quél día, caminaba por la orilla del lago. Me sentía particularmente animado y recuerdo haber traído una deliciosa sonrisa en mi corazón y no solo en mi rostro.
Recuerdo que el cielo comenzaba a cubrirse por unas gruesas y espesas nubes que anunciaban la inminente llegada de una deliciosa tormenta de verano. Deseaba con todo mi corazón que las gotas de agua resbalaran por mi rostro, mojaran los mechones de mi cabello y refrescaran mi piel. Deseaba, con tanto anhelo, que las caricias del cielo marcaran mis ropas y me llevaran a anhelar un abrazo cálido y humano, que en ese momento no tenía.
Caminé hasta llegar al desvencijado muelle, brinqué la ingrata cadena oxidada que se había cansado de prohibir el paso y avancé a través de agujeros y tablas quebradas hasta alcanzar el final. Había poco oleaje, de hecho solo se percibía un infinito movimiento ocasionado por las débiles corrientes del lago.
Permanecí de pie un momento, tan solo unos cuantos minutos, y después me senté, dejé mis sandalias de lado y eché los pies al agua. Estaba fría, o tal vez la sentí así por la caminata de hacía poco, pero me resultó bastante relajante. Me sostuve con mis manos sobre la madera y eché mi cabeza hacia atrás. Contemplé profundamente el cielo, que ya estaba coloreado de un tono gris y azul.
―Perfecto ―dije en voz alta, para nadie más que para mí―, envía ahora tus gotas traslucidas y serenas, envíame la vida.
E inmediatamente comenzó a llover.
Las gotas mojaron mis mejillas, besaron mis labios, lamieron mi cuello y jugaron con mi cabello. Mis ropas se empaparon completamente y se ajustaron a mi cuerpo. Fue toda una delicia, ¡todo un espectáculo!
―¡Maravilloso! ―dije con una gran sonrisa, pero inmediatamente pensé en que no recibiría ningún abrazo, aquellos labios con los que tanto había soñado, no llegaría. Aquél corazón que tanto anhelaba encontrar, después de una búsqueda incansable en compañía de demonios y ángeles negros, no llegaría de una forma tan simple.
No podría ser posible, no podría encontrar ese amor aunque lo pidiera con todas mis fuerzas, con las fuerzas de mi pasión. No lo encontraría con tan solo pedirlo, no era posible que llegara a mi lado como la lluvia torrencial que me auscultaba todo el cuerpo. No llegaría de esa manera, pero aún así… lo pedí. Pedí, de nuevo y de nuevo, que llegara hasta mi lado, que me hablara y me hechizara con su sonrisa.
Me divertí pensando e imaginando que de pronto él aparecía, con un pantalón de manta blanca y una playera traslúcida, con sus pies descalzos y su alma libre como el viento. Me divirtió tener la posibilidad de abrir mis ojos y verlo, de pie, a mi lado.
Sin embargo, lo que observé, contrario a lo que esperaba, me desconcertó aún más que si todos mis sueños se hubieran realizado.
Cerca de una pequeña roca ―al menos pequeña sobre la superficie―, observé lo que me parecieron ser dos manos, pegadas a sus brazos.
―¡Dios mío! ―dije mientras me ponía de pie― ¡Se está ahogando!
Pero el agua parecía estar en perfecta calma, no había movimientos bruscos ni gritos desesperados. Nada. Solo la lluvia que golpeaba alegremente la superficie del lago, pero nada más.
Enfoqué mi vista y entonces pude observar atentamente. Era un cuerpo, sí, pero no estaba muerto como mucho lo temía, sino que nadaba alegremente alrededor de la roca. ¿Qué loco se metería a nadar al lago en ese momento?
―Uno como alguien que se sienta en un viejo muelle a mojarse con la lluvia ―me contesté con una divertida sonrisa.
De pronto, un chico surgió de las profundidades del lago y se apoyó sobre la mojada roca. De la superficie del agua solo se observaba su pecho, y sus brazos, su cabello era de color oscuro. Hermoso.
―Ven conmigo ―me dijo mientras me tendía su mano y me arrojaba una mortal sonrisa―, no temas, ven conmigo.
Al principio no comprendí qué sucedía, y reconozco que un peculiar sentimiento de incertidumbre se apoderó de mi mente y de todo mi cuerpo. Pero los pude superar prácticamente al instante, y fue entonces que me di cuenta de quién era ese chico. Era a quien había estado esperando desde hacía mucho tiempo. ¡Maravilloso! ¡Mis plegarias fueron escuchadas!
¡Por Dios, o por Zeus ―qué importa―, me escucharon!
―Ven conmigo ―repetía y repetía el chico mientras sostenía su deliciosa sonrisa.
Cuando le pedí que se acercara un poco más, lo que hizo disipó todas mis dudas.
Se apoyó un poco más sobre la roca y alcanzó a elevarse unos cuantos centímetros más, los suficientes para notar lo que aparecía en su cadera, debajo de su cintura.
―Dios mío, es verdad…
A unos cuantos centímetros de su espalda ―en cuanto me percaté de la verdad―, alegremente salió una hermosa cola de color azul eléctrico.
Entonces se acercó nadando hasta donde yo me encontraba, siempre con su encantadora sonrisa, y fue cuando preguntó:
―¿Cómo te llamas?