Este es un fragmento del
capítulo XII de la novela Daniel, l´art de la rue.
En este momento Daniel
narra directamente con su lector las experiencias que tuvo en París mientras se
dedicaba a esperar todas las noches en la esquila de la avenida a alguno de sus
clientes regulares.
Relata lo que significó
para él trabajar en el comercio sexual y las diferencias que percibía con sus
demás compañeros de profesión.
******
[…]
Naturalmente,
como en cualquier comercio, existía un catálogo con varios modelos a escoger.
La
avenida ofrecía una amplia selección de figuras, cuerpos y miradas, además de
innumerables acciones que se ofrecían, como complemento a las que eran comúnmente
solicitadas por los clientes.
No
importaba lo que se buscara en aquella vía, siempre se encontraba y era a
entera satisfacción de los compradores, so pena de no regresar jamás y perder
ganancias que llegaban a representar la cena de la semana o la droga de esa
noche.
Había
muchachos de cuerpos deliciosos. Finos, delgados, que se aventuraban todas las
noches a ser perfectos dentro de esta profesión, disfrazada de oficio. Eran criaturas
bellas que ocultaban su hermosura debajo de unos rostros cansados, sucios y
maltratados.
Ángeles
que recibían dinero a cambio de unos cuantos minutos en que permitían ser
tocados, sometidos, sodomizados. Eran hadas nocturnas, perdidas, que buscaban
una manera de mejorarse la vida en una profesión a la que, para acceder, no se requería
una impresionante hoja de vida; una profesión que no requiere de conocimientos
académicos o científicos; sino, más bien, pura experiencia y aquellas habilidades
físicas suficientes para mantener al cliente satisfecho.
Para
muchos representaba una lucha interna, un intento de demostrarle al mundo que
los relegó por completo que valen de algo, que son buenos para algo; que no son
unos parásitos sin oficio o determinación alguna. Deseaban demostrar que no son
de los que se conforman con las miserias que todos los demás les dejan.
Para
ellos, sus noches de trabajo significaban noches de hambre, drogas, alcohol,
enfermedades. Golpes, llanto, una realidad de sobrevivencia continua, noche
tras noche. Un estado alterado de su tranquilidad y de su mundo de confort. Una
sensación de alerta constante.
Sin
embargo, esa no fue mi realidad.
Mis
clientes, aunque ciertamente no todos, me ofrecían refugio y tranquilidad. Realmente,
a lo que en ocasiones se limitaban era llevarme a la cama unas cuantas horas y ordenarme
que los tocara o pedirme que me dejara tocar; para después pagarme y así ser
libre para irme de ahí con mi dignidad y el pago —que era considerable—
intactos.
Jamás
llegaron a robarme o abandonarme en una calle oscura y solitaria, jamás se
atrevieron a golpearme, al menos no sin mi consentimiento; y jamás se dedicaron
a denigrarme —como veía que lo hacían otras personas con otros servidores—.
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