Estar enamorado, enamorarse perdidamente o creer estar enamorado profundamente, resulta ser a la vez una bendición y una terrible desgracia.
Te puede convertir en un ser sumamente afortunado o en un pobre diablo que se olvida de vivir, de soñar y de añorar.
Desafortunadamente, esta segunda consecuencia me sucedió cuando apenas tenía la risible edad de catorce años. Era tan sólo un mocoso. Un chiquillo que no entendía de la vida o de algo tan complicado como el amor (al menos eso pensaban de mí los sabios ancianos y los intelectuales de más edad que yo). Era un pobre muchacho que creía estar enamorado pero que en realidad no sabía qué era el amor.
Pues hoy vengo a contar mi historia. Mi anécdota en cuanto a ese sentimiento tan terrible y tan hermoso, como lo es el amor. Vengo a contar la historia de mi caminar por este mundo, y para poder hacerlo tengo algo que decirles.
A ustedes, los ancianos, sabios y venerables que me decían: “¿no sabes qué es el amor y aún así sufres de amor?”
A ustedes, quienes me decían: “no sabes de las emociones de la vida que te rodea”, a ustedes sólo les diré unas cuantas cosas, antes de contar mi historia que es lo que me trajo aquí.
Tenían razón. Tenían razón. Cuando me dijeron que no sabía nada del amor o de la vida... tenían razón.
En efecto no sabía nada de SU amor o de SU vida. Un amor y una vida de adultos y supuestos sabios. No sabía ni jota de lo que era ser un enamorado de 35 o un desilusionado del amor de 53. No sabía una sola verdad de la vida y no sabía solucionar los problemas de un hombre casado con cinco hijos. No sabía nada de eso.
Pero sí conocía, perfectamente, la sensación de ser usado por alguien a quien le entregas parte de tu corazón. Sí sabía de la inocencia de los sentimientos de la juventud. Sabia, perfectamente, la desgarradora sensación de estar enamorado sin ser correspondido.
De esos temas, sí sabía.
No de lo que era estar enamorado, bajo su propia perspectiva de adultos y seres experimentados, pero sí de lo que es estar enamorado a los catorce años, de alguien que simplemente deseaba que no existieras (o al menos que no sintieras eso por el).
Como si ser amado por un chico fuera suficiente para convertirse en homosexual.
En aquella ocasión, caminaba por la calle de mi casa. El sol de esa tarde de verano quemaba un poco mi cabeza y me obligaba a traer los lentes oscuros. El camino resultaba ardiente bajo mis pies.
Traía el saco del uniforme de la preparatoria sobre un hombro, la mochila en el otro y el nudo de la corbata suelto, con los primeros tres botones de la camisa, abiertos.
Poco antes de llegar a la esquina de la cuadra de mi hogar, lo vi recargado en un poste de luz. Hablaba por teléfono y su atuendo resultaba sumamente adecuado para el caluroso día: un pantalón de mezclilla, con sandalias y una playera de tirantes que dejaba a la vista un bronceado sumamente sensual, resultado de horas y horas de jugar basquetbol en la calle.
Él siempre fue el atlético de la cuadra. Toño, le decíamos.
Siempre se interesó por el basquetbol, futbol y demás deportes que llegan a ser más interesantes en las canchas de un parque de la ciudad, que en las transmisiones profesionales de la televisión. Me encantaba llegar en las tardes, después de la comida y algunas tareas de la escuela, a observarlos jugar, a él y sus amigos. De pronto, y si tenía suerte, jugaban sin playeras, como si se exhibieran para mí ―al menos eso me gustaba imaginarme―, con sus poderosas piernas y sus deliciosos brazos y pechos que brillaban como armaduras naturales, por el sudor que los cubría.
Solía sentarme en una de las bancas, los observaba y sacaba mi libreta para dibujos. Él siempre fue el deportista, yo siempre he sido el artista.
Lo llegué a dibujar en varias ocasiones y en un sinfín de posiciones. Uno de los dibujos que más atesoré, es el que hice de él en una ocasión que estaba lastimado de una pierna. Acudí, como solía hacerlo, y lo vi sentado en el suelo, a la sombra de un frondoso árbol, con las piernas flexionadas y sus manos y brazos colocados sobre sus rodillas.
En su rostro traía reflejado un sentimiento de desilusión. Añoraba estar ahí dentro, corriendo, brincando, con todos los demás. Me pareció de lo más hermoso y tierno.
Me divertía pensar en llegar a su lado y saludarlo.
―Hola ―quizás le diría, con un tono nervioso pero completamente seguro de mí mismo, como todos esos compañeros de la escuela que no demostraban temor en acercarse a hablar con alguna chica, intentando ser galanes que conquistan a la dama de la película. Caballeros pero atrevidos. A las chicas les gustaba eso… pero ¿a los chicos?
¿Cómo podía acercarme para empezar a conquistarlo? No me importaba, lo que quería era ver sus ojos, dibujar sus ojos.
―¿Me dejas dibujarte?
No podía preguntar eso. Era ridículo.
Pero mientras estaba sentado en esa banca, del parque de aquella colonia, pensaba en lo divertido que sería llegar a hacerlo. En verdad acercarme y hablar con él. Creo que incluso sonreí. Creo que incluso me dije: estás loco, antes de que llegara aquél estúpido y viera lo que plasmaba en mi cuaderno.
―¡EL MARICÓN ESTÁ ENAMORADO! ―gritó ese perro imbécil y corrió con mi cuaderno de dibujos. Mi más grande tesoro volaba lejos de mí.
¿Qué hice entonces? Me quedé viendo como los ojos del amor de mi vida se llenaban de asco y coraje. Permanecí de pie, mientras el gorila con cuerpo de hombre corría para repartir mis dibujos como si fueran vulgares volantes de publicidad.
―¡Son obras de arte maldito inculto!
Me puse de pie mientras el chico de mis sueños y fantasías veía sus propios dibujos. Sus retratos.
Claro, ¿qué podría hacer un chico de catorce años, de cabello largo y con ademanes un tanto femeninos, contra un grupo de deportistas machistas y homofóbicos en una de las tantas colonias de la ciudad donde no comprendían el arte, donde no valoraban los sentimientos y la belleza de las personas por lo que son: personas? ¿Qué podía hacer yo?
Toño tomó el cuaderno y su rostro reflejó sorpresa e indignación. Repulsión. Pero al fin empujó al gorilón que se lo llevó y por poco lo tira al suelo. Se acercó hacia mí, dando un pequeño y casi imperceptible brinco en su pierna izquierda ―la que estaba lastimada― y me entregó el cuaderno.
―Son buenos dibujos… pero guárdalos sólo para ti.
Eso fue todo lo que dijo… ahí terminó todo, para él al menos.
Mi corazón, mientras tanto jamás volvió a recuperarse de aquella tormenta. Lloró lágrimas de sangre y se quebró completamente.
Desde aquella tarde, la oscuridad cayó sobre mi existir. Entonces, ahora les pregunto, a ustedes, sabios y viejos, adultos experimentados: ¿Creen que eso no es conocer el dolor? ¿Creen que sólo ustedes pueden llorar por desilusiones?
¿Creen que pueden afirmar que sólo ustedes se enamoran