Todos los días sostengo su mano, beso sus labios y abrazo su cuerpo. Todos los días contemplo esos ojos intensos y místicos que me regresan una mirada llena de felicidad y satisfacción, ya sea por sus logros o por los míos; o quizás por los de ambos, pero al final del día, envueltos en la oscura seguridad que nos propicia la noche, caminamos por esta vida y sus repletas avenidas tomados de la mano. Caminamos lado a lado, hombro con hombro, mientras sus dedos se entrelazan con los míos hasta que llegamos a lo que nos proponemos alcanzar. El destino de ese día.
Ya sea algún restaurante, el cine, algún bar o cualquier otro lugar de esta ciudad; o, tal vez, un objetivo que nos hayamos propuesto, un viaje, un éxito profesional. No lo sé, tal vez no siempre sea un lugar físico sino más bien una estación emocional a la que ambos anhelamos llegar, cargados de equipaje que se quedará ahí, aunque tomemos uno nuevo y esperemos abordar el siguiente tren.
Descubrí la facilidad para redactar cuanto cursaba el primer año de la preparatoria. En aquel entonces todo lo que escribía era con base en una mera suposición. Alguna idea ―quizás exagerada― de lo que me esperaba en la vida, de lo bueno y lo malo que me pasaría en los siguientes años. Escribía del amor, pero no había estado enamorado; escribía de la locura y afortunadamente nunca (que yo sepa) he sufrido de eso. Escribía de la amistad, que de eso sí tenía pruebas y experiencia; pero también escribía de las decepciones, de un corazón roto o de incontables lágrimas amargas que mojan los campos blancos de alguna mejilla solitaria mientras se intenta conciliar el sueño. Escribía de pasiones prohibidas, de caricias seductoras y placeres inexplorados, aunque aquellas palabras y gritos resultaban totalmente extraños a mi sentir y mi pensar.
Al inicio era fácil escribir acerca de algo que no se conoce. Es fácil y difícil al mismo tiempo, como algo contradictorio pero íntimamente ligado. Era sencillo porque simplemente tenía dejaba volar mi imaginación, era complicado porque no conocía las sensaciones y las emociones que traen consigo alguna situación digna de ser relatada, por lo que, en consecuencia, mi escrito carecía de un lado humano. Carecía del puente que une mis palabras, mis párrafos y mis páginas, con el lector.
Como era de suponerse, la experiencia que pronto comencé a plasmar en mis escritos llegó no recuerdo exactamente cuándo. Y aún continúa abriéndose camino dentro de mi alma y mi cerebro para guiar mi mano al momento de escribir. Todo ese mundo llegó: la felicidad, mi primer amor, mi primera obsesión. También mi primer llanto y aquel sutil dolor de romper un corazón joven y fresco, recién cosechado a la vida de las emociones “adultas”, aún y cuando no seamos adultos.
El escribir, para mí, es una verdadera liberación. Y afortunadamente, la felicidad que me genera tenerlo siempre en mi mente me ayuda a seguir con la pluma o con estas letras digitales que plasmo tan sólo con presionar un botón después de otro. Es maravilloso, cómo cada uno de estos pequeños caracteres forman universos de sentimientos y placeres. Es estupendo pensar que primero se inicia con una letra, luego con otra y después otra, para poner tal vez una pequeña coma o un punto. Es maravilloso ver cómo un texto va tomando forma y, sobre todo, es estupendo conocer lo que hay dentro de él. Porque la escritura no sólo es reglas ortográficas, acentos, tildes, puntos, comas, puntos y comas; es mucho más que eso. Mucho… mucho más.
Decía que al inicio era sencillo escribir de todo lo que me imaginaba debía pasar en un mundo de libertades. Me valía sólo de mi imaginación para pintar un bar repleto de personas, donde la música mantenía una feroz batalla contra las voces de quienes se estaban ahí. Ahora no tengo que imaginarme, ahora, sólo basta con ubicarme en algún momento de mis años, pocos o muchos, que he vivido, fijar una escena y comenzar a escribir.
¿Qué puedo decir de lo que he vivido? Es una pregunta interesante, como para utilizarla cuando decida comenzar mis memorias. No es el momento ideal para contestarla, pero me gustaría responder (por lo pronto) a otra pregunta:
¿Qué puedo decir de la compañía que he tenido estos últimos cuatro años? Y mi respuesta sería que ha sido sumamente placentera. Agradable y divertida. Ha sido una compañía leal y firme que jamás llegué a contemplar que tendría. O tal vez lo hice, pero jamás me imaginé que en verdad llegaría a alcanzarla. Estar a su lado me hace sonreír, tomar su mano me hace vibrar de la emoción, especialmente cuando pruebo sus labios y rozo mi nariz con la suya.
Hemos sido personajes de libros, hemos inventado nuestras propias historias e incluso somos de los niños que les gusta les cuenten cuentos inapropiados antes de dormir. El caminar a su lado, viendo las nubes grises cargadas de lluvia y truenos elevarse amenazantemente delante de nosotros, ha sido una experiencia sumamente emocionante. Una experiencia que afortunadamente me tocó compartir con él.
Aunque también hemos visto salir el arcoíris detrás de aquellos nubarrones de gritos, llanto y polvo. También hemos disfrutado de la luz del sol mientras sonreímos y viajamos por Europa, mientras nadamos en el mar de Grecia o quizás mientras escuchamos algún concierto navideño en Nueva York.
Hemos pasado días y días imaginando un futuro que cada vez se siente más cerca. Un futuro que labramos en el presente, uno que aseguramos cada día. Cuando salimos de nuestros trabajos, después de todas las cosas que hicimos, mientras beso sus labios, tomo su mano o abrazo su cuerpo, ambos nos imaginamos llegar algún día a nuestra cama (grande o pequeña), en nuestra casa (de una planta o dos); después de cenar en nuestra cocina ―algún cereal o un pan tostado, yo qué sé―.
Mientras veo con dicha e ilusión esos ojos intensos y místicos, ambos soñamos con crecer al lado el uno del otro. Ambos soñamos con permanecer unidos, soñamos con una compañía que trascienda más allá de las fronteras de todo deseo humano.
Diciembre de 2010.
No hay comentarios:
Publicar un comentario