Indudablemente,
uno de los pasos más duros, difíciles —e incluso peligrosos— que tenemos que dar quienes nos sentimos
atraídos hacia personas de nuestro mismo sexo (nótese que evito el término
homosexual, en un intento de evitar el encasillamiento o etiquetamiento dentro
de las relaciones humanas) es aceptar nuestra realidad que nos indica que somos
diferentes, aceptar el hecho de que algún compañero nos hace sentir algo
extraño en nuestro interior, de que nuestro vecino de toda la vida tiene una
sonrisa encantadora, que la amiga con la que salimos a tomar algún café tiene
unos ojos deslumbrantes.
Sin
duda, algo que nos resulta sumamente difícil es aceptar —primero ante nosotros
mismos y después hacia las personas cercanas— esa pequeña característica que,
en conjunto con todas las otras, nos hace únicos e irrepetibles.
Salir del clóset puede
ser una experiencia verdaderamente perturbadora para muchos; para otros puede representar
un sentimiento de tranquilidad y alivio; pero para muchos de verdad les exige
un gran esfuerzo y sobre todo mucho que perder.
Hablaré
ahora de mi experiencia.
Podemos
decir que “salí” del closet cuando tenía 19 años, o más bien me empujaron con
fuerza hacia afuera. Por un desafortunado evento, mis padres se dieron cuenta
de esa terrible realidad que es tener un hijo joto.
Naturalmente,
aquella tarde tuvimos nuestra primera plática —que se basó en gritos, llanto y
reproches— que fue sucedida por terapias psicológicas, un excesivo control
sobre mis asuntos privados e íntimos —como querer saber a dónde y con quién
salía, qué hacía, quién me hablaba por teléfono, qué veía en internet y otras
tantas cosas más— y una completa pérdida de confianza de mis padres hacia mí.
En
lo único en que pensaba, noche tras noche, era qué mal había hecho. ¿Qué hice?, me preguntaba constantemente
mientras lloraba solo en mi habitación, sin verme siquiera ante la posibilidad
de encontrar una respuesta satisfactoria. Por más que lo intentara no podía encontrar
nada que me dejara tranquilo, alguna loca idea de “mataste a una persona”, “le robaste a alguien”; nada de eso,
entonces solamente me preguntaba qué demonios había pasado.
Como
seguramente sucede en muchos casos, mis padres sí me trataban como si fuera
alguien quien debe estar bajo constante vigilancia, como si fuera algún
delincuente, como si hubieran vivido la vergüenza de pagar mi fianza para salir
de la comandancia de policía o como si me hubieran detenido en la comisión de
un delito.
No
me restringieron el uso del teléfono, pero se volvió una práctica común que
mientras me encontraba en una llamada mi madre llegara a sentarse a mi lado, o
entrara a mi habitación con el pretexto de conseguir una maldita pluma. No me
prohibieron las salidas, aunque sí se restringieron, pero el interrogatorio que
había de cumplir previa mi salida era, en una palabra, desgastante.
Mi
salida del closet fue un momento que marcó mi vida, reconocerme tal y como soy,
ante mis padres, fue un golpe duro, pues en primer lugar no estaba listo para
ello. No se tomó en consideración mi parecer, sino que la vida simplemente puso
los medios para que de pronto llegara a mi casa y mis padres me preguntaran
directamente: “¿Qué son esas cartas que
encontramos?”
Sin
embargo, y por una afortunada circunstancia, llegué a superarlo. Caminé y
experimenté ese trago amargo solo y fue cuando me decidí a ser mejor de lo que
ellos me consideraban; fue en ese momento, no para callar las críticas y
absurdas preguntas de mis padres, que me dediqué a ser mejor, mejorar en todos
los aspectos de mi vida, personal, académico, en el campo de los amigos, de las
parejas.
Estuve
solo cuando esos desafortunados eventos ocurrieron, como generalmente sucede en
la vida de una persona. Tuve grandes amigos, importantes y trascendentales personas
en mi vida que me ayudaron a caminar y siempre sonreír; sin embargo, cuando
llegaba de nuevo a la casa, en la oscuridad de la noche, me acostaba en la cama
y lloraba en solitario. A pesar de quienes estuvieron a mi lado, fue una
experiencia que desafortunadamente no puedes compartir con alguien más y
simplemente debes aguantarla solo, y así lo hice.
Me
dediqué a mejorar mi estilo de vida, me enfoqué en rodearme de personas de
calidad, intenté comprometerme con mi carrera y con mi pasión, las letras.
Los
libros se convirtieron en mis grandes amigos, mis historias en la forma en que
podía gritarle al mundo y escupirle a los mismos dioses. Encontré la forma de
compaginar mi conducta con encuentros sexuales con otros; todo era la forma en
que quería tratar esos momentos (terribles) que sucedían en mi vida.
