Aquella tarde, no hace muchos días de hecho, me encontraba sentado en una banca en el parque que está justo frente a la bahía. El sol había comenzado su descenso final, a punto de extinguirse en la interminable e inalcanzable orilla del mar, que jamás vemos pero que sabemos está ahí, en algún lugar metafísico, muy por encima de nosotros; justo para renacer, cual ave fénix, en unas cuantas horas para iluminar un nuevo día.
El ambiente se tornaba fresco conforme pasaban los minutos. Cuando llega el viento desde la entrada de la bahía Caracol, cuando el inmenso e interminable océano envía su aliento hacia nosotros, siempre disminuye la temperatura, es justo ese momento del día en el que más tranquilo y en paz estoy.
La tarde avanzó rápido, o al menos así me pareció ya que solamente me dediqué a escribir y escribir, y en ocasiones tomar una que otra fotografía para agregar a mi colección permanente. Y fue justamente una fotografía lo que me llevó a preguntarme: ¿podré, algún día, sentarme en la orilla rocosa de la bahía, con él a mi lado, y sostener su mano? ¿Podré tenerlo conmigo, como tan profundamente deseo? E incluso si llegara a poder hacerlo, ¿podré hacerlo abiertamente, sin tener que ocultarme de los ojos de mis vecinos y hermanos y su mirada escrutiñadora? ¿Podré hacerlo?
Frente a mí, sobre esas grandes rocas que se extienden a lo largo de toda la bahía, estaban dos chicos, esperando el tan ansioso momento en que las nubes se tornan naranjas y el agua se ilumina por un breve segundo. Uno de ellos, el más bajo, tenía recargada la cabeza sobre el hombro de su compañero; la escena llamó poderosamente mi atención, aunque no la fotografié. Maldita conciencia impuesta que me sigue diciendo lo que está “bien” o “mal”.
Los chicos llevaban algunos minutos, unos veinte o quizás treinta, y en ocasiones hablaban, se empujaban entre risas y diversión, y en otras tantas intercambiaban besos que los colocaba en el hermoso campo que es “el estar enamorado”.
Quise ser como ellos, deseé tener a alguien a mi lado. Pero entonces inmediatamente llegó la trágica sentencia a sus actos.
A mi lado, a unos cuantos metros de la banca donde estaba sentado, un hombre observaba a los dos chicos con un rostro de pocos amigos. Se veía en sus expresiones que no comprendía lo que en verdad sucedía delante de sus ojos: el maravilloso acto del enamoramiento.
Alcancé a escuchar que le decía a una mujer que estaba a su lado, probablemente su esposa: ¿Cómo puede ser que se atrevan a hacer eso, y enfrente de todos los niños? No tienen valores, no respetan a la gente. Son unos degenerados, hijos de…
La mujer a su lado, tan solo se limitó a controlar la rabia del hombre que crecía, pero nada más.
¿Cómo puede ser? Algo tan puro… pensé con tristeza.
En ese momento quise levantarme de mi cómoda banca y dirigirme a él y hacerle entender que el amor no es algo que se deba ocultar, ni de lo que nos debamos avergonzar.
El amor no se limita a las paredes de una habitación ni a las estrechas celdas de una sociedad. El amor es más que eso… mucho más. Pero entonces una pequeña niña, de cabellos rubio, se acercó corriendo hasta donde estaban los muchachos, y afortunadamente la inteligencia de la pequeña ilustró muchísimo mejor lo que yo pretendía hacerle ver a ese necio social.
Sin mencionar que me evitó una gran y desagradable discusión.
Los dos chicos seguían juntos, absortos completamente de lo que sucedía detrás de ellos, puesto que se encontraban en un mundo perfecto, donde no existen prejuicios y si los hay no les interesan. Se concentraban en calentar sus labios con tiernos besos y palabras dulces que salían directo al oído del otro. Para ellos era un día perfecto.
La pequeña corrió hacia la orilla de la bahía, en un ágil brinco se subió a las rocas y fue entonces cuando sus padres la vieron.
―¡Susan! ―gritaron ambos al mismo tiempo que se ponían de pie.
Los muchachos también reaccionaron. Uno de ellos sonrió cuando vio a la pequeña, quien se sostenía de los cuellos de los chicos con sus pequeños brazos. El muchacho tenía el mismo cabello que la pequeña.
―¡Mira papi! ―gritó ella― ¡mi hermano!
Entonces, ¿es un hijo de…?
Pensé con una sonrisa interior, mientras tomaba mi cámara, mi cuaderno, y me alejaba de ahí.