Era una tarde
fresca y ambos sabíamos que pronto comenzaría a llover. Caminábamos por las
calles que estaban cerca del lugar donde me encuentro, aunque ya hacia las
afueras del círculo central de la ciudad. Mientras caminábamos reíamos
ruidosamente, acabábamos de cenar y las dos botellas de vino, que se quedaron
vacías sobre la barra de la cocina, lograron calentar nuestras mejillas y
alivianar nuestros cuerpos.
Salimos a tomar un
poco de aire fresco y sentí un efecto efervescente nacía en mi estómago y subía
hasta mi cabeza. No estaba borracho, simplemente me sentía ligero como el
viento, y lleno de vitalidad. De vida y felicidad.
Justamente, en el
momento en que pasamos por un pequeño templo un poco descuidado y ya oscuro por
la hora, nació en mi interior el deseo de tomarlo de su mano, entrelazar mis dedos
con los suyos y así lo hice. Tal vez movido por el vino, pero definitivamente
lo hice. La sensación fue electrizante. Sostuve su mano con la mía y la sujeté
con fuerza. Entonces la lluvia comenzó a caer.
Acarició nuestros
sueños e ilusiones y los hizo florecer como hace con las flores silvestres en
el campo. Le dio vida a nuestras experiencias, y en lugar de extinguirlo, avivó
el fuego que crecía entre nosotros. Nos encontrábamos envueltos en una capa de
fuego mientras a nuestro alrededor caía la lluvia torrencial. Estábamos locos,
locos el uno por el otro, pero estábamos juntos y era lo único que me
importaba. No había nada aquella noche, más que él y yo, la iglesia, y aquella
lluvia que parecía no mojar nuestra ropa —o tal vez a nosotros no nos importó
que estuviéramos empapados—.
Después de risas,
abrazos y besos regresamos al pequeño cuarto que en ocasiones compartíamos. Me
encantaba estar en ese lugar, y aún me fascina. De pronto no había luz, pero
las velas siempre son estupendas compañeras. Sus flamas son las hadas más amigables
que conozco y sus lágrimas de cera derretida forman esculturas caprichosas
movidas únicamente por su magia impulsiva.
Cuando regresamos,
ambos abrazados y riéndonos como un par de niños, el ambiente cálido del lugar
nos envolvió e hizo que me perdiera completamente en sus ojos. Tiene los ojos
más hermosos que he visto, peligrosos y amigables; me dejé seducir por sus
manos que recorrían mi espalda y mis brazos como si acariciaran la superficie
de algún lago, con delicadeza y de una forma sutil.
Me acercó a su
rostro, me tomó de la cintura y acercó mi cuerpo al suyo. Quise cerrar mis ojos
pero no deseaba privarme de la belleza de su rostro. A fin de cuentas dejé mi
vista en negro y disfruté cada caricia, de cada beso y de cada gemido que me
brindaba. Eran mis regalos, era su tributo para mí. Debía entonces compensarle
con algo, pero ¿qué?
Después, tomó mi
mano, se apartó un poco de mí y con apenas un susurro me pidió que lo
acompañara. Entramos a su habitación. Un lugar bastante acogedor que en
ocasiones —para nada escazas— fungió como escenario para nuestros bailes
seductores y para aquellos actos que le competen solo a la naturaleza propia
del ser humano. No, a la propia del hombre.
Un cuarto que
aquella noche terminaría oliendo a pintura derramada sobre un lienzo, a sudor y
semen dispersos por las sábanas rojas de la cama.
Con un poco de
fuerza en su petición, pero sin perder sus modales, me pidió que me quitara la
ropa y me recostara en la cama. Con una sonrisa ansiosa, accedí a su petición.
Recuerdo que
inmediatamente comenzó a preparar sus herramientas. El aroma a pintura no tardó
en inundar el cuarto.
Mi piel estaba
fresca y toda la ropa mojada yacía en la esquina, junto a la puerta. De pronto
un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y se depositó en mi entrepierna.
Reaccioné al instante e instintivamente intenté cubrirlo con las sábanas. No
supe si fue por lo intenso de la escena, o por alguna razón del destino, pero
comencé a temblar, aunque no tenía frío.