De
buenas o malas, o peores, salí de aquella situación y aprendí a caminar solo;
visualizar un futuro y caminar hacia él, hasta alcanzarlo. Hice la paz con el
conflicto interno que llevaba ya cerca de seis o siete años —¿por qué me gustan
los hombres?—, y éste por fin comenzó a menguar hasta que aprendí a aceptarlo
como parte de mi esencia; hasta que comprendí que eso que me hacía diferente, era igual que mis ojos verdes o mi piel
blanca, igual que mi cabello negro o mi estatura. Era lo mismo que era mi
interés por la literatura o por el derecho, era una característica más de todo
aquello que formaba mi persona. Cuando aprendí a aceptarlo, y después a
mostrarlo orgullosamente, el conflicto terminó. Era una persona plena, consciente
de lo que quería y ambiciosa a fin de lograrlo.
Así
fue mi salida express del closet, sin
embargo, salí para entrar a uno todavía más grande.
El
mundo ha comenzado a mostrar más apertura frente al tema de la diversidad
sexual. Tenemos gobiernos que comienzan a extender derechos —mediante el
reconocimiento de igualdad— a personas gay,
lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales; sin embargo, muy a
pesar de la positiva realidad que se comienza a observar, encontramos que
instituciones religiosas y grupos políticos conservadores aún se oponen a
aceptar la igualdad de la persona como un derecho humano.
El
discurso político deja mucho que desear, pues se carece de una práctica
política verdaderamente coherente y acorde a la realidad que vivimos.
No
podemos negar que existen parejas de hombres o mujeres que han vivido años, 60,
70, 80, uno siempre al lado del otro, que han compartido alegrías, tristezas,
decepciones, enojos; no podemos cerrar nuestros ojos y no reconocer que niños y
jóvenes que han sido educados, cuidados, protegidos y queridos —y no abusados y
maltratados, aunque también existan estos casos— por parejas de hombres o mujeres,
son ahora exitosos profesionistas o alumnos regulares que entienden igual que
los demás, aunque con una diferencia: toleran más que los demás.
Pero
no escribo esto para reclamar las injusticias sociales que en materia de
equidad existen dentro de las sociedades “modernas”, y mucho menos dentro de la
mexicana —tendré otro momento para ello—. Escribo estas líneas para asegurar
que salí de un closet interno para salir a otro que me presenta trabas y
obstáculos más difíciles de superar.
No
me dedicaré a hablar sobre los tratos que la sociedad tiene hacia conmigo, de
las oportunidades en materia de seguridad social, por ejemplo, que tenemos mi
pareja y yo. No hablaré sobre estos temas pues vivo una realidad aún más
compleja y dolorosa.
El
rechazo y la discriminación son conductas naturales, inherentes al ser humano
cuando éste se encuentra en un estado de ignorancia. Es comprensible entender
que una persona le teme a un cometa cuando no sabe lo que es, o que se niegue a
aceptar ciertas conductas cuando no tiene el por qué de ellas. Pero lo más grave no es estar —valga la expresión— en un estado de ignorancia, sino querer permanecer
en éste.
Lo
verdaderamente peligroso es aferrarnos de los dogmatismos y las “creencias de
ojos cerrados” que somos tan susceptibles de atesorar; lo delicado es negarnos
a la apertura mental que exigen tiempos tan cambiantes como los que ahora
vivimos.
Y,
en mi caso, estas cuestiones las encuentro aún sumergidas en lo profundo de mi
familia.
Me
resulta sumamente desgarrador el mentir para verme con mi novio, hablar
despacio por teléfono porque alguien puede escuchar, no estar juntos para el
aniversario de mis padres o para la boda de mi hermano —cuando sea—. Es un
martirio, agotador, el idealizar a una persona y ni siquiera poder compartirlo
con los que son más cercanos a ti. No poder decir estoy enamorado. Escabullirse a las preguntas de ¿Qué tal la novia? ¿Para cuándo te casas?
Y,
más allá, el soportar aún las preguntas que siguen cuando cuelgas el teléfono o
cuando te arreglas para el sexto aniversario y no puedes decir que irás con tu
novio a pasar un rato juntos y después cenar en un lujoso restaurante.
Salí
del closet de mi persona y de mis amigos. Me acepté como soy y me presenté ante
ellos como tal; pero con mis padres y hermano, aún debo aparentar, pretender. Evitar
el tema, indiscutiblemente, y jamás mostrarme como soy, único e irrepetible.
Anhelo
decir te amo en voz alta, deseo
hablar de ti, que te sientes a mi lado, en nuestra mesa…
Pero
salí del closet, hacia uno todavía más grande.
Basta
de anonimatos, salgamos de nuevo del closet.
Arturo
Rubio.
2 comentarios:
Amigo estoy muy orgullosa de ti y honestamente siempre he creído en lo valientes que han sido Héctor y tú. Y comprendo lo difícil de no poder ser el verdadero tu ante tu familia o lo agotador que es evadir las preguntas de "¿por qué aún no te casas?", es demasiado agotador y mas a nuestra edad. Si yo la sufro por ausencia de amor, debe de ser miles de veces mas doloroso callar, el no poder decir que amas con toda tu alma a una persona de tu mismo sexo.
no desesperes, porque las cosas saldrán bien, porque las estás haciendo bien.
Te mando un abrazo.
"Las cosas saldrán bien, porque las estás haciendo bien".
Es lo que siempre me digo cuando siento que algo comienza a fallar... es mi mantra de la vida. Gracias Marquesa por las palabras y los comentarios, la quiero mucho!!!
Saludos.
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