—Quiero besarte la espalda —me dijo
apenas en un susurro, directamente a mi oído, en un tono cubierto de
expectativa y deseo, con un verdadero anhelo.
Estábamos envueltos en
la oscuridad de la habitación, solo unos cuantos rayos de luz entraban por la
ventana, a través de las persianas que se encontraban abajo. Ya era de noche,
una noche de invierno, pero no hacía frío, nuestros cuerpos mantenían una
temperatura agradable, sus manos ardían, sus labios quemaban mi piel.
Giré un cuarto de vuelta
y quedé frente a la ventana, él se colocó detrás de mí.
Con una mano acarició mi
cintura, recorrió desde mis piernas hasta mis hombros, prácticamente sin
despegar sus dedos de mi piel desnuda; su boca humedecía mis oídos y besaba mi
cuello, el vello de su barbilla, que apenas crecía, me hizo emitir un gemido
más, que se sumó a la cuenta que ya llevábamos.
Cerré mis ojos, más por una
reacción instintiva que por cualquier otra cosa, y mordí mis labios con
deliciosa fuerza, sutil pero insistente. Fue entonces cuando tomé sus glúteos
con mi mano y lo junté más hacia mí; quería tenerlo en mí, a mi lado, sobre mí,
donde fuera. No soportaba la idea de separarme de él.
—Me encantas —decía él
con su seductora voz susurrante.
—Y tú a mí.
Apenas podía responder,
mi respiración estaba entrecortada y no podía estructurar alguna frase
coherentemente; me envolvió en un fuerte abrazo, mientras me sujetaba por mi
pecho, pegó su pelvis con mi cadera y comenzó a mantenerme encendido, mientras
con su otra mano envolvía mi deseo, para llenarlo más y más de puro placer.
Entonces llegó su
advertencia.
—Voy a penetrarte,
quiero entrar.
Fue una anticipación,
compartía sus deseos conmigo; no deseaba mi aprobación, pues sabía que ya
contaba con ella; no fue una pregunta.
—Hazlo, tómame. Soy tuyo…
Se puso de pie, se
colocó el anticonceptivo y me arrastró por la cama hasta donde él estaba de
pie. Levantó mis piernas y las colocó en sus hombros; me tomó el rostro con una
mano y con la otra dirigió su miembro lubricado.
Cerré mis ojos y fue ese
momento en que lancé una plegaria a los dioses paganos y ancestrales; en mi
garganta se ahogó un gemido y de nuevo mordí mi labio.
Fuimos uno solo, una
misma alma en dos cuerpos que en ese momento se unieron para generar un ser luminoso,
un resplandor, un ente maravilloso y brillante que comenzó a danzar al compás
de la música; un ser que destacó la belleza de los movimientos y dibujó la
maravilla de la escena.
Nos movimos con
delicados vaivenes; después, presas de un inexplicable e intoxicante frenesí,
todo fue más rápido, al parecer caótico, desenfrenado, pero en completo control
y precisión.
Mi pecho se cubrió de
sudor, su espalda también; nuestras bocas estaban sedientas y entonces nos
besamos.
Sobre mí, la cálida
esencia de su amor cubría los poros de mi piel, mezclándose con cada gota de mi
pasión. Y entonces nos besamos.
Terminó rendido a mi
lado, ambos con nuestra respiración agitada y una enorme sonrisa de
satisfacción; a pesar de la oscuridad, podía ver su rostro, sus ojos, su nariz,
su boca; y entonces nos besamos, mientras entrelazábamos nuestras manos y
disfrutábamos de la plenitud de nuestros cuerpos. Me besó mientras acariciaba
mi espalda y mis nalgas, mientras me hacía cumplidos y repetía que me amaba.
Y entonces nos besamos.