Pasó el tiempo y me
encontraba más relajado, incluso pude sonreír cada vez que me lo pedía. Jamás
me moví de aquella posición en la que me encontraba. Desde que comenzó a hacer
el cuadro en el que plasmaría para siempre mi figura desnuda, no me moví de
aquél colchón cubierto por sábanas rojas.
Mientras observo el
cuadro que se encuentra frente a mí, pienso en la magia que lo envuelve. Pienso
en ese toque de lujuria que tiene cada pincelada.
El joven de la
pintura está excitado, todo su cuerpo lo demuestra: su rostro, sus manos, sus
ojos cerrados, su entrepierna. Todo lo comprueba, y eso no puede ser algo más
que la viva prueba de que el mismo pintor se encontraba en un estado de
excitación indescriptible.
Siempre que lo
contemplo, llegan de nuevo todas las emociones que envolvían mi cuerpo —representadas
en ese cuadro por las sábanas de la cama—.
Mientras él pasaba
los pinceles por el lienzo, mientras los embarraba de pintura y la depositaba
en el cósmico lugar al que pertenecía; mientras lo observaba atentamente no pensaba
otra cosa que no fuera el tenerlo entre mis brazos. Poseerlo y hacerlo gritar
de emoción y locura, en ese lugar, envueltos en pintura y luz. Con la lluvia afuera
en la calle y la seguridad de su cama debajo de nosotros.
Entonces
deliberadamente desobedecí lo que me pidió: me levanté de la cama y caminé
hacia él, tomé su paleta y el pincel de sus manos y lo encaminé de vuelta al
lecho donde había estado yo recostado. Lo tumbé sobre el colchón y me coloqué
sobre él.
Sus piernas
comprendieron lo que deseaba hacer y se dispuso a recibirme de la manera más
dócil que podía haberme imaginado. Después de preparar mi propio lienzo,
coloqué sus piernas sobre mis hombros y lo penetré con la mirada. Clavé mis
ojos en los suyos mientras reprimía un grito o un gemido que nació y murió en
su garganta.
La sensación es
indescriptible. Me volvía loco, deseaba arrancarle sus ropas, pero estaba
desnudo; quería devorarlo a mordidas, pero no podía hacerlo; anhelaba fundir su
cuerpo con el suyo, pero éramos dos cuerpos distintos.
Después, cerró sus
ojos y acopló sus deseos a los míos. Lo tomé de la cintura y lo elevé al altar
de los dioses, lo llevé de la mano al cálido templo de Eros en donde los dos
nos haríamos uno solo. Lo tomé fuertemente de la cintura y me aferré a ella.
Mientras realizaba los movimientos que habrían de arrancar gritos y gemidos de
locura de mi amante, deposité mi nariz en su abdomen, debajo de su ombligo, e
inhalé con fuerza.
Al principio
caminamos despacio, con movimientos delicados y precisos cuyo propósito era hacer
el camino más tranquilo. Sin embargo, una vez que nos encontramos seguros en aquél
palacio de amor, cuando ya estábamos cómodos y relajados con sus piernas
abrazando mi cadera, nuestros movimientos aumentaron de intensidad.
Sus gemidos
envolvieron la habitación en cuestión de segundos y pronto le siguieron los
míos. Su piel era una delicia. Acariciar su cuerpo era como acariciar las nubes
del cielo. Era una sensación delirante, tenerlo tan cerca; una bendición el compartir
mi cuerpo con el suyo y juntar nuestros corazones al momento en que uníamos
nuestro espíritu a través de besos interminables y divinos.
Su rostro me lo
dijo todo, y me instó a continuar con aquellos movimientos que no cesarían
hasta que nuestros cuerpos se rindieran ante el amor y la maravilla de tenernos
el uno al otro.
La habitación
entonces contenía los aromas de la pintura, el sudor y el semen de dos cuerpos
que yacían exhaustos envueltos en las sábanas de la cama. Los dos dormimos
profundamente.
A la mañana
siguiente, el cuadro estaba terminado cuando desperté.
El hermoso ángel
que estaba a mi lado dormía plácidamente. Exhausto. Maravillado.
Aquella mañana me
preparé una taza de chocolate, la lluvia en la calle aún continuaba y era una
mañana gris, perfecta para permanecer en cama y observar el cuadro que me
mostraba mi figura envuelta en un estado de éxtasis interminable.
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