Una
razón podrá ser que efectivamente la pena es desmedida y no cumple con el
principio de proporcionalidad; en tal escenario, invariablemente, se deberán
presentar los recursos correspondientes a fin de buscar revocar aquella
sentencia que causa agravio a las partes (ya sea una pena excesivamente elevada
o una notoriamente baja).
Fuera
de este supuesto, diría que esas manifestaciones no tienen cabida mientras se
trate de una resolución jurisdiccional o administrativa evidentemente apegada a
la norma y dentro del grado aceptable de subjetividad con el que cuenta el
juzgador para emitir su postura.
Todo
este análisis surge a raíz del comentario de sorpresa, por parte de una colega
abogada, cuando se enteró que se impuso una pena de quince años, y el pago de
una cantidad considerable por concepto de reparación del daño, a un sentenciado
por los delitos de extorsión, secuestro y violación.
¿Cuánto
habría sido lo correcto? ¿Treinta años, ochenta, una pena vitalicia? ¿No
caeremos entonces en aquella realidad que debe evitarse a toda costa, que es la
venganza pública a través del derecho?
Pero,
más allá de estas interrogantes, lo correcto sería preguntarnos: ¿en base a qué
determinaríamos que una pena es justa, adecuada
o proporcional?
Para
lograr que la pena sea aceptable, precisamente, debemos desprendernos de
percepciones subjetivas (personales) que desafortunadamente tenemos como parte
importante en nuestra formación como miembros de una colectividad.
Nuestro
pensamiento, moldeado a determinadas exigencias exclusivas de un grupo social
que existe en un momento y en un lugar determinado, nos lleva a responder y
construir nuestro pensamiento de determinada manera.
Encontrar
al responsable de cualquier conducta, por cualquier medio, es un pensamiento
recurrente en nuestra sociedad. Deseamos encontrar a quien culpar, y castigar,
de las conductas que azotan y laceran nuestra existencia diaria.
En
principio, es una postura correcta. Digo en principio, porque se sustenta en
reflexiones que pueden llevar a un resultado adecuado y satisfactorio, siempre
y cuando se trate del verdadero autor de la conducta delictiva quien está a
punto de recibir la pena. El problema surge al momento en que los procesos
penales resultan defectuosos o están viciados de inicio, ocasión en que resulta
imposible determinar más allá de toda
duda razonable, que quien está frente al poder del Estado, es en verdad el
responsable de una acción lesiva determinada.
Si
habremos de aplicar una sanción (e incluso, considero que esta reflexión abarca
también a quienes observamos y nos enteramos de las imposiciones judiciales,
cualquiera que sea nuestra función social), debemos tener en cuenta que los
principios en los que se basa toda la teoría de la pena, son jurídicos; que las
normas que autorizan y legalizan la imposición de las sanciones, el uso
legítimo del “castigo”, la plena manifestación del poder punitivo del Estado,
son normas jurídicas; y, consecuentemente, así debe ser su observación, crítica
y análisis: desde la perspectiva jurídica.
Es
necesario hacer un esfuerzo por segregar el sentir personal, la dañina
influencia social y las pautas religiosas, que tienen poca o ninguna relación
con la normatividad jurídica, bajo cuya óptica debe ser analizado el tema
concerniente a la pena.
No
me resulta desconocido que el derecho y la perspectiva social, en numerables
ocasiones van íntimamente ligadas; tan es así, que la costumbre (manifestación
del existir social) llega a constituir norma jurídica; sin embargo, resulta
indispensable mantener una postura intermedia y proceder con cautela a efecto
de no emitir juicios y opiniones basados en posturas ajenas a los
planteamientos jurídicos.
A
fin de cuentas, a efecto de aplicar la sanción correspondiente, es necesario un
estudio exhaustivo de todos los elementos del delito en general y del asunto
que se estudia, en concreto; pues, al menos en el sistema acusatorio, el
juzgador también se encuentra bajo el escrutinio de las partes, que controlan
su actuar a través de los medios legalmente establecidos. Sin embargo, la
opinión técnica de las partes es lo que menos llega a preocupar a los
integrantes del Poder Judicial, pues en ocasiones resultan más dañinas las
opiniones de la comunidad, faltas de razón, guiadas por una sed de sangre y
venganza, que continúan hasta convertir la procuración y administración de
justicia en un verdadero circo romano.