—¡Necesito escribir! ¡Necesito
escribir! ¡Denme papel y pluma, ignorantes y estúpidos! ¡Vándalos! Necesito
escribir…
Los gritos de Federico
parecían no atravesar las gruesas paredes de piedra entre las que se encontraba,
a partir de ese momento, prisionero del ejército imperialista, protector de la
corona y del régimen.
Lo habían buscado por
varias ciudades del país y en casi todas las tabernas y hostales de la capital,
durante casi seis meses, sin ningún resultado fructífero.
Federico ya se
encontraba bajo el control del ejército de su Majestad y lo único que deseaba era
comenzar a escribir. Con esas fuertes palabras, prácticamente cubiertas en llanto,
demandó le proporcionaran lo único que lo mantenía vivo —al menos, lo único
propio, que podía ser de él mismo, sin contar abrazos, besos, caricias—. No
pidió pan o agua, ni cerveza o vino; lo único que deseaba en aquél terrible
momento era papel y pluma, y tal vez unos cuantos cigarrillos —se concentraba
mejor con un poco de tabaco—, y unas veladoras para cuando cayera la noche.
Ya antes había estado en
esa misma habitación, siete u ocho meses atrás, pero entonces en una situación
por completo diferente; entonces, él portaba orgulloso el uniforme, hizo el interrogatorio;
golpeó y amenazó al pobre diablo que mantenía ahí dentro, en búsqueda de
cualquier información que sirviera para construir cualquier verdad que en ese momento
se intentara comprobar.
Federico deseaba
escribir, ni siquiera le pasó por su mente escapar o utilizar sus influencias
para librarse del pelotón de fusilamiento que lo ejecutaría al despuntar el
alba. Ni sus méritos, lo sabía perfectamente, ni sus medallas —que no eran
muchas, pues para aquellos días el pequeño regimiento con base en…, no había
visto tanta acción en el servicio, desde el destello de la revolución que amenazaba
en destrozar el reino—, nada le sería útiles para librarse de la situación en
la que se encontraba.
Tan solo deseaba
escribir una carta. Una carta que pudiera advertir —aunque quizás fuera ya demasiado
tarde— y llevar el último beso, la última lágrima, el último suspiro de un
hombre enamorado. Para ello, estaba decidido, sí utilizaría sus influencias y los
pocos contactos que le quedaban en aquél cuartel amurallado.
—Dame una pluma y papel,
te lo pido —dijo Federico ya más tranquilo, a través de la pequeña rendija, al
guardia que resguardaba la entrada.
El hombre no contestó y
Federico repitió su súplica, y repitió de nuevo.
—¿Y permitir que
conspires de nuevo contra su Majestad, debajo de nuestras narices? Jamás.
La voz del otro hombre
en el pasillo le resultaba completamente familiar.
—Rubén, por favor-
—Soy general, para ti.
Federico rectificó y
pronunció el cargo por mucho que le costara decirlo, habiendo sido una vez
suyo, hacía siete u ocho meses.
—General, le pido, como derecho
de un detenido militar, me proporcione tan solo una hoja de papel y pluma.
Entonces el recién
llegado despidió al guardia y la puerta se abrió, Rubén ingresó al cuarto.
—No logro entenderlo, Federico.
Simplemente no logro entender, por qué lo hiciste, después del servicio que
prestamos juntos.
Ese era un reclamo que
ya había escuchado, en muchas tantas ocasiones y de todos los tonos posibles;
sus padres se lo dijeron, sus hermanos lo dijeron y le dieron sus espaldas, movidos
por cuestiones de ímpetu, más que por sus creencias políticas; sus hermanas,
aunque jamás se aventuraron a contradecirlo, sabía que lo tenían en mente. Lo sabía.
—Seguramente no podrás
entenderlo, General, aunque quiera explicarlo.
—Basta de formalidades,
nadie nos observa.
—Rubén, debo escribirle-
—Vaya Federico, ¿en qué
momento destruiste todas tus convicciones? ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?
Había empezado hacían
siete u ocho meses, en ese mismo cuarto de interrogación. Seguro la bombilla sigue fundida, pensó Federico. Necesito velas.
En aquél momento conoció
a quien lo haría enamorarse de las letras y de la piel desnuda de un hombre, Julián.
El silencio de Federico
comenzó a irritar a Rubén, quien se encontraba sumamente insultado, utilizado,
traicionado.
No importaba la causa o
los movimientos, o tal vez sí, pero no tanto como la traición personal que había
sufrido de manos de su hermano en armas. Tenían la ilusión de solicitar su traslado
a la guardia real, a la capital. Pero ya nada de eso sucedería.
Dado que comenzaba a
desesperar frente a Federico, con el afán de no permitirle a éste que viera sus
incipientes lágrimas, Rubén extendió unos cuantos pliegos de papel y un
bolígrafo. Su mirada era serena, profunda, fría.
—Sabes que debo leer lo
que sea que escribas —dijo el joven general, ya de frente a la puerta, de
espalda a su amigo.
—Ruego al cielo que
ignores por un momento esa obligación tuya, puedes estar seguro que nada diré
respecto de las operaciones militares de su Majestad.
Una vez hubo cerrado la
puerta Rubén, Federico se sentó en la pequeña e incómoda silla, frente a un
viejo escritorio, tomó la pluma por última vez y escribió.
