No había un solo lugar disponible para estacionarse aquella tarde y después de varios minutos de estar buscando, encontró un pequeño lugar en donde detener su vehículo. Se bajó colocándose los lentes para sol mientras ponía sus pies sobre el asfalto negro de que se extendía frente al gimnasio. Mientras cargaba su maleta, con la ropa deportiva, y caminaba hacia la entrada del edificio, pensaba en todas las cosas que tenía pendientes. Un trabajo que entregar y varios exámenes a la vuelta de la esquina. Sabía que tenía todavía ciertas cosas que terminar pero le gustaba regresar a su casa relajado, después de unas dos horas de ejercicio en el ruidoso gimnasio.
Cuando entró, después de mostrar su identificación, se dirigió a los vestidores y a los pocos minutos salió con una pantalonera negra, una playera y sus tenis. Se dirigió entonces a las bicicletas para comenzar el calentamiento para su rutina. Todo, hasta ese momento, estaba bien.
Estaba de pie frente a una pared de espejo, jalando cuerdas que levantaban tres bloques al final de ellas. Dirigió su mirada hacia la puerta principal del lugar y por poco deja caer las pesas al suelo, la sorpresa hizo que se desconcentrara un poco, pero logró mantenerse firme y evitar que el mismo peso lo arrastrara hacia un lado. Naturalmente no era Rodrigo, eso lo sabía perfectamente. No podía ser Rodrigo pero el parecido de Eduardo con él era extraordinario.
En ese momento quiso desaparecer de ese lugar, o al menos correr hacia la puerta al otro lado del lugar, donde estaba el vapor o las regaderas y esconderse ahí dentro, pero supuso que eso sería demasiado notorio, así que decidió simplemente seguir con la rutina de ejercicios y esperar pasar desapercibido. Tal vez, solo tal vez, Eduardo no lo reconocería.
Cuando vio que se estaba encaminando hacia donde estaba él, supo que no habría manera de salir de ahí sin hablar con él.
Pero no estaba listo para hablar con él, no podía enfrentarlo todavía. El dolor estaba demasiado cerca.
―Hola – dijo Eduardo con una voz sumamente agradable. Algo en el interior de nuestro aventurero amigo se retorció y los motivos le perturbaron profundamente. Al menos, el que parecía ser más obvio.
―Ho--- Oh, Eduardo. Hola – contestó con apenas un susurro en su voz.
―Hace tiempo que no te he-
―Sí, he… he tenido muchas cosas que hacer. En la escuela y todo – no quería que Eduardo recordara la última vez que se habían visto, lo recordaba todo sumamente bien. Fue en el funeral de Rodrigo.
Estaba de pie frente al ataúd, con sus ojos cerrados, todavía con la imagen tan hermosa en su rostro. Grabada en sus ojos y en su corazón. Cada susurro y cada gemido que se escuchaban en el pequeño cuarto parecían estar sumamente alejados de él. Se concentró fuertemente en no dejar ir esa última imagen del amor de su vida de frente a sus ojos. Mientras sus piernas abrazaban su cintura.
Estuvieron juntos aquella gloriosa y desastrosa noche. Él estaba recostado sobre su cama y Rodrigo se abría paso dentro de él con movimientos delicados y precisos. El placer subía por todo su cuerpo y se apoderaba de cada parte de él. Todo su cuerpo pedía más y más.
El Rostro de Rodrigo era lo único que estaba viendo ese día mientras estaba tratando de comprender por qué le había sucedido eso al amor de su vida. ¿Por qué Rodrigo? ¿Por qué él y por qué esa noche?
Cuando Rodrigo salió de la casa, se despidió de él en la puerta y se internó en la oscuridad de la calle. Él, por otro lado, entró a su habitación con una sonrisa cuando tuvo de frente el desastre que quedó después de su apasionante encuentro. Las sábanas estaban por todos lados, las almohadas en el suelo e incluso la lámpara estaba tirada en el piso. Nada de eso le importó, solamente encendió su computadora para poder descargar las fotografías que le tomó a un Rodrigo desnudo y juguetón, con una hermosa sonrisa.
Después de eso, pocos minutos después, dos golpes en la oscuridad – y en su corazón – le dieron la peor de las noticias.
Un disparo en el estómago y el otro en el pecho...
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