Poseo
un gusto genuino y delicioso por la fantasía.
La
magia y los seres que crea, en libros, películas, cuentos; historias y
verdades, mitos, realidades, se muestran con soltura y naturalidad.
No
se necesita vivir en un mundo de hadas o hechiceros, basta simplemente con acariciar
las portadas y pasar las páginas u oprimir el botón de play; basta con fijar los ojos en la primera letra de la primera
palabra, luego en la segunda, la primera coma, el primer punto; basta con estas
simples acciones que inevitablemente nos llevarán hasta un lugar repleto de
fuerzas ocultas, criaturas inimaginables y la interminable lucha del bien y el
mal.
Así,
la fantasía te envuelve con cada párrafo que pasas, con cada hechizo conjurado;
con la irresistible pugna de lo hermoso y lo terrible. Y es que no solamente lo
absorbo como cualquier obra, sino como una necesidad de ser y espíritu. No
solamente te aleja de la sobrecogedora realidad —más brutal incluso que los
días de ese mundo—, sino que te adentras en nuevas expectativas, nuevas
visiones y con la nube más alta del firmamento al alcance de tu mano. Con la
fantasía, como realismo mágico, mitología o de cualquier tipo, te encuentras
inmerso en un universo sorprendente, que consideras accesible en cualquier
momento.
La
magia que la fantasía ofrece resulta incompatible con la decadencia del mundo
real; incongruente con lo que experimentamos, día a día, en las calles de
nuestras ciudades o en las habitaciones de nuestros hogares.
Por
eso, en un intento de escapar del mundo en el que vivimos, me permito nadar en las
historias fantásticas.
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