No le importó el frío
del invierno que calaba hasta los huesos, no importó la falta de una ventana
con vista a los campos, a las colinas, como la tenía en esa casa de la que lo sacaron
a la fuerza, entre tazas de café rotas, floreros estrellados y un perro
asustado escondido debajo del piano. Con los gritos de Julián en su mente,
cuando regresara a casa. ¿Qué importaba el espacio para un amante de las
letras?
Federico rasgó de nuevo
el papel con la pluma, profanó el espacio vacío, virginal; o más bien le dio
vida a cinco folios que yacían inertes en aquél cuartel militar.
Escribió con soltura,
como si estuviera frente a frente con Julián. Escribió del lugar en el que estaba
—sin describir el cuartel pues entonces pudieran considerarlo información peligrosa
y la carta sería destruida.
Seguro
lo recuerdas, le
dijo; escribió que no era como la espaciosa e iluminada habitación que
compartían, no tenía flores, no había espejos, ni el ventanal que proporcionaba
una hermosa vista que ambos contemplaban al amanecer.
Le dijo que de todos los
lugares en los que habían vivido, huyendo siempre, cubriéndose sus pasos (a
pesar incluso de las múltiples notas falsas anunciando su muerte y que al
parecer jamás fueron publicadas), de todos esos lugares, la casa de campo era
la que más añoraba y la que había amado completamente.
Le dijo que le
extrañaba, que lo deseaba, que lo amaba.
Quizás
te condene a muerte con tan solo escribir estas líneas, pero debes saberlo y
jamás olvidarlo.
Federico escribió con
sinceridad y fluidez, llenaba una cuartilla y luego otra; en algunas líneas,
sus lágrimas corrieron un poco la tinta. El dolor era demasiado, casi
insoportable.
En la carta, Federico
recordó la vez en que conoció a Julián, aquella madrugada en que entró al
cuarto oscuro, húmedo por las lluvias, y observó al muchacho de cabello
castaño, con la cara golpeada y sangre seca en su cuello y mejillas.
Su estado actual
amenazaba con suavizar las efusivas acciones del oficial, pero éste, a fin de
cuentas, se enfocó en evitar ese despliegue de emociones frente a un detenido,
inmerso en un movimiento rebelde que debía ser destruido.
Escribió de las siguientes
ocasiones en que hablaron, a solas y acompañados. Después de que Federico
consiguió atenuar los cargos y aseguró su libertad. Revivió, en palabras vivas inmersas
en la tinta de la desesperación, la primera vez que hicieron el amor, en la cama
de algún hostal, cuando ya ambos eran prófugos, buscados por las fuerzas militares
de la corona.
Te
necesito Julián. No dejo de pensarlo y de decírtelo.
Federico siguió con su
carta, la última de su vida, incluso ya entrada la noche, a la luz de unas velas
que llegaron poco después junto con un par de cigarrillos. Escribió de ellos.
Discúlpame
por fumar… sé que me pediste que no lo hiciera, pero ayudan a relajarme en
estos momentos.
Una vela se consumió y la
última estaba a punto de terminarse, pronto no sería capaz de continuar con la
escritura. Entonces comenzó la desesperada y dolorosa despedida, con más lágrimas
y tinta corrida, como brotes de sangre negra.
El
pelotón me espera antes del amanecer, escribió
y la mano le tembló desmedidamente. Descansó por unos minutos, mientras
observaba la vela para tranquilizarse, y luego continuó.
Federico terminó aquella
carta. El dolor de su mano para nada podía compararse con el de su alma, que
hacía desde su corazón.
El traidor caminaba
acompañado por el pelotón de fusilamiento, con sus manos atadas y los ojos vendados;
seguramente, Rubén dirigía el contingente, sabía que era su deber. Tan solo
albergaba en su corazón la esperanza de encontrarse en algún cielo prometido
con Julián. Esperaba ver de nuevo sus ojos, besar sus labios, en algún lugar
eterno donde no existiera el sufrimiento, las lágrimas, la tristeza o la sangre.
El traidor debía ser
ejecutado al romper el alba.
La madrugada era fría y húmeda;
iba descalzo, con tan solo un pantalón y una camisa roída y manchada, degradado
a lo más vil. No había uniformes ni medallas, honores, saludos.
Perdió todo respeto y se
condenó a muerte, cuando escapó con aquél liberal, con ese muchacho maricón que
lo corrompió hasta el punto de apoyar la propia rebelión que entonces combatía,
hasta el punto de cambiar su nombre y escribir en contra de su Majestad, de
forma degradante e insultante; de la manera en que solo los liberales y los
pobres suelen hacerlo.
Había sido condenado por
traición y por conductas inmorales en contra de la corona. Pero amó cada
segundo de esas noches, bañadas en inmoralidad e indecencia, pues en los brazos
de Julián se había sentido verdaderamente amado, hermoso.
El traidor únicamente esperó,
deseó, con todas sus fuerzas, que Rubén cumpliera su palabra y se asegurara de
entregar aquella carta, escrita en un cuarto de interrogatorio que fungió como
celda, frío, húmedo, oscuro; en el regimiento con base en…; a su destino final,
asegurándose que llegara intacta, como lo había prometido, antes de llevárselo.
Tan solo esperaba,
Federico; tan solo esperaba.