No estamos muertos, aunque tampoco podríamos afirmar que estamos vivos. Somos de carne y hueso, pero no tenemos vida. Nosotros “vivimos” en el mundo de los vivos, sólo para alimentarnos de ellos. Esa es la desgarradora verdad.
No hay quien pueda escapar de la muerte cuando ha sido mordido por un vampiro, a menos que nosotros así lo decidamos.
Sin embargo, debo advertirte, no todo es tan estupendo como se escucha. Estamos condenados a vivir para siempre, alejados de todo y de todos los que nos rodean. El tener una existencia solitaria y aislada, completamente secreta y oculta en las sombras, es un verdadero tormento.
Debemos pretender ser humanos y cuando resulta necesario, comportarnos como tales. Si me preguntas, pienso que es algo totalmente patético. ¿Por qué tenemos que hacer eso? ¿Dónde están nuestros ideales y la maravillosa presencia que la inmortalidad nos brinda? ¿Dónde dejamos el preciado regalo oscuro que nos brinda la sangre? ¿La magia de nuestra naturaleza, la mandamos por el culo para poder “existir” en un mundo que debería de temernos?
Para mí, pretender ser un mortal es como si alguna criatura maravillosa y fantástica dejara todos sus poderes y habilidades para sentir, llorar y morir como cualquier otro. Rebajarnos a enfermarnos… y llegar a viejos.
El vivir entre mortales debe ser solamente para una cuestión: obtener unas cuantas horas de satisfacción y recuperar el color y la temperatura del cuerpo que hace años perdimos. Para eso y nada más, hasta que llegue la hora de matar de nuevo.
Espero que no tengan la desgracia de caer bajo los colmillos de uno de nosotros, espero que puedan seguir con su vida, y dejen que nosotros sigamos con nuestra existencia en el paradero sin norte ni sur.
Mi condición me exige este comportamiento. Puedo hacer todas las cosas que me proponga, sin embargo ese poder se ve condicionado ―limitado― por el hecho de que no puedo evitar esa sed y ese deseo por un cuerpo humano. Son parte de mi y yo de ellos. Nací con ellos, más bien me crearon con ellos.
La última vez que escribí, recuerdo que te dejé recostado en tu cama, indefenso, sin comprender qué sucedía, viviendo pesadillas y haciendo realidades que no podías comprender. Realidades que, prácticamente, podrían pasar por las más terribles fantasías.
Estabas débil y no te podías levantar de la cama donde te encontrabas. El sudor bañaba tu cuerpo que aún seguía siendo hermoso y firme. Encantador.
¿Recuerdas que te encontrabas en el templo más viejo de la ciudad? ¿Podrías relatar detalladamente qué fue lo que te sucedió aquella noche?
Probablemente no puedas hacerlo, me sorprendería si fuera de otra manera.
Pero no todo es terrible hijo mío. Te aseguro que, a partir de esta noche, cada incidente se quedará marcado en tu memoria a fuego vivo y será lo que te impulse a seguir adelante.
Reconozco que has sido mi fascinación desde el momento en que te vi, y es precisamente por eso que ―en estos momentos―, de tener un corazón que late, me sentiría completamente destrozado.
No estás a mi lado y no sé qué has hecho… no sé si sigues existiendo. Quisiera tener esa conexión mágica de la que mis autores favoritos de vampiros hablan tan vehementemente, pero desafortunadamente la realidad no es así.
No percibo tu presencia, a no ser que te encuentres en la misma cuadra que yo, pero de ahí en más, no siento nada tuyo.
Deseo estar a tu lado, aunque… ahora, en este momento y en este lugar, deseo con muchas más fuerzas nunca haberme alimentado de ti.
Deseo que nunca hubiera llegado esa terrible noche en que no pude detenerme, y cuando la lujuria y el deseo me llevaron a clavar mis colmillos en tu delicioso cuello. Anhelo que la noche en que probé tu maldita ―y deliciosa― sangre, cuando por primera vez sentí el placer de tenerte entre mis brazos, cuando tu sustancia más pura se mezcló con la mía; jamás se hubiera atravesado en mi camino y simplemente hubiera ido en busca de alguien más. Alguien más bello que tú, con sentimientos y anhelos prohibidos. Más ansiosos que los tuyos.
Aunque, siendo francos, dudo que haya alguien mejor que tú.
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