Todos los días miles de pensamientos llegan hasta los rincones más oscuros de mi mente. De alguna manera, mi cerebro es como una mansión, conectada entre pasillos, escaleras y cuartos (algunos repletos, otros vacíos); tiene ventanas y puertas exteriores, que bien pudieran ser ojos y boca, pero todo se trata de cómo llegan los acontecimientos diarios a impactar en la percepción, en los objetos que guardo --día a día--, debajo de sábanas blancas que terminarán cubiertas de polvo si no me atrevo a sacudir un poco.
Tanto las ideas como las emociones, se acumulan dentro de mi ser, en una colección irreconocible de para qués, cuándos, por qués; con inexorable pretensión y suntuosidad, que hablarían pestes de todos cuantos suceden frente a mis ojos. Las personas son sucesos, acontecimientos que conforman una serie de eventos encadenados --burdamente llamada vida--. Las personas son eventos, sucesos que nacen en explosiones de sonidos y colores, de llanto, risa, enojo y desilusión.
Pues así, todos los días, esos pensamientos y sucesos se acumulan en la mente, viva y expectante, que me identifica y caracteriza.
Para entender la complejidad de estas realidades, basta con imaginar la titánica labor de acomodar los millones de soles y estrellas de las galaxias, en una sola constelación.
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