―Me alegra que estés aquí ―me dijo en ese perfecto francés que frecuentemente usaba conmigo.
―También a mi me alegra estar aquí. Contigo ―le dije con una felicidad que era palpable en mi pecho.
―La verdad es que quisiera… ―se acercó lentamente a donde me encontraba yo y me tomó de la cintura. Levantó un poco mi camisa y acarició mi costado― quisiera nunca dejarte ir. Quisiera que no te tuvieras que marchar. ¿Por qué no vives aquí, conmigo? No soporto el tenerte tan lejos… despertar todos los días pensando en ti, y deseando que estuvieras a mi lado. Desnudo… con esa carita de ángel que tienes, con ese cabello tan maravilloso y tu aroma seductor.
―Porque para vivir contigo tendría que deshacerme de mis alas de ángel. No tendría suficiente espacio para poder estirarlas.
―Entonces permíteme arrancar esas alas de tu espalda. Deja que te convierta en un humano, un humano perfecto que me ame incondicionalmente.
Sus caricias se volvieron más insistentes e intensas. Más animadas. Y sus manos, sedientas de carne y piel, acariciaban mi costado con avidez.
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