Las
voces se arremolinan en las silenciosas esquinas de mi mente. Como parvadas de
cuervos que se resignan a dormir por la noche.
Escucho
nombres, gritos, fragmentos de historias aún sin contar, que amenazan con
arrancarme la tranquilidad —y la poca o mucha elocuencia que me queda—; en mi
cabeza suceden eventos que deben plasmarse en papel, deben quedar grabados en
las pálidas superficies de las hojas en blanco, como monumento al pensamiento y
al sentimiento.
Efímeros
momentos que se acumulan en un enorme estanque, llenado a cuenta gota o con
torrenciales cascadas y cataratas; dentro de la mente del hombre —de mi mente—
toda una revolución se desenvuelve y me niego a permitirla escapar.
Dejar
salir ese vapor atrapado.
¿Y
de verdad me niego a hacerlo? O es acaso una situación que no logro controlar y
siempre que decido dedicarme a teclear o rasgar el papel con la pluma, de
pronto todo parece esfumarse. El terreno en tercera dimensión, los campos de
montañas y depresiones; todo ese revoltijo de líneas, llanto, orgasmos, todo
queda de pronto en silencio.
Como
si alguien encendiera en mí algún foco suspendido en el infinito y ahuyentara a
toda representación de imaginación, el resultado de pensar, crear; como si
jamás hubieran existido. Y entonces comienzo de nuevo… me acuesto para dormir y
escucho primero una voz, luego otra, luego las ubico en algún estacionamiento
público, en una librería, en algún café. Después llega la trama, a veces
incluso el desenlace; para sentarme frente a la pantalla y el teclado, o tomar
la hoja y pluma… y entonces, nada.
De
nuevo, nada.
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