Sentir
sus manos sobre mi piel, es como recibir una pequeña descarga eléctrica, mi cuerpo
reacciona. Cierro mis ojos y muerdo mis labios, mis oídos parecen desconectarse
del mundo y mi miembro se endurece.
Cuando pasa mi playera sobre
mi cabeza y aparezco desnudo ante sus ojos, no me apeno; cuando acaricia mi
abdomen imperfecto, de esa manera perfecta, sonrío; cuando toma mi rostro y lo
atrae hacia el suyo, para besarlo pausada o enérgicamente, mi corazón brinca de
emoción y mi respiración se corta. Cuando me coloca en la cama, con mis piernas
sobre sus hombros, y siento su ardor lleno de vida, lo único que puedo hacer es
aferrarme a las sábanas con los puños cerrados, respirar profundo y esperar...
Espero impaciente a que entre
en mí.
Anhelo
sentirlo, añoro besarlo mientras me posee y reclama; en esos momentos, las
horas y los días que pasamos separados desaparecen, ante la energía y pasión de
sus caricias. Cuando me dice que me ama, al oído, mientras entra de tal manera;
mientras me hace maldecir a los propios dioses y creadores del universo —pues
para mí no existen tales seres, no existe tal magia o poder omnipotente—; para
mí, para mi limitado entender humano, solamente existe él, su nombre, su
esencia, su constitución. A mis ojos, tan solo existen sus brazos, piernas, su
pecho, vello, su miembro y ese dulce néctar del que anhelo alimentarme.
Con
sus manos en mi cintura y mi boca abierta en un orgasmo silencioso, me lleva al
extremo, hasta que termino jadeante, lo acerco a mis labios y le digo que lo
amo.
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