Entré
a la habitación, que para ese momento estaba sumergida en una oscuridad
prácticamente total. Me acerqué al pequeño escritorio y encendí la vela que sabía
estaba ahí, de pie, firme.
La
flama rápidamente tomó un cuerpo consistente y la habitación se iluminó con una
deliciosa y cálida luz que intentó llegar a todos los rincones, fríos y
oscuros.
Me
coloqué de frente al espejo que tengo apoyado en contra de una de las paredes y
observé mi rostro. Miré mi reflejo fijamente, de forma paciente, sin prisas ni
preocupaciones. Pasé mis dedos por la barba negra y acaricié mis mejillas. Mi
piel aún estaba helada, la nevada de la noche prácticamente me había cortado la
piel.
Deshice
el nudo de mi corbata y la aventé sobre la cama, ya destartalada y sumamente
helada para acostarme en esos momentos; abrí los primeros botones de mi camisa
y sonreí ante la loca y magnífica idea que llegó en ese momento a mi mente. Acerqué
la solitaria veladora hacia un mueble enseguida del espejo. Guardé silencio, de
pensamientos, y agucé el oído para asegurarme que nadie más en la casa estaba
despierto.
Era
un hotelucho en el centro de la ciudad, una mansión ya vieja y azotada por el
tiempo, que albergaba a unas cincuenta personas; en su mayoría exiliados de
otras latitudes o artistas ingenuos y derrotados como yo. En el último piso
había un pintor y un músico, en la habitación al lado de la mía había un
escultor y estaba yo, que me consideraba escritor y poeta. Tan solo lo era
cuando tenía a mis musas —infinitas botellas de vino— a mi lado.
Al
convencerme de que el silencio era lo único que imperaba en aquél enorme edificio,
que reproduce el eco hasta de las pisadas de los gatos o perros, sonreí plenamente
complacido. Estaba solo, en la penumbra de mi habitación, y solamente tenía el
reflejo de un hombre delgado y de estatura promedio que estaba de pie con un
traje sucio y gastado, una camisa blanca que ya tenía manchas de sudor y de
vino, con zapatos llenos de lodo y con la chaqueta agujerada de una manga.
No
me importó. Mi reflejo resultó sumamente cautivador. Es apuesto, pensé mientras me acariciaba el rostro y mi gemelo
imitaba mis movimientos.
Aventé
la chaqueta a un pequeño sillón que tenía en la esquina de la habitación,
enseguida de mi modesto escritorio, y solté los botones que faltaban en la
camisa. También cayó al suelo y después la acompañó la prenda interior que
traía debajo.
Entonces
me sorprendí. Jamás había visto mi cuerpo de esa manera. Todas las mañanas,
cuando tomo un baño, veo mi piel, mi pecho, mi abdomen; pero jamás lo había
observado como aquella gélida noche, al calor de una pequeña vela.
Acaricié
mi cintura, jugué con mi ombligo y pellizqué sutilmente mis pezones. Pasé mis
manos por mi pecho y subía y bajaba por mis costados. Era hermoso. Mi cuerpo, de
figura natural, con los músculos apenas perceptibles, pero finamente marcados,
parecían resaltar con el juego de luces y sombras que ocurría a mi alrededor gracias
a la única fuente de luz.
Observé
mis hombros, cuidadosamente. Los pequeños lunares, de color café, parecían como
si un descuidado pintor hubiera dejado caer unas cuantas gotas de pintura en el
cuadro que era mi propio cuerpo. Ahí estaban, mis brazos, mi pecho, mi ombligo.
El
vello que partía mi cintura desaparecía debajo de mi pantalón y mi ropa íntima.
Desabotoné el pantalón y lo dejé caer al pantalón, me deshice de él con los
pies y lo arrojé cerca de la pila donde estaba el resto de mi ropa. Solamente tenía
mi ropa interior, blanca. El frío de la habitación no me molestaba en absoluto,
en ese momento todo se convirtió en una escena deliciosamente erótica.
Encontré
a la figura que tenía frente a mí, magistralmente seductora. El joven era
delgado, de piel clara, que reflejaba los amarillos rayos del diminuto sol que
ardía a escasos centímetros de mí. Tenía un cuerpo bien formado, por el solo
paso de los días y la vida. Sus brazos eran finos, pero demostraban fuerza y
firmeza pues las venas saltaban en sus manos.
La
barba enmarcaba un rostro afilado y hacían juego con los rizos de su cabello
castaño. Los pezones y su ombligo estaban un poco rodeados de vello, pero en
general su cuerpo carecía de pelaje.
Entonces
lo quise hacer, quería verlo completamente desnudo.
Mis
manos tomaron la prenda blanca y despojaron al cuerpo de ella. Ahí estaba, era
una belleza. Me tenía completamente hipnotizado. La mata de pelo negra rodeaba
perfectamente un miembro que colgaba libremente. Sus piernas demostraban
fuerza, acostumbradas a correr repentinamente gracias a los constantes problemas
que el joven tenía con los demás. Sus pies eran también denotaban una firmeza
que era necesaria para sostener a todo el cuerpo que estaba sobre ellos.
Su
miembro, su miembro fue lo que llamó más mi atención. Enfoqué mi mirada y
entonces comenzó a despertar.
Sentí
un ligero escalofrío, delicioso y perturbador, y entonces aquello comenzó a
crecer y a endurecerse.
Era
imposible, imposible, me decía a mí
mismo, descaradamente me coqueteaba, el muchacho de rizos que estaba frente a
mí se me insinuaba abiertamente, me invitaba a explorar la pasión y el deseo.
Entonces
llegó a mi corazón, como la gélida tormenta que había afuera, en la ciudad, una
puñalada de hielo. Tuve miedo.
Miedo
a ser descubierto, miedo a que otros me observaran observarme a mí mismo,
contemplarme, erotizarme con mi propia imagen.
Si
alguien más me observaba sería mi perdición. Era un momento de la existencia
humana en que el placer del cuerpo, la satisfacción de los más perversos y
enfermos deseos, estaba totalmente prohibida. No podían observarme así, nadie.
Pero
confié en que la puerta estaba cerrada, mi corazón latía con fuerza y sumamente
rápido. Recordaba hacer cerrado la puerta.
Sí lo hice. ¿Lo hice?
Pero
no podía concentrarme en eso. Ahora debía tocarlo, su figura era simplemente
divina. Debía tocarlo.
Puse
mi mano alrededor del miembro erecto que ardía, a pesar de la fría habitación;
cerré mis ojos y exhalé deliciosamente, feliz.
Otro
escalofrío, este más intenso, recorrió mi cuerpo y se perdió en algún lugar
entre mi mano y el cuerpo que latía y bombeaba sangre con fuerza.
Inconscientemente,
gemí. Gemí en la oscura habitación, quizás demasiado fuerte.
Entonces
escuché un pequeño ruido, un rechinido en la vieja madera de las escaleras y el
natural sonido de pisadas en la oscuridad.
Guardé
silencio, aguanté la respiración y apreté más la mano.
No
hice un solo ruido.
Entonces,
después de dos pequeños golpes en la puerta —lo suficientemente largos para
guardar la compostura de tocar, pero también cortos, pues no tuve oportunidad
de negarle la entrada a quien quiera que fuera el intruso—, el hermoso pintor,
de cabello azabache abrió intempestivamente la puerta.
Estuvimos
los dos, de pie uno frente al otro, hasta que entró a la habitación, cerró la
puerta y echó el seguro y yo apagué la vela.
A. A. R.
Enero
de 2013
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