamos cuando se está por
dictar un auto de vinculación a proceso o cuando se decreta la sustracción de
la acción de la justicia a un individuo o cuando se dicta una sentencia, pero
que ésta no ha causado estado?
Cierto
es que los integrantes de un grupo social no deben conocer todas las normas y
disposiciones legales que integran el sistema jurídico mexicano, pues ni
siquiera los abogados las conocemos plenamente; empero, el evitar informarse
acerca de la licitud de su proceder, decidir no asesorarse antes de realizar
aquellas conductas que, para ellos, son justas y legales y que toda la ley está
de su lado (como si la ley se encargara de alinearse con unos y ponerse en
contra de otros), y sí dejarse guiar por opiniones generales o sentir
personales; estos sí son actos reprochables, con consecuencias independientes
del que las originó en primer lugar, la comisión del delito.
Sin
embargo, no es ese el punto de análisis. Decía que es entendible que quienes se
ven inmersos en la dinámica que se genera con la comisión de un hecho delictivo
(me refiero, en parte, en su determinación como tal en una sentencia que ha
causado ejecutoria —que no tiene recurso pendiente por desahogarse, que ha
quedado firme, con fuerza legal—, además de un correcto análisis de la teoría del
delito, en donde todos los elementos convergen y se manifiestan en el hecho
sujeto de estudio) desconozcan el procedimiento y cada uno de los actos
procesales que son necesarios observar desde su inicio hasta su culminación.
Es
natural que, aquellos que se encuentran externos al mundo jurídico, no
entiendan lo que se ventila en las audiencias y en cada actuación que se
desarrollan a lo largo de los días, meses e incluso años; por lo tanto, también
será cosa natural que refieran una injusticia cuando se condena a un individuo
a una pena de cinco años, seis meses y quince días.
Será
injusto para el sentenciado, pues podrá pensar que su conducta merecía una pena
menor, para así estar el menor tiempo posible recluido en las celdas de las
instituciones carcelarias, pues es sabido por todos (no necesariamente por
haber vivido la experiencia de esta naturaleza) que dentro de los centros penitenciarios
en nuestro país se viven realidades verdaderamente tormentosas, que incluso
atentan contra la propia vida de los reclusos (tema por demás interesante e
íntimamente ligado con la —efectiva— protección de los derechos humanos, dentro
de los centros de reinserción social mexicanos), pues pasará años alejado de su
familia y que, en ocasiones, al recobrar su libertad no estará ahí.
Pero
también será injusto para la víctima o los ofendidos del delito, pues se ha
instalado en ellos un sentimiento de inseguridad y frustración con motivo de la
comisión del delito, situación que no podrá disolverse tan fácilmente, producto
del pensar colectivo que en ocasiones carece de fundamento (mas no de
motivación).
Será
injusto, pues aquellos cinco años, seis meses con quince días no resultan
suficientes para reparar el daño causado, por lo que la justicia no habrá
actuado adecuadamente y se impuso una pena mucho menor de la que verdaderamente
se merecía el sentenciado.
Entonces,
¿a qué atiende la pena?
Ésta,
como consecuencia lógica y jurídica del delito, debe de ir encaminada a
sancionar aquella acción u omisión que el sujeto activo realiza en perjuicio
del pasivo. Pero esa encomienda, de sancionar, no debe ser de forma retributiva
o con el único objetivo de obtener venganza, a través del sistema jurídico, en
perjuicio del infractor de la norma; si no que debe ser proporcional y medida,
en atención al caso concreto y de acuerdo a las características personales del
individuo a quien se está por sentenciar.
Esto
es, no debemos atender a pretensiones personales y opiniones basadas en los
sentimientos de venganza y retribución (incluso, en ocasiones, impulsadas por
pensamientos colectivos); sino que hay que atender a la sana perspectiva del
hecho en estudio (motivo por el cual el órgano jurisdiccional debe ser
imparcial y ajeno al conflicto planteado ante él).
Por
lo anterior, no podemos afirmar que en todos los casos de violación la pena que
habrá de aplicarse será de veinte años; en principio, porque no todos los casos
son iguales; y, así como algunos, efectivamente, merecen una mayor penalidad,
otros, merecerán incluso la pena mínima.
Al
efecto, los códigos procedimentales hablan precisamente de penas máximas y
mínimas, si olvidáramos que los casos generados son diferentes en muchos
aspectos, las normas adjetivas simplemente establecerían que para el delito de
violación (cualquier violación) se aplicarán X número de años, cosa que
naturalmente no ocurre.
Efectivamente
resulta entendible que las opiniones de los “externos”, como lo manejé con
anterioridad, versen en los sentidos a los que ya se ha hecho referencia; pero,
¿por qué quienes estamos inmersos en el mundo jurídico, los profesionales del
derecho, emitimos entonces las mismas opiniones?
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