Hay en el perfume
una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las
miradas, los sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no
se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos
llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella.
El perfume, de
Patrick Süskind.
Durante
estos últimos días, ha rondado por mi mente una pregunta generada de una
plática de introspección y análisis. A pesar de las grandes cargas de trabajo
que sufrí en esta semana, a fin de cuentas siempre brillaba, detrás de todas
las prisas y los pendientes, como una estrella a través de un cielo nublado; de
forma repentina, regresaba a mi ser consiente, para cubrirse de inmediato por
las capas nebulosas de una actividad diaria, de la rutina.
Brillaba,
para recordarme que no le he dado respuesta; aparecía para que me diera cuenta de
que debía atenderla, observarla, analizarla. Así fue entonces que, en compañía
de Héctor, me tomé el tiempo para responder aquello que debía ser respondido.
Mucho
se ha dicho en cuanto a la naturaleza del ser humano; múltiples filosofías han afirmado
que para entenderla (desenmarañarla), es necesario tener claro el fin último de
éste. Así pues, la naturaleza del hombre irá encaminada con la pregunta para qué; para qué del hombre, para qué
su actuar, para qué...
Tal
vez la finalidad del hombre sea ser feliz, pero entonces nos adentramos en un
debate ético, moral, social, jurídico incluso, de saber si lo que hace feliz al
hombre (sea lo que sea) puede ser considerado como finalidad última de su
existencia, y por lo tanto sustento de su propia naturaleza.
Sin
embargo, otros pensadores han sostenido que el hombre, como formador de un
grupo heterogéneo y evolutivo, cambiante, dinámico, no posee una naturaleza que
lo defina en su totalidad, pues más bien posee una característica de adaptación,
maleabilidad y adecuación a las situaciones particulares de su momento
histórico.
Sean
cuales sean las conclusiones al debate sobre la naturaleza humana, mi
interrogante inicial iba más allá de este cuestionamiento. Me interesé por
descubrir mi propia naturaleza, mi esencia, ese elemento (o elementos) que me
hacen ser yo, y no alguien más.
Dije
que lo hice con Héctor, y no fue por mera coincidencia sino por una decisión
deliberada. No quería adentrarme a un laberinto de preguntas sin respuestas,
del que me sería complicado salir, si no iba con alguien más.
¿Cuál
es mi esencia? ¿Qué me define?
A
primera vista, pudiera pensarse que las respuestas son obvias, y que todos
debemos contestarlas como cuando nos preguntan el lugar en donde nacimos o el
nombre de nuestros padres; sin embargo, al menos de manera particular, no me
había puesto a reflexionar en ellas de forma consiente, pues creía tenerlas ya resueltas
y que había encontrado su significado. En muchas ocasiones, nos encontramos con
cuestionamientos que parecieran insultar con su obviedad, pero que en realidad
no alcanzamos a describir cuando nos confrontan abiertamente.
Como
me sucedió en algún momento de mi niñez, al observar un espectáculo en parque
de diversiones acuático, una ballena en un enorme tanque de agua (con forma y
color de una alberca), me sorprendí al darme cuenta de que jamás había reparado
en reconocer, conscientemente, que era agua salada y no clorada, como esperaba
que fuera. El agua salada está en el mar… no en una enorme alberca.
En
fin, hay cuestiones en nuestras vidas que están tan inmersas en la
cotidianeidad, que precisamente se disfrazan de obvias y claras, cuando en
realidad requieren un esfuerzo intelectual mayor para descifrarlas.
Eso
me sucedió al inicio de la semana, cuando me preguntaron “¿Cuál es tu esencia?”.
En
ese momento reconocí que no sabía cuál era ese elemento que me define como
persona, y que distingue de todas las demás; tal vez, en algún otro momento lo
pensé y llegué a alguna conclusión, pero no podía recordarlo, por lo que
entonces decidí que debía adentrarme en esos pensamientos tan turbulentos como
apacibles.
“Eres
como el chocolate”, me dijo Héctor. “Hay muy pocas personas a las que no les
gusta”.
Si
tomo en consideración percepciones externas, experiencias personales, y la
propia idea que de mi persona he formado, diría que soy un hombre hedonista,
que evita el conflicto abierto lo más que le sea posible; tengo un sentido de
la responsabilidad bastante arraigado, aunque por otro lado tiendo fácilmente a
dejar de lado las cosas que no llaman mucho mi atención. Me he creado mis
propias percepciones de la amistad, del amor, de la confianza, de la vida; que
en ocasiones colisionan con las cotidianas de los demás. Puedo desinteresarme
tan fácilmente como me involucro en las cuestiones personales de otros, aunque
pareciera que de forma reciente me inclino más hacia la primera.
Hay
ocasiones en las que me ha resultado difícil describirme como ser humano (el
físico no representa problema), por la propia complejidad que esto representa; por
lo que hablar de mi propia naturaleza me resulta complicado, sobre todo porque
no consideraba importante el detenerme a desentrañar quién soy. Sin embargo, el
tiempo puede ser nuestro más poderoso aliado o el enemigo más desdeñable, así
que responder estas cuestiones representa entonces una importante necesidad,
pues de qué otra forma podremos existir, si ni siquiera sabemos quiénes somos.
¿De
qué otra manera entenderemos el actuar de los demás, si no entendemos nuestro
propio proceder? ¿Cómo sabemos qué hacer, a dónde ir o qué decir, si ni
siquiera sabemos lo que deseamos o lo que pensamos concretamente?
La
naturaleza del ser humano, mi esencia como persona, comprender mi razonamiento,
son puntos difíciles de analizar y responder, por ello, saber cuál es mi esencia
no es algo que pueda contestar en algunas cuantas líneas, ni en una sola noche;
aunque, tal vez, tampoco represente el mayor reto de mi existencia.