Había sido un día largo. El cansancio golpeaba sus piernas y sobre todo sus pies. La respiración de ambos era prácticamente a base de suspiros, los latidos de sus corazones por fin se tranquilizaron y su ritmo era sumamente sereno.
Desde la ventana de su habitación se alcanzaba a observar el alto campanario de la enorme catedral de la ciudad. Era una sola torre con tenues luces amarillas que iluminaban tetricamente su interior (no podía verla, pero sabia que la cruz de fierro moldeado y de color negro destenido y oxidada por el implacable transcurso del tiempo, coronaba la punta de la torre).
Ambos conversaron en susurros por varios minutos. Estaban cansados del ruido de las calles, de la oficina, de los teléfonos, del discreto pero persistente bullicio de la ciudad. El abrazaba su fino y delgado cuerpo, juntando su pecho a esa diminuta espalda.
Sostenía las ilusiones, las fantasías, la vida y el latir de su corazón con la misma mano con la que acariciaba su piel.
El abrazo era reconfortante, pero aun mas lo eran las dulces y eróticas palabras que entraban por su oído de aquella mágica manera.
Sus cuerpos empezaron a reconocerse, y a irradiar el calor tan anhelado aquella noche de invierno.
El abrazaba ese delgado cuerpo con un amor, un cariño, una paciencia y devoción envidiables; y el, a su vez, recibía las caricias de su corazón en su espalda... Desde el pecho a su espalda, el calor lo enloquecia.
Deseaba hacer las cosas mas oscuras, obscenas y prohibidas, pero decidió seguir sintiendo ese tambor firme en su espalda... Y aquel miembro que crecia debajo de su cadera
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