El primer cuadro de
la ciudad es un lugar ya decadente. Ya nadie le presta atención: los cuerpos
policiacos dejaron de tener presencia en estas calles desde hace ya varios
años, el tráfico automovilístico —debido a las estrechas y desgastadas
callejuelas— dejó de circular desde hace tiempo. Y sencillamente los
delincuentes se rehúsan a trabajar en esta zona ya que simplemente no hay qué
robar o a quién asesinar.
El centro histórico
dejó de tener importancia para los habitantes de la ciudad y cerró sus museos,
edificios ancestrales, elegantemente decorados, para dar paso a una ola de
olvido y soledad que es mucho más deprimente que la delincuencia que golpea
otras partes del círculo urbano que se extiende por varios kilómetros.
Sin embargo, existe
un lugar que aún me cautiva por la magia que contiene en su interior y que me
invade cada vez que atravieso sus cansadas puertas de madera. Es un lugar
silencioso, pequeño y oscuro —principalmente por falta de cuidado de sus
dueños, aunque el efecto resulta bastante adecuado—.
Un pequeño local en
el que encuentras tranquilidad y silenciosas risas además de deliciosas miradas
cargadas de duda y secretos oscuros. El lugar se llama Luna: un nombre
sencillo, simple y modesto que denota cabalmente la paz que se respira en su
interior.
Dentro, cada mesa
está iluminada por una vela que arde y arde hasta consumirse, día tras día. Las
pequeñas flamas jamás encuentran descanso en ese lugar. Naturalmente, y como
consecuencia lógica, el frío no tiene cabida en los cuartos de piso y techo de
madera y ventanas resguardadas por barras negras azotadas y marchitas por el
tiempo y la lluvia.
En ese lugar es,
justamente, donde lo encontré. El motivo por el que continúo asistiendo y en
donde la mesa siempre está reservada para mí —no que se requiera tener
reservaciones, no es precisamente el lugar más visitado de la ciudad—, la que
está frente al hermoso cuadro, escondido en sombras, iluminado tenuemente por
veladoras más gruesas y grandes a su lado derecho, ese cuadro que cuelga inerte
de la pared y que enmarca una maravillosa obra de arte.
Mi deseo de estar
ahí, contemplándolo, prácticamente todas las noches, con una humeante taza de
té o chocolate, parece no tener fin. Como si no pudiera resistirme al hechizo
que ocasiona su encanto. Debo de estar aquí todas las noches.
Desafortunadamente
no siempre me es posible, pero cuando regreso de nuevo duro el doble que por lo
regular lo hago. Me pierdo en la belleza, me enamora la sencillez de las formas
y colores. Sencillo, hermoso, magnífico.
Justamente lo veo
en estos momentos, mientras sostengo la taza de chocolate con canela.
Y sonrío, sonrío
plenamente porque el verlo frente a mí, como muestra del trabajo y dedicación
que implicó realizarlo, habla por sí solo. El cuadro tiene vida, tiene voz y
alma, pero está olvidado en algún polvoso rincón de esta ciudad. Pero es mejor
así. Es mejor que esté en ese altar, colgando de esta pared, enmarcado por un precioso
y sencillo cuadro de madera y resaltado por las velas que arden constantemente
a su lado. Le dan la perfecta cantidad de luz. Le brindan una compañía
inagotable y perpetua. Dos centinelas que arden toda la noche.
Pienso que sería
una tragedia, una pérdida para la humanidad, que en alguna ocasión esas
inocentes flamas lo reclamaran con enormes lenguas de fuego y se perdiera para
siempre.
Sin embargo,
mientras tanto, me encuentro de nuevo frente a él, como lo hice la noche
anterior y no así la anterior a ésta última.
Lo contemplo con
delicadeza, intentando no gastar sus trazos y tonos con mi mirada. Lo acaricio
con mi mirada y me deleita observarlo con detenimiento.
Lo observo y
sonrío. Sonrío porque mientras paso mi vista por toda la superficie, cuando me
concentro en una esquina, en el centro o cuando lo observo en su conjunto como
un todo; recuerdo las maravillosas sensaciones de sensualidad y erotismo que
recorrieron mi cuerpo aquella noche, cuando estaba recostado en la cama
envuelto en sábanas rojas. Recuerdo cuando él me observaba con detenimiento
—concentrado en su trabajo— y plasmaba lo que veía en el lienzo blanco.
Sonrío porque
recuerdo cómo sucedió todo aquello. Recuerdo porque sonrío.
:::::::::::::::::::::::::
Fotografías de Anthony Gayton, obtenidas de páginas libres de internet. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario