Entonces lo observé bajar las escaleras de la casa. Su paso era sereno, pausado pero sumamente confiable.
La belleza de su cuerpo me impresionó, al igual que me abrumó.
Era delgado, sumamente delgado, su cabello era oscuro y contrastaba perfectamente con la blancura de su piel. No tenía una pizca de vergüenza, para nada, pues conocía ese mágico control que ejercía con todos quienes estábamos a su lado. Venía completamente desnudo.
Su cuerpo era maravilloso, una perfecta creación divina que se mostraba orgulloso frente a mis ojos, en un acto soberbio que significaba una maldita tortura.
Su pecho era fino, su cintura perfectamente delineada. Su piel era completamente lisa, sin vello que creciera en ella, salvo por la pequeña mata negra que mostraba orgullosamente.
Sus piernas eran firmes, y con pocos vellos rubios.
El muchacho era alto, y a lo lejos, mientras lo observaba bajar esas escaleras alfombradas, parecía acentuar aún más su estatura.
Yo aguardé en silencio, al pie de las escaleras, a que bajara, completamente desnudo, con su movimiento de cadera seductor, que me abrazara lentamente y que yo acariciara aquella figura de pecado y salvación. Su cuerpo, barco de gloria, sus ojos faros que guian mi deseo y mi sed.
Y lo hice, acaricié su tersa piel. Acaricie todo, sus sueños, sus anhelos, su cintura, su cadera.
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La belleza de la vida la encuentras en la misma vida
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