“Comienzo de nuevo con algo que
me ha costado mucho trabajo y prácticamente el doble de esfuerzo”.
Así reza lo que anoche escribí en
las páginas de mi diario; en esta ocasión, me refiero a comenzar a trabajar,
iniciar de cero, caminar de nuevo, con el proyecto al que he estado anclado
hace poco más de un año.
Mi novela, en sus primeros
capítulos, avanzó plena y segura del rumbo que tomaría. Escribía párrafos y
diálogos con la certeza del objetivo que quería alcanzar; sin embargo, para los
últimos momentos me parece que perdí el control sobre ella y juntos nos
adentramos en un mar enfurecido hasta que, inadvertidamente, colapsamos contra
un acantilado en medio de las olas.
Llegó un (terrible) momento en el
que de pronto me percaté de que el motivo que había tenido para comenzar, aquella
lejana mañana de sábado en algún café de la ciudad, ya no estaba ahí, en donde
tan celosamente lo guardaba. Me había abandonado, ese elemento central que me había
llevado a abrir mi computadora y comenzar a acariciar las teclas con mis dedos
para que mis pensamientos formaran palabras, líneas y párrafos. Para que las
ideas formaran una, dos, cinco, diez, cien páginas.
Me di cuenta que la trama central
de la historia ya no era tan importante, de pronto había perdido su fuerza y todo
el trabajo se derrumbaba como un edificio sin sólidos cimientos ni fuertes
castillos.
Al respecto, el gran Vargas
Llosa, en su libro Cartas a un joven
novelista, dice non irrationabiliter que
la novela es una mentira, una farsa que el novelista —y no escritor, pues
evidentemente no es lo mismo, aunque muchas veces coincidan en la misma
persona— presenta al lector con la firme y frágil ilusión de conquistar su
mente y su imaginación; pues, si lo logra, su misión estará completa. Y ¿cómo
habrá de lograr semejante labor titánica, alguien que tiene únicamente las
palabras, las letras, las vocales y consonantes, los verbos, adverbios, conjunciones,
puntos de ortografía; a su entera disposición? Vargas Llosa dice que a través
de pizcas de realidad, elementos realistas que hacen al lector creer que lo que
lee es verdad, o puede suceder.
Incluso si hablamos de un dragón
morado de alas verdes, explicar por qué es morado y por qué tiene alas verdes,
darle un motivo, una razón de ser o de no ser, esa criatura de colores
llamativos será real en la imaginación del lector. Es justamente ahí donde me
perdí en el viaje —duro y satisfactorio— de Daniel y sus aventuras en París. ¿Cómo
es que corrió con tanta suerte para dedicarse enteramente a la prostitución?
¿Cómo es que conoció a todos aquellos hombres, millonarios y poderosos, en tan
solo dos o tres capítulos?
Seamos realistas, ¡sé realista!, me dije cuando comencé a
reflexionar acerca de estas cosas. Así que lo hice, le daré una realidad a la
ficción, comenzaré de nuevo con el trabajo y lo haré real…